LA LIBRERÍA

Sangre y muerte a 'El jardinero' bestial de Alejandro Hermosilla

Si se le han dedicado y se le dedican páginas y páginas a la belleza, también se le puede dedicar un libro entero a la oscuridad mohosa que prolifera sobre la superficie de un pecho vibrante de rabia

18/02/2019 - 

VALÈNCIA. La hegemonía del amor como sentimiento más elevado ha relegado injustamente al odio a una posición de reverso tenebroso, de eterno segundón, que ni merece ni le corresponde ni mucho menos es real. El odio, y su proyección en la dimensión del tiempo, el rencor, puede llegar a pulirse hasta hacerlo alcanzar cotas de perfección propias del más exquisito de los rubíes: allá donde el amor es atolondramiento e impulsividad, el odio es preciso y sostenido. Si el amor confunde, el odio puede llegar a despejar la mente de todo lo que es secundario. Si el amor brota, el odio echa raíces, como un iceberg venenoso, como un hongo discreto y letal que se ramifica bajo tierra y la hace suya, un emperador insaciable como la Armillaria ostoyae del bosque de Malheur, el ser vivo más grande del planeta. Nadie lo diría. Nadie suele percibir lo que se expande bajo el fértil mantillo en descomposición, pero allí, bajo el horizonte terrenal de sucesos, bajo la piel más tersa y aromática tiene el odio su reino, que sin duda es de este mundo, aunque nos hayamos empeñado en desterrarlo, convencidos como estamos de su perversidad, de su terrible naturaleza. El miedo también nos hace sufrir, y no cabe duda de su eficacia para protegernos de los peligros; bajo control, el odio solo es otro mecanismo, un resorte biológico más: ahí fuera hay gente que odia muy bien y con mucha facilidad, y más nos vale permitirnos no sucumbir a la primera.

Hay quien hace del odio su bandera, profesionales de la mala sangre, muy combativos. Expertos en albergar la espora, en abonar campos para el conflicto. Toda una raza de jardineros diligentes a la hora de sembrar el daño, urticantes: rasguñarse con sus extremidades siempre es motivo de infección, de contagio: una herida insignificante y poco tiempo después, sin que nos demos cuenta, nos hemos convertido en el jardinero. Este no es uno de esos casos en que el odio nos sirve de escudo o incluso de guía: una vez colonizados por el mal del jardinero, poco se puede hacer. Quizás, tratar de sublimar la nueva condición escribiendo sobre ella, ensamblando un artefacto literario con el que traducir los espumarajos a un registro menos íntimo y más comprensible. Podar el recuerdo arbóreo hasta darle la forma de un libro. Echarle el fertilizante de la imaginación hasta convertirlo en el nuevo hijo de algo muy antiguo. El jardinero de Alejandro Hermosilla rezuma bilis y emana el olor dulzón de la carne estropeada y de las rafflesias, pese a que las cubiertas de las que lo ha provisto la cuidada edición de Jekyll&Jill -grabado de Tomás Hijo mediante- sugieren otro tipo de organicidad, una de rosal recién podado, de crecimiento artificial y saludable. Nada sugiere la batalla contra los demás y contra uno mismo que se libra en las entrañas del libro, una historia de agresiones donde lo más simpático que ocurre es un incesto: una y otra vez Hermosilla nos escupe a los ojos el nombre de la némesis del protagonista, una y otra y otra vez sabemos de la inmunda existencia del jardinero, un ser costroso, pestilente, diabólico: un Bartleby malintencionado que disfruta generando rechazo pero que a la vez es capaz de someter a todo un castillo por la fuerza del dolor.

Si hacemos caso a la sinopsis que nos advierte sobre El jardinero, la obra de Hermosilla no es solo producto de la ficción, también hay restos de una traición pasada de un amigo de juventud; ya en la misma dedicatoria se da una muestra del terreno en que se moverá el texto que leeremos: “Dedico este libro a aquellas personas que han levantado falso testimonio en un juicio. La mayoría de ellas han contribuido a hacer de esta existencia un infierno. Y por ello, con la esperanza de que castigo no finalice jamás, les deseo la inmortalidad. Que sepan también todos los frustrados y vanidosos, que la dedicatoria es extensible a ellos. Se lo han ganado a pulso a lo largo de los años, de los siglos”. Y a continuación, un pasaje de las Lamentaciones, y una referencia a Los cantos de Maldoror de Lautréamont. Lo que se dice empezar fuerte. Algo sí debe haber cuando la ingesta de excrementos, lo que vulgarmente llamaríamos tragar mierda, es una constante durante toda la confesión de Hermosilla: aquí y allá aparece la escatología, una herida abierta que conecta con la memoria.

No nos engañemos: el jardinero licantrópico no es tan sencillo como un antagonista; es una emoción hecha palabras, un sentimiento extraído a la fuerza y con violencia y dejado caer sobre el papel tras un parto con complicaciones. En ocasiones el jardinero está enfrente, en ocasiones el jardinero está superpuesto, en ocasiones el jardinero se encuentra detrás exhibiendo una erección simiesca y ningún reparo en emplearla con nosotros, los hijos del conde, el conde, su hermano, su doble, un ser humano que repta dejando un rastro de impulsos por satisfacer, una larva de condenado que siempre busca ir un poco más lejos, un poco más profundo, un poco peor: el erotismo sádico y pasolinesco que acompaña al rencor y que se frota contra nuestros escrúpulos hasta alcanzar el clímax final de la última fase del libro, duerme de ese lado de la cama mojado, sucio y fuera de foco donde pasa gran parte de lo real. Sin embargo, El jardinero atroz de Hermosilla no generará un excesivo malestar a quien sea medianamente honesto y tenga identificadas sus más lastimosas pasiones. Puede que hasta echemos en falta algo más de implicación con el tormento, más metros de bajada a pulmón a la negrura abismal: sabemos demasiado bien que en materia de pulsiones inconfesables, quien esté libre de pecado, que tire el primer pedrusco verde. Aristócratas en la calle, jardineros entre las sábanas. Y a veces ni eso.

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