Quién iba a decirnos que disponer de una freidora sin aceite sería fundamental para disfrutar de una cocina completa y feliz. Y eso que freír es cocinar un alimento con aceite o grasa, justamente lo contrario del argumento de venta de dicho aparato, que se une a una ingente panoplia de electrodomésticos que quieren llenar nuestros hogares: neveras wifi XL, minibatidoras, altavoces ubicuos, robots aspiradores, secadores de pelo de efecto coanda, la cafetera perfecta de Brad Pitt…; la lista es interminable.
Además, está siempre el habitual flujo de compras de ropa, calzado y complementos, apoyado en la galaxia de cadenas de distribución y páginas web. El comercio minorista se ha cadenizado, desde la moda a los productos de cosmética, mobiliario de estilo nórdico, electrónica, artículos para jardín y mascotas, juguetes o café. Lo mismo, los servicios: las ofertas de viajes y ocio llenan nuestros buzones y espacios publicitarios.
A la proliferación de los qué y los dónde, se une con turbo la de los cuándo. Antes se compraban cosas una o dos veces al año. Ahora se vive un tiempo de permanente oportunidad de consumir, ya que se ha establecido que cada día es la mejor ocasión para comprar: en febrero, ya es primavera donde ya saben; luego el Día del Padre; las compras de Semana Santa; Día de la Madre; fin de curso; rebajas; vacaciones; regreso a las clases; Halloween; Black Friday; Cybermonday; Navidad; Reyes; rebajas; San Valentín…, y ya estamos, de nuevo, en primavera.
Hace setenta años, en Japón, se inventó el kaimono minzoku: la civilización de las compras, un esquema por el que comprar era un deber patriótico, ya que, a través de la demanda, aseguraba la producción, el empleo y la prosperidad. Pero, con el tiempo, la cosa se convirtió en el cuento de El aprendiz de brujo y empezó a emerger la pesadilla: el tsundoku, comprar más libros de los que uno puede leer, comprar más paquetes que los que se pueden abrir. Literalmente, acumular para más tarde.
Siendo el motor impulsor de la economía, las compras se revelaron en todo el mundo como una conducta psicodependiente, tan adictiva como los opiáceos, el juego, el tabaco o el alcohol. La razón fisiológica es que la acción de comprar estimula la liberación de dopamina, el neurotransmisor responsable de atribuirnos satisfacción y refuerzo por las cosas realizadas. La adicción a comprar se refuerza a sí misma y solo tiene como límite la renta disponible personal o el espacio físico de almacenamiento.
El consumo es uno de los temas básicos de la ciencia económica y la sociología, pero su faceta siniestra no se había planteado nunca. Había acercamientos críticos por parte de pensadores tan dispares como Veblen, Bauman, Deaton o Chomsky, pero, en el otro lado, nadie ha hecho jamás apología del consumo; nunca ha existido un Timothy Leary de las compras.
Aunque es la energía que mueve el capitalismo contemporáneo, si da un paso más de lo necesario y se vuelve masivo e intenso, ya no solo amenaza con perpetuar la inflación o agotar los recursos naturales, sino que también pone en riesgo nuestra salud. La palabra que define este malestar psicológico se llama afluenza: ansiedad y depresión como consecuencia del empeño por poseer más.
Y en el lado positivo, sigue el optimismo por el crecimiento del PIB español. La eurozona apenas roza un 0,8%, mientras España puede superar el 3% en 2024, con previsión de que ronde el 2,5% en 2025. Y resulta que es el consumo interno lo que explica más del 70% de este crecimiento, no las exportaciones ni la tímida inversión. Lo nunca visto.
Ahora acaba de firmarse el acuerdo UE-Mercosur, tras veinticinco años de negociación. Aunque puede traer problemas (y oportunidades) para el sector primario, el efecto final será que el consumo podría salirse del marco.