VALÈNCIA. Descubrimos al director noruego Joachim Trier hace unos años gracias a Oslo, 31 de agosto (2011), su segunda película. Sin duda, se trataba de una voz diferente y personal dentro de un panorama demasiado homogéneo. Un autor capaz de crear atmósferas absorbentes y tensas y de retratar los problemas de los personajes de una forma muy compleja y sensitiva. En su siguiente película, El amor es más fuertes que las bombas (2015) pecó quizás de pretenciosidad, intentó abarcar demasiadas cosas, hilvanar muchos conceptos a través de una trama demasiado enrevesada y se le terminó yendo todo ese complicado puzle de las manos.
Ahora en Thelma vuelve a tratar una buena cantidad de temas, como suele ser habitual en él, pero en esta ocasión se encuentran articulados a través de un sólido dispositivo narrativo que le sirve al director para jugar con las expectativas del relato en todo momento y configurar así un cuento sobre la represión y la culpa que se transforma poco a poco en una historia de terror psicológico que se introduce en los límites del cine fantástico.
Thelma (Eili Harboe) es una joven que se traslada a vivir al campus de la universidad para cursar sus estudios. Al principio se presenta como una chica tímida e inadaptada, marcada por la estricta educación cristiana que ha recibido de su familia.
Sus padres la llaman todos los días para saber cómo está, y lo que podría pasar por un comportamiento completamente normal, parece sugerir una fuente de incomodidad constante en la protagonista. También tienen acceso a sus redes sociales y a sus horarios de clase, lo cuál termina por convertir la relación en más extraña y tóxica todavía. Hay severidad y distancia entre ellos y Thelma se debate entre la necesidad de rebelarse frente a las ataduras y lanzarse a la experimentación que conlleva la vida universitaria. Sin embargo, el complejo de culpa cristiana la paraliza cada vez que intenta o desea romper con los límites prestablecidos. Comenzará a tener ataques epilépticos. ¿Están relacionados con la presión que sufre? ¿Quizás porque se siente atraída por una compañera de estudios, Anja (Kaya Wilkins)?
Joachim Trier nos adentra en la compleja interioridad de su protagonista, pero no llegamos a conocerlo en toda su dimensión. Siempre hay un velo de secretos y enigmas que parecen empañarlo para que no alcancemos a comprender hasta dónde llega su bloqueo, su ansiedad, hasta dónde alcanza ese trauma que se encuentra agazapado en su interior en estado latente. Las visiones oscuras de Thelma poco a poco se irán apoderando del relato.
La película de Trier presenta no pocos paralelismos con otra cinta reciente de iniciación como es Crudo (2016), de Julia Ducournau. En ellas, las protagonistas por primera vez se separan de sus progenitores que de alguna manera han intentado protegerlas, reconduciendo sus instintos a través de una serie de valores impuestos, en este caso el cristianismo como forma de represión. Sin embargo, en el proceso de autodescubrimiento que ambas inician, terminarán por rebelar su verdadera naturaleza que había sido silenciada.
Ambas además utilizan la realidad como punto de anclaje para sumergirse en el terreno del fantástico. Crudo a través del canibalismo y Thelma por medio de los poderes parapsicológicos y la telekinesis destructiva. Las dos protagonistas son dos chicas que comienzan a experimentar, que se muestran frágiles pero que en realidad son tremendamente poderosas. El cuerpo y su transformación también se convierte en una parte fundamental del proceso. En Crudo el cambio físico se convierte en uno de los pilares de la narración y en Thelma la metamorfosis se produce desde un nivel más perceptivo.
Joachim Trier consigue componer una película de imágenes profundamente magnéticas que combinan a la perfección con los sonidos de una banda sonora electrónica (compuesta por Ola Fløttum) tan sugerente como abstracta. Al fin y al cabo, la intención del director es introducirnos en el retorcido paisaje mental de la protagonista. Y lo hace a ritmo de thriller pausado y gélido. Si en anteriores ocasiones se le había acusado al director de enfatizar e intensificar demasiado ciertas emociones, aquí se encarga de ponerlas bajo cero.
En realidad, Thelma gira sobre el peligro que supone que nuestros más oscuros deseos se puedan hacer realidad y el peso en la conciencia que eso llega a acarrear. ¿Qué hacer cuando tenemos miedo de nosotros mismos?
El director va dosificando la información poco a poco, de forma que el relato parece transformarse a cada momento. Del drama de inadaptación estudiantil, se pasa a la reflexión existencial a través de cuestiones metafísicas, de la película en torno a las relaciones paterno-filiales nos adentramos en una fábula macabra sobre el descubrimiento de la identidad, y del romance sobrenatural, viajamos a lo más oscuro del subconsciente, a un paisaje etéreo donde los malos instintos se hacen realidad.
El director ha reconocido como fuentes de inspiración Carrie (1976) de Brian de Palma y La zona muerta (1983), de David Cronenberg. Pero Thelma está dotada de una fuerte personalidad independiente de cualquier tipo de referencia. Su paisaje e imaginería visual resultan absorbentes, con esa naturaleza siempre latente, con la presencia constante de escenas oníricas, con el parpadeo lumínico de la sesión para provocar la epilepsia, las luces de la discoteca… elementos que parecen querer transportar al espectador un estado de trance.