VALÊNCIA. Hace pocos días nos sorprendía la noticia de que el filólogo Abel Soler había sido capaz de identificar al autor del Curial e Güelfa, la obra maestra de la literatura medieval en catalán. Tras una intensa investigación sobre datos históricos y biográficos de los cortesanos de Alfonso el Magnánimo, el estudioso establecía una hipótesis que suena a descubrimiento y a demostración: solo Enyego d’Àvalos, un noble nacido en Toledo y emigrado a Valencia, conocedor de la corte del rey y embajador y camarlengo en Milán y Nápoles respectivamente, podía ser el autor de una de las novelas caballerescas más célebres: Curial e Güelfa.
Las razones para mantener el anonimato casi siempre van ligadas a una voluntad tácita del autor. En el caso de Enyego d’Àvalos pretendería protegerse de las consecuencias de trazar un retrato jocoso, sexual y atrevido de la corte del rey. Pero no siempre el peligro es la razón fundamental para que la autoría se borre de una obra popular.
Cada época determina un campo literario distinto en el que el autor adquiere más o menos prestigio dependiendo del momento en que escriba, de ahí que la falta de una firma del creador durante la Edad Media, por ejemplo, era algo habitual. En otras épocas, la obra pasa a ser propiedad de aquel que compra sus derechos dependiendo de las disposiciones legales de tal o cual sociedad. Hay casos en que las escritoras esconden su nombre para evitar ser juzgadas moralmente por su obra y por su género: las hermanas Brönte, Mary Anne Evans, George Sand o Cecilia Böhl de Faber.
Por último, hay casos en que se atribuye una obra a un autor famoso, y sin embargo ha sido concebida y elaborada por un equipo o por una oficina que le adelanta el trabajo: Alexandre Dumas se tuvo que enfrentar a diversos reclamos de su colaborador Auguste Maquet a propósito de las autorías de Los tres mosqueteros o de El conde de Montecristo. La casuística del anonimato es muy variada y depende de distintos factores.
A la caza del Lazarillo
El Lazarillo de Tormes siempre fue objeto de deseo de los investigadores de la literatura. Por ser una manifestación libérrima de la novela, por mostrar en términos críticos la España del siglo XVI (la España imperial en cuyos territorios nunca se ponía el sol) y por haber radiografiado una manera de “ser español” (pícaro, mísero, ladrón, ingenioso) que ha pasado al imaginario colectivo, por todo ello ha pasado al gran canon de la literatura española. Por esta misma razón, por su libertad en la escritura y por su crítica a la iglesia (a la que se acusa veladamente de pederastia) o al deseo venenoso de medrar a toda costa, o acumular o conservar privilegios a costa de los más débiles, su autor desapareció voluntariamente de los escritos.
Y por esa misma razón, por ser documento de época, de reflejo y de denuncia, además de ser un texto placentero y canónico, los investigadores se han volcado para averiguar quién perpetró esa bomba de relojería que aún hoy nos demuestra los males del país: corrupción, hipocresía, mezquindad y delirios de grandeza.
La investigadora Mercedes Agulló creyó haber encontrado entre los papeles de su albacea la prueba definitiva que demostraba que el autor del Lazarillo era don Diego Hurtado de Mendoza, noble, embajador en Italia y uno de los grandes poetas del XVI que junto a Garcilaso de la Vega y Juan Boscán introdujo las formas y los temas poéticos italianos en España. Sin embargo, otra estudiosa, Rosa Navarro, ha venido sosteniendo durante muchos años que el autor de la célebre novela picaresca era Alfonso de Valdés, pensador erasmista de origen judío, redactor de las cartas del emperador Carlos V a quien acompañó en su coronación como emperador en Bolonia en 1530 y a quien defendería en sus escritos.