Vicente Honorato, un vecino de Mislata de setenta años, disfruta la coronación de su obra: la fábrica de instrumentos de metal más avanzada del mundo. Su yerno, el gran trompetista Pacho Flores, se alió con él y se casó con su hija. Juntos crearon unas trompetas que van «entre veinte y treinta años avanzadas a su tiempo»
VALÈNCIA. Sobre una mesa impoluta, casi de quirófano, descansa la obra de Vicente Honorato, un hombre de setenta años que ha consagrado su vida a los instrumentos de metal. Y ahí están, relucientes, brillantes como coronas reales, una corneta, una trompeta, un trombón y un fliscorno. No son cuatro objetos sin más. Ni mucho menos. Esos cuatro trozos de metal son el fruto de cuatro décadas de investigación y obstinación. Ahora Stomvi, su empresa, tiene una reputación en todo el mundo y en las grandes orquestas no faltan algunos de sus instrumentos. Pero no siempre fue así. El arranque fue complejo y muchas noches salía de la fábrica y llegaba a casa rumiando la derrota, sopesando bajar la persiana y a otra cosa. Porque, además, Vicente tenía otra cosa, una empresa de joyería que, en realidad, era la que daba dinero y la que sufragó durante lustros Stomvi, un negocio ruinoso.
Todo empezó en 1984. Vicente, hijo y nieto de músicos y un rebelde que dejó su instrucción musical de adolescente, vio que había un hueco en España pues no se fabricaban instrumentos de metal y todo era importado. Y él, que siempre fue un hombre inteligente y reflexivo, no entendía que en una de las regiones del mundo donde la música estaba más arraigada, nadie creara instrumentos de metal. Así que se lanzó a por ello. «El problema es que no teníamos ni idea. Ni mi abuelo, Tomás Honorato, a quien no conocí, ni mi padre, otro Tomás Honorato, tenían experiencia en este terreno y por eso empezamos sin tener ni idea».
No había conocimiento, pero sí determinación. Aquel era un negocio seguro: crear instrumentos en una comunidad con más de quinientas bandas por todo el territorio no tenía fallo. Pero se llevaron una sorpresa. Sacaron el primer modelo —una copia de una trompeta que ya existía— y la gente lo despreció: «Los músicos miraban, veían que estaba hecho en Mislata, en València, y entonces pensaban que no valía. Uno tenía una fabricada en Chicago, otro llevaba una de París, y otro, una de Japón. Y, como es natural, pensaban que eran mejores que algo hecho aquí. Cualquiera que llega con una novedad, comparada con algo que está afianzado, tiene las de perder. Esa desconfianza nos obligó a luchar».
Vicente Honorato rememora los inicios mientras la mediana de sus tres hijos, Ángela, sentada a un par de metros, escucha una historia que ya conoce con un respeto que, a pesar de que guarda un silencio reverencial, es atronador. Su admiración llena toda la estancia. Porque aún estamos en los años, en la segunda mitad de la década de los ochenta, en los que el proyecto de su padre era una quimera. Pero aquel joven no estaba dispuesto a arrugarse y en la primera investigación invirtieron diez mil horas. «Nosotros hemos fracasado constantemente. Cada noche tenía que cerrar y cada mañana, mientras me duchaba, me preguntaba por qué. Por qué me tiene que echar por tierra quien no valora mi trabajo. Yo solo pedía que lo probaran y que me dijeran las virtudes que tuviera, si es que las tenía, y los defectos, que seguro que los tenía, y así podría crecer. Pero no».
Su fe era sólida pero no inquebrantable. «Al año y un poco más, estaba a punto de dejarlo, pero antes decidimos probar en Frankfurt. Antiguamente se hacía allí una feria — como las ferias que del juguete o la cerámica que se celebraban en València—, que era el escaparate mundial que existía entonces. Así podías acceder al industrial para distribuir. Fuimos allí y fue una explosión: lo que en España no valoraron, fuera lo evaluaban con respeto. Eso fue en 1985 o 1986 y pudimos comenzar a exportar nuestro producto a Francia. Eso, humildemente, nos alentó. Entonces éramos seis personas en la fábrica. Después llegamos a 45 y ahora mismo somos treinta, que no está mal».
Frankfurt fue la puerta de entrada a muchos mercados: Francia, Japón, Suiza… Más adelante, Estados Unidos. Y eso afianzó su fe. Ahí ya no había nadie que pudiera bajarle del caballo. Y en ese momento, en ese preciso instante, se vio en un cruce de caminos. Había llegado el momento de tomar una decisión: ¿Hacia dónde quería avanzar? «Teníamos que decidir quiénes queríamos ser. Tener personalidad propia o copiar lo que hacían otros. Y decidí bailar con la más fea. Mi conciencia no me permitía ser otro que no fuera yo porque hasta entonces todos se copiaban entre ellos, pero conciencia eso no me lo permite. Al principio me dejé llevar por los músicos, pero son muy conservadores y tiene pánico a cruzar las líneas hacia los espacios no conocidos. Se mueven por lo que han hecho otros y como quieren hacer lo mismo que los grandes músicos, utilizan el mismo material. Pero yo me levanté un día y decidí que no quería ser así. Entonces empecé a desarrollar a través de la investigación de una forma muy potente y muy intimista porque no todo el mundo no va a entender tu locura».
Hasta que se cruzó en su camino Maurice André, un virtuoso trompetista, lo más de lo más, que nació en 1933 y murió en 2012. El francés se atrevió a colaborar durante cinco años con Stomvi (de 1990 a 1994). «Entonces me di cuenta de que había espacios que no estaban pisados por otros, porque solo los había pisado él», apunta.
Aquella relación le abrió los ojos y le enriqueció de tal forma que Vicente Honorato ya no volvió a ser el mismo. Se había convertido en una persona más libre. Pero tardaron cerca de veinte años en meter la cabeza en España. Hasta entonces, aquel español que se partía la crisma por investigar y cuidar el producto como nadie solo encontraba puertas cerradas. «No es fácil cambiar la mentalidad de la gente. Es más fácil educar que reeducar», sostiene.
Pero entonces apareció un joven prodigio con una cabeza diferente. Venía de Venezuela y, al contrario que la mayoría, no quería ser como nadie, quería ser él, aspiraba a ser diferente, único. «Aquel chiquillo de veinte años y yo congeniamos de inmediato. Valoraba lo que yo hacía y empezamos a colaborar de una forma incondicional. Al principio vino una vez, al año siguiente vino dos veces, al otro vino cuatro, al siguiente ya fueron seis y el de después se casó con mi hija. Aquel chico era Pacho Flores…».
Pacho Flores es uno de los tres mejores trompetistas del momento. Un genio humilde que no se conformó con los límites conocidos sino que, con la osadía de un explorador, quiso saber hasta dónde más podía llegar. Ese punto diferencial se lo podía dar otro tipo de instrumento, algo que solo hacía un tipo extraordinariamente testarudo de Mislata.
Pacho concursó en los tres grandes certámenes que hay en el mundo en su especialidad. Vicente le dijo que no arriesgara, pero el músico le contestó que iba a ir con los instrumentos de Stomvi. Pacho ganó el Phillip Jones Smith, ganó el Maurice André y ganó el Cittá di Porcia. «Ganó los tres concursos y se acabaron los concursos. Me dijo que él no se iba a volver a examinar en la vida. Lo mismo que me dijo el escultor de Mislata Miquel Navarro el día que le pregunté por qué no tenía carnet de conducir. Me contestó que a él no le examinaba nadie».
Pacho tenía el talento y el conocimiento de su profesión, pero Vicente había refinado su oído como espectador y sabía trabajar con los instrumentos. Así que los dos podían criticar de manera constructiva el trabajo del otro. «Y bajo esa transparencia empezamos a trabajar. Él hizo una apuesta titánica. Nunca se acercó a lo que hacían otros y buscó espacios que estaban sin investigar. Fue un explorador que iba por la selva abriendo una senda. El inconveniente es que tienes que ir abriéndola; la gran ventaja, que llegas a donde nadie más ha llegado. Yo innové en lo que no es música, lo que se siente: el colorido, las sensaciones».
Vicente se eleva y empieza a exponer su filosofía. El artesano de las trompetas habla de que la música es un idioma que se utiliza para emocionar. «Si no lo hace, es ruido. La música es arte, es pintura en el aire, aunque es efímera. Solo queda tu sensación. Al principio pintábamos con ocho o diez colores, no había más. Nuestro reto fue crear una paleta de colores inmensa e incluso infinita. Se hizo una inversión. No vamos a interpretar la obra a favor del instrumento, sino el instrumento a favor de la obra. Cuando hay alegría pintamos con unos colores y cuando hay tristeza tenemos que pintar con otros. Pero hay infinidad de tonalidades de cada color. ¿Cuál elegimos? Fuimos haciendo instrumentos que son pinceles con colores diferentes».
Vicente y Pacho se complementaban, y juntos, cada uno con un remo, fueron avanzando por donde nadie había ido jamás. «Los instrumentos se desarrollan por tres principios: el material que utilizas, el estado que tienen y la forma. Es una fórmula universal, pero infinita. Y no la puede resolver un ordenador porque se basa en el gusto. Es como un perfume, al que cada uno le da un toque personal. Nosotros desarrollamos las trompetas y los fliscornos que habían caído en desuso. Desarrollamos la trompeta en todas las tonalidades y, con el tiempo, le incorporamos un cuarto pistón —una revolución—, que te da un rango más amplio en las posibilidades de interpretación. Eso no existía. Yo no conozco a nadie que vendiera trompetas con cuatro pistones. Aunque todo está inventado».
Vicente, convencido ya, y reconocido dentro y fuera de España a sus setenta años, se atreve con una afirmación rotunda: «Estos instrumentos van veinte o treinta años avanzados a su tiempo. Son Ferraris para los que no hay pilotos. Y no hay porque este cambio implica que hay que empezar de cero desde el conservatorio. Porque no puedes pilotar estos Ferrari con lo que ahora sabes; lo podrás hacer con otro conocimiento. Ese desarrollo se hizo con Pacho y ahora ya se combina la obra nueva con instrumentos nuevos».
Y Vicente, un hombre sin más formación que la de maestría industrial, ha conseguido la excelencia del mejor de los ingenieros. Pero, a diferencia de muchos de ellos, explica su obra, su legado, con las manos de un obrero: con las uñas rotas, llenas de grasa y las manos encallecidas. Unas manos melladas donde faltan un par de dedos que volaron en el fragor de una jornada laboral. «Yo me siento muy especial: todo el mundo tiene diez dedos y yo, ocho», bromea desacomplejado.
No tuvo la formación de un ingeniero y solo se considera un matricero que eligió «un camino lleno de agujeros». Pero en su educación le enseñaron a valerse por sí mismo. Primero en los Jesuitas, donde estudió, y después en casa. Porque cada tarde, cuando llegaba del colegio, lo mandaban al taller a ayudar. Y la segunda vez que preguntó cómo se hacía algo, su padre le respondió: «Apáñatelas».
Finalmente logró superar ese camino lleno de agujeros porque en casa se lo permitieron. Porque hubo una mujer, la madre de sus hijos, que aceptó esa locura de Vicente y le animó a continuar, en lugar de lamentarse y suplicarle una vida más cómoda. «Por eso tengo una mujer de hierro, que es la que tiene todo el mérito, porque en su día dijo que no le importaba, que continuara. Si ella, mi mujer, Mari Carmen, hubiera dicho que ya estaba bien, esto ahora no existiría. Es potentísima y ha sido el alma de esto. La nuestra es una familia matriarcal». Del mismo modo que, hace unos años, sentaron a los tres hijos y les hicieron una pregunta: «Hijos, ¿qué quéreis? ¿Queréis vivir en paz o tener un compromiso que no os va a dejar vivir en paz?». Y Vicent, que hoy tiene 42 años y es el comercial, Ángela, de 38 y responsable de las finanzas, y Paco, de 29, un verso libre que aporta la creatividad, respondieron lo mismo: Stomvi.
Por eso Vicente pasea por la fábrica que trasladaron a Xirivella y no cabe de orgullo. Dice que cada espacio está dedicado a un oficio y que Stomvi es como una hermandad de oficios que confluyen en un instrumento. Trompetas, cornetas, trompas y fliscornos hechos de latón (una aleación de zinc y cobre), cobres puros y plata. Y en esos rincones, por donde cuelgan carteles que piden al empleado que mantenga limpio su puesto de trabajo, trabajan hombres que entraron en la empresa hace muchos años. Como Rafa, que llegó con dieciséis al taller de joyería y cuarenta años después sigue con los Honorato.
De fondo se escucha el sonido de una radio. Suenan los pitidos de una hora en punto y una locutora empieza a dar las noticias. Ya hemos llegado al despacho de Vicente, donde hay viejos instrumentos cobrizos y, colgada de la pared, una hélice. «Es la hélice de un Bücker, un avión de doble ala. Es una de mis tres pasiones: la familia, la música y volar. Me encantan los aviones antiguos y desde hace años estoy en la Fundación Aérea de la Comunitat Valenciana».
Vicente Honorato es un hombre en paz consigo mismo. Y ahora, en el momento de cederle el timón a sus tres hijos, después de décadas de sufrimiento e incomprensión, puede sentarse en una mesa junto a un periodista y soltarle: «Yo empecé mirando lo que hacían los demás y ahora son los demás los que miran lo que yo hago. Lo que se ha desarrollado en Xirivella no se ha hecho en otro lugar del mundo. Ha sido una revolución».
* Lea el artículo íntegramente en el número 97 (noviembre 2022) de la revista Plaza