A falta de que los nuestros nos hagan más habitable la vida con políticas concretas y reales, nos hemos de conformar, mientras tanto, con algunas muestras de izquierdismo folclórico, siempre dispuesto a magnificar anécdotas recurrentes como la de monseñor Cañizares para tapar su impotencia al gobernar
Imaginemos que nos creemos esa falacia de las derechas y de las izquierdas y que yo soy un progresista de toda la vida. Sé que es mucho imaginar, pero hagamos el esfuerzo. Pensemos en que me hice de izquierdas cuando estudiaba el BUP en un instituto público y que la primera vez que voté, lo hice contra la permanencia de España en la OTAN. Era joven, y como todo joven quería llevarme la vida por delante. Tenía ideales, ilusiones, la ingenuidad confundida con la esperanza. Después voté a los socialistas —las últimas veces tapándome la nariz— y a Anguita, aunque este hombre siempre me pareció un dogmático. Casi todos mis colegas eran como yo, de izquierdas.
Entonces llegó Aznar; nos reíamos de su bigotito a lo Charlot. Aznar, con su gesto adusto y su retórica absurda, nos reforzaba en nuestro progresismo ya que Franco comenzaba a quedarnos lejos. A veces pienso que contra Aznar vivíamos mejor (en realidad vivíamos mejor, para qué negarlo). Pero todo se estropeó para él con aquella boda de su hija, el chapapote y nuestra entrada en la guerra de Irak. Eso me hizo revivir. Como cientos de miles de personas, participé en aquella manifestación pidiendo ‘el no a la guerra’. Aún me emociono cuando lo recuerdo. Uno extraña los años dorados de su juventud…
Poco después pasó lo que pasó, aquellos trenes malditos, y por arte de birlibirloque nos cayó del cielo Zapatero, el que no nos iba a fallar. Pero nos falló un día de mayo de 2010, cuando sacrificó a su partido aprobando una serie de recortes que le habían exigido a punta de pistola. Lo revistieron de patriotismo. Yo no entendía nada porque a Zapatero lo hacía de los nuestros, no como a Aznar ni a George W. Bush —a quien le debó tantas alegrías—, que los consideraba mis adversarios ideológicos.
Pese a todo, a esas dudas que no terminaba de lavármelas con el gel del buen rollo, seguí creyendo en la izquierda. Pensé que algún político de los nuestros acabaría cumpliendo lo que había prometido. Pasó Zapatero y llegó Rajoy; con ambos me fui hundiendo. Me despidieron; estuve dos años en el paro; me reenganché al mercado laboral con contratos breves y mal remunerados. Daba igual que gobernase la izquierda o la derecha porque mi situación iba a peor, como le pasaba a tanta gente.
"Ruego a Dios que cada cierto tiempo aparezca un cañizares que, entre sandez y sandez, nos ponga las pilas a los progresistas"
Fue entonces cuando algunos jóvenes comenzaron a hablar de un nuevo régimen, de que este sistema estaba podrido, de que los dos grandes partidos no nos representaban. Y me ilusioné de nuevo, creedme. Creí que esa vez iba a ser la definitiva. Los veía corear consignas, agitar las banderas de sus abuelos, aplaudir a unos dirigentes que, por su manera de actuar, se parecían a nosotros.
El año pasado fui a votar y, gracias a mi voto y al de muchos compañeros, logramos que los ayuntamientos y esta comunidad cambiasen de manos. ¡Qué alegría me llevé! Ahora creo que pequé de ingenuo, a la vista de lo sucedido en estos meses. Gobiernan los míos pero no he notado mejoría. Tal vez les haga falta más tiempo. A quienes les va bien es a algunos conocidos que militan en los partidos que tienen hoy el poder; casi todos han encontrado acomodo en la Administración. De hecho he dejado de verlos en los bares que frecuentaban cada fin de semana. Me imagino que están preparando la revolución o algo parecido.
No me gustaría que pensaseis que he arrojado la toalla; sólo os confieso mis dudas, nada más. Cuando me viene el bajón siempre pienso en Aznar o en Bush, y eso hace que me refuerce en mis convicciones vacilantes. Esta misma sensación la experimenté, no hace mucho, cuando leí las declaraciones de monseñor Antonio Cañizares contra los homosexuales y las feministas. Me dio un subidón. No soy homosexual ni feminista, pero me uní al coro de voces que pedían que le cortaran la cabeza. Es extraño que hombres de su experiencia cometan el error de decir lo que piensan, lo cual es impropio de su edad y de su cargo, sobre todo si se reside en España.
Ateo como soy, ruego a Dios que cada cierto tiempo aparezca un cañizares que, entre sandez y sandez, nos ponga las pilas a los progresistas. Si no fuera por él y por sus meteduras de pata (a quién se le ocurre confundir un inexistente imperio gay con una boyante industria gay, que no es lo mismo), careceríamos de argumentos para parecer de izquierdas.
A falta de que los nuestros nos hagan más habitable la vida con políticas concretas, nos hemos de conformar, mientras tanto, con esas muestras de izquierdismo folclórico, siempre dispuesto a magnificar anécdotas ocurrentes para tapar su impotencia al gobernar. Unas veces son los derechos de los homosexuales, otras el feminismo, en ocasiones la prohibición de las corridas de toros, últimamente la caridad con los refugiados. Esos son los clavos a los que nos agarramos nosotros, los izquierdistas de toda la vida, espejo de tantas decepciones, para asegurarnos de que seguimos estando en el lado correcto de la Historia.
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