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La nave de los locos / OPINIÓN

Tarde memorable en Urgencias

El año no pudo empezar de peor manera: en las urgencias de un hospital alicantino. En una sala repleta de pacientes que tosían y vociferaban, presencié una pelea entre dos energúmenos. El espectáculo fue bochornoso. La policía tuvo que intervenir. Esto ocurrió sólo unas horas después del inicio del año, cuando todos nos deseábamos, con ingenuidad, mucho amor y mucha paz  

8/01/2018 - 

Pocas cosas hay tan efímeras en este mundo como los buenos deseos de Año Nuevo. Los mensajes azucarados de paz, amor y concordia, esa palabrería de contrabando tan habitual en los programas televisivos de la noche del 31 de diciembre, tienen siempre una fecha temprana de caducidad, coincidente con el final de estas odiosas fiestas. Acabada la tregua de Navidad, todo vuelve a su orden natural, y la realidad pasa, inexorablemente, por encima de nuestras cabezas.

Este año me desperté pronto de las ilusiones engañosas que trae la Navidad. El día 1 acompañé a un familiar a las urgencias de un hospital público de un municipio turístico de la provincia de Alicante. En un día como este, festividad de San Manuel, lo último que te apetece es ir a las urgencias de un hospital sabiendo lo que esto implica: una larguísima espera con un final incierto.

Cuando todavía muchos borrachos no se habían recogido de la jarana de la Nochevieja, nosotros entrábamos en Urgencias a las tres y media de la tarde. La sala estaba ya llena. Por ya sabido, no me extenderé en los pacientes que aguardaban a ser llamados. Sobresalían en número los matrimonios de edad avanzada; los había españoles pero también ingleses. También vi a padres acompañando a sus niños pequeños y a algún joven con cara de no haber dormido.

Nos iban llamando para lo que en estos sitios se llama triaje, que consiste en determinar la gravedad de cada paciente. A mi familiar no lo vieron grave, así que nos advirtieron de que la espera podía durar cuatro o cinco horas (al final sólo fueron dos horas y media). “Hay urgencias más vitales”, nos dijeron. No dejaban de llegar ambulancias. Había que armarse de paciencia. Yo, para matar el tiempo, me había traído un libro. Quería leer algunos cuentos deliciosamente procaces del Decamerón, pero me resultaba muy difícil concentrarme porque el ruido que hacía la gente era insoportable. Aquello no parecía un centro sanitario sino una sala de fiestas o una plaza de toros. Es triste constatar que ni en los hospitales se cumplen las normas. El respeto al silencio, en atención a los enfermos, debería ser una de ellas.

No era el único que pretendía leer en la sala; a mi espalda había otro hombre, mayor que yo, que manejaba un libro electrónico. Éramos dos bichos raros en una sala en la que la mayoría de los pacientes tenían las narices pegadas a sus móviles. Los niños no eran una excepción; también jugaban con sus pantallitas endemoniadas. Al comprarles estos cacharros, sus padres los harán desgraciados aun sin quererlo.

El azar nos juega malas pasadas

Como en la vida no hay nada que podamos dar por seguro ni cierto, y el azar nos juega malas pasadas con demasiada frecuencia, la tarde trajo una sorpresa desagradable. Estaba yo intentando leer uno de los relatos del gran Boccaccio cuando oí un ruido que me sobresaltó. Muy cerca de mí, dos hombres se habían enzarzado en una pelea hasta acabar en el suelo. El motivo de la disputa no quedó claro. Después, uno de los camorristas dijo que todo había sido por un empujón. Como es notorio, hoy te pueden quitar la vida por un cruce de miradas o un fugaz encontronazo. Nunca ha dejado de ser peligroso andar por el mundo.

Alguien con buena voluntad intentó separar a los dos hombres pero ellos pretendían seguir la pelea. Para evitar males mayores, cogí a mi familiar y lo aparté del jaleo. Los padres hicieron lo mismo con sus hijos. Los que observábamos la trifulca nos refugiamos en los rincones de la sala por temor a que alguno de los violentos nos repartiera algún sopapo. Seguían gritando como locos. Una mujer, esposa al parecer de uno de los pendencieros, insultaba al otro y pateaba el móvil del segundo, que lo había perdido en el forcejeo. Después llegó una pareja de vigilantes e intentó poner orden situándose entre los dos energúmenos. Uno se encontraba en el exterior y el otro permanecía dentro de la sala. Con las puertas abiertas, ambos se amenazaban con gestos y prometían seguir la gresca después. “Me quedo con tu cara, hijo de puta”, se decían en un castellano tosco.

Da grima mezclarse con cierta gentuza

Muy cerca de mí, dos hombres se enzarzaron en una pelea hasta acabar en el suelo de una sala de Urgencias. Para evitar mayores cogí a mi familiar y lo aparté del jaleo

Entretanto, un padre pedía calma a todos por respeto a los niños que estaban presenciando la escena. Por un momento habían dejado de mirar las pantallitas que los entontecen. Un joven alto, que se cubría con una gorra como la que llevan los yanquis en los partidos de béisbol, jaleaba a uno de los matones. “¿Por qué no le revientan la cabeza a ese hijo de puta”?”. Los vigilantes frenaban al que estaba en la sala para que no saliese a agarrar al otro. El espectáculo era vergonzoso. Alguien pidió que llamasen a la policía. Y yo reflexionaba: “¿En qué habían quedado las bellas proclamas de amor y fraternidad de la Navidad? ¿Acaso ya nadie se acordaba de la capa y las buenas palabras de Ramón García?”.

Entonces llamaron a mi familiar por el altavoz y entramos en un box. Nos atendió una médico residente. Fue correcta y diligente con nosotros. A sus espaldas había un cartel con un lazo amarillo dibujado que decía: “Contra las agresiones a los sanitarios, tolerancia cero”. Dado lo visto, pensé que trabajar en Urgencias debe de ser un trabajo de riesgo. Días después leí que los sanitarios dispondrán de alarmas para prevenir ataques físicos y verbales de pacientes malhumorados. 

Una espera en un pasillo con enfermos en camillas

Mientras esperábamos en un pasillo con enfermos en camillas, vi entrar a uno de los protagonistas de la pelea. Iba acompañado por un policía local y un vigilante. Un médico le entregó un informe; lo cogió satisfecho, como si antes no hubiera ocurrido nada. Tal vez su satisfacción se debía a que el informe recogía las posibles heridas causadas por el otro hombre, razón suficiente para ir a un juzgado y presentar una denuncia.

No acababa de salir el camorrista cuando entró por la misma puerta un joven con los ojos en blanco, que se arrastraba agarrándose a los brazos de una joven que lloraba y a un hombre maduro. La joven desconsolada debía de ser su pareja. A los médicos les dijo que el muchacho se había tomado medio tarro de pastillas. El motivo había sido que habían discutido. Lo metieron en un box y le hicieron un lavado de estómago.

A mí el hecho de haber presenciado una pelea y después la llegada de un hombre que  había intentado suicidarse me había provocado un fuerte dolor de cabeza. Necesitaba salir de aquel lugar y que me diese el aire. Pero debíamos esperar a que nos diesen el informe con el alta, lo que tardó más de la cuenta.

Al salir del hospital era noche cerrada. Podían ser las ocho de la tarde. Cuando fui a buscar el coche, un hombre me miró con mala cara. Su mirada me inquietó y aceleré el paso. No quería aparecer en las páginas de sucesos al día siguiente. El año había comenzado de manera accidentada. Y hoy cruzo los dedos para que no sea un adelanto de lo malo que está por llegar.

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