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Series que no son novedad

7/03/2021 - 

VALÈNCIA. Las series de televisión son mi tranquilizante nocturno para los días de entre semana. Encontrar una serie a la que serle fiel es tan imprescindible como tener a alguien con quien de verdad te apetezca hablar por teléfono. Como solamente veo las series cuando ya están todos los capítulos disponibles, de un tirón, a veces tengo que buscar deprisa y corriendo una sustituta que esté a la altura emocional, ética, visual, estética, literaria, política o sexual de la que acabo de terminar. Mi línea de consumo de series no tiene ni pies ni cabeza. No tengo problemas con las series tangana, que son de las que en ese momento habla todo el mundo, siempre y cuando consigan absorberme. También me gustan las que son como un par de zapatillas de deportes muy usadas, esas que la mayoría de la gente ha tirado ya a la basura. The Walking Dead, por ejemplo, que la sigo ya sin ningún espíritu crítico, como si fuese una especie de máquina de respiración artificial a la que me conecto por las noches. Las series son como las personas. Necesitas tener alguna sobre la cual gravitar y tener así la oportunidad de engrosar tu lista de lealtades, porque los solitarios vivimos para ellas.

Veo el documental House of Cardin y me pregunto por qué narices en ningún momento se habla de Daft Punk, que en paz descansen. En el documental de P. David Ebersole y Todd Hughes, realizado antes de que falleciera el diseñador en diciembre de 2010, se exhibe y analiza la deslumbrante fantasía futurista que fue su ropa, que parecía pensada para que la llevaran los colonos que viajasen a otros planetas. Viendo el documental queda claro que Daft Punk fueron un grupo Cardin, aunque Cardin no los vistiera. Suyo es el uniforme con americana sin cuello que llevaban los Beatles cuando iniciaron su ascenso, y también el vestido que lucía Dionne Warwick en la portada de su tercer álbum.

Lo mejor de The Walking Dead es que ese mundo anárquico en el cual sobreviven los que menos escrúpulos tienen y donde los iluminados se convierten en predicadores, se parece cada vez más a nuestra pandémica realidad. Mientras aguardo a que se vayan estrenando los capítulos de esta temporada -he perdido la cuenta-, he encontrado una más que grata compañía en Mr Mercedes, una producción de 2017, es decir, una antigualla según nuestros actuales baremos de atención. No tenía ni idea de que existiese y, seré sincero, decidí empezar a verla porque Brendan Gleeson no puede salir más guapo. La serie es tan eficaz -al menos durante la primera temporada, me temo que después corre el riesgo de ser alargada hasta el absurdo- como lo son los mejores libros de Stephen King, que es el autor de la trilogía en la que se inspira la serie. No se nos cuenta nada que no hayamos visto ni leído ya, pero todo lo que aparece me resulta interesante y atractivo. Especialmente -y perdón por la pesadez, pero creo que la celebración de la belleza cada vez está más infravalorada- el policía retirado Bill Hodges, que no es otro que Brendan Gleeson produciéndome stendhalazos cada vez que la cámara se le acerca. La banda sonora es estupenda. Contiene temas de Pixies y The Cramps, Randy Newman, Leonard Cohen y ¡¡¡Rubber City Rebels!!!, que potencian la pegada de las escenas en las que suenan.

Hay melómanos que siguen pensando que los asuntos de los trapos no tienen importancia en la música -que se lo pregunten a los Beatles y a Daft Punk, a ver qué dicen-, de la misma manera que hay melómanos que se niegan a reconocer que C Tangana ha hecho eso que ahora mismo tanto escasea: un disco que rebosa el poderío y la consistencia que han de tener los álbumes para serlo. Los músicos ya no hacen álbumes, hacen canciones porque en este primer cuarto de siglo de teléfonos inteligentes para gente idiota, no queda tiempo para aquello que exija excesiva atención. El álbum es un concepto antiguo, como la película que se ve en el cine o el libro que se lleva en el bolso. Que un artista joven haga un álbum con ambición de dejar su impronta más allá del número de escuchas y visionados, es una buena noticia. La mala noticia -para mí, obviamente- es que el personaje me pilla con toda la fatiga pandémica y existencial encima. Si he de posicionarme, lo hago a su favor, pero que nadie me pida que todo este asunto me interese más allá de lo profesional. Que algo me parezca bueno no significa que vaya a escucharlo cada día ni todas las semanas. Aunque con Rosalía y con el fantástico Rodrigo Cuevas, que también hacen clásicos del siglo XX a la usanza del siglo XXI, eso no me pasa.

Se cumple un año de la muerte de mi amigo Paco Sellés. Al compartir de nuevo el artículo que escribí en marzo de 2020, me doy cuenta de que Paco se fue en el mismo momento en el que la vida cambió drásticamente y empezamos a parecernos a esas tribus de seres asustados y mezquinos que van apareciendo en The Walking Dead. Perdí a un querido amigo a la vez que comenzaba a perder trabajo, tranquilidad, optimismo, seguridad, libertad. La vida también es una serie que empieza y acaba. Paco se murió y mi rutina, como la del resto de las personas, se detuvo como ese tren Alvia que, durante algunos trayectos a Barcelona, se quedaba parado y nunca sabías porqué, ni tampoco cuándo volvería a ponerse en marcha. Paco se murió cuando este mudo cataclismo comenzaba a manifestarse, pero nada de eso cambia el hecho de que ya no está entre nosotros, que ya no lo veré disfrutar de la playa de la Garrofera ni se podrá reír con algún destarifo mío o suyo, ni le podré poner la cabeza como un bombo con Brendan Gleeson en Mr Mercedes, tema que a estas alturas ya me da para una conferencia. Cuando todo esto acabe, es posible que yo siga aquí, pero lo que es seguro es que Paco no estará. De ser así, estaré un poco más cerca de los 60 años, y seré consciente, cada vez más, de que a esta edad hay ausencias que son como casas en cuyo interior antes charlabas y reías y ahora, vacías y deshabitadas, no son más que frías ventanas y balcones que contemplar desde la calle.

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