El valenciano Ramón Alfonso desmenuza en el libro ‘American Odyssey’ la figura del creador de la saga ‘Star Wars’
VALÈNCIA. El 15 de diciembre llega a las pantallas españolas Star Wars: Episodio VIII - Los últimos Jedi (Star Wars: The Last Jedi, Rian Johnson, 2017), la nueva entrega de una saga galáctica que, a base de precuelas, spin-offs y apéndices animados (por no hablar de adaptaciones al cómic o videojuegos) amenaza con mantener su presencia en el imaginario colectivo eternamente. La compra de Lucasfilm por parte de Disney en 2012 reactivó la producción de nuevos capítulos de la franquicia, que continúa generando suculentos beneficios económicos y goza de una atención inaudita por parte de los medios. Mientras la gallina siga poniendo huevos de oro, nadie está dispuesto a cortarle la cabeza, aunque el principal responsable de que hoy todo el mundo conozca a Darth Vader, Luke Skywalker o Han Solo hace tiempo que se mantiene al margen de lo que sucede con sus criaturas. A sus 73 años, George Lucas es un venerable jubilado que observa los toros desde la barrera. Lo que ve no parece gustarle demasiado, pero tiene los cuatro mil millones de dólares que le abonó Disney para consolarse. Y su nombre no deja de ser reivindicado por multitud de seguidores de Star Wars que no le olvidan.
Prueba de ello es la aparición simultánea en nuestro país de dos libros centrados en su figura. Por un lado, George Lucas. Una vida, extenso volumen biográfico (casi 700 páginas) escrito por Brian Jay Jones y aparecido en inglés en diciembre de 2016, que ha sido traducido con puntualidad al castellano por Reservoir Books. Por otro, George Lucas. American Odyssey, editado por Dolmen y firmado por el crítico e historiador cinematográfico valenciano Ramón Alfonso, que lo presenta esta misma tarde en la Fnac. Más allá de la trayectoria vital y cinematográfica del personaje retratado, el autor ofrece una mirada amplia al contexto en el que Lucas se formó como cineasta, un momento crucial en el que Hollywood está a punto de cambiar por un instante para volver a ser el mismo de siempre. El texto de Alfonso, caracterizado por una prosa exuberante y alambicada, repleta de oraciones subordinadas y generosa en adjetivación, expone también en profundidad las circunstancias que rodearon cada proyecto del puntilloso director y productor, ofrece un detallado análisis de su filmografía y, como no podía ser de otro modo, dedica abundante espacio al universo Star Wars.
No es fácil enfrentarse a Lucas, un cineasta al que difícilmente se puede observar desde la equidistancia. Sus defensores, más allá de los fans recalcitrantes de su space opera, le reivindican como un creador total, que presta atención a todos y cada uno de los aspectos de su obra y que ha sido capaz de construir un espectacular mundo de fantasía donde también se vuelcan obsesiones personales y cuestiones de carácter íntimo (Alfonso, por ejemplo, no duda en afirmar que sus películas contienen elementos biográficos). Sin embargo, no son pocos quienes le echan las culpas de casi todos los males que aquejan al cine contemporáneo, y no son pocos. En ese sentido, el prólogo del libro, obra de Carlos Marañón (Cinemanía), parece escrito a la defensiva. Quizá con razón, todo hay que decirlo, porque las consecuencias que tuvo en la industria el fenómeno Star Wars llegan hasta nuestros días, y no todas han sido positivas. Suya es la culpa, sin ir más lejos, de la infantilización de la ciencia ficción cinematográfica. Después de títulos como 2001: Una odisea espacial (2001: A Space Odyssey, Stanley Kubrick, 1968) o Solaris (Solyaris, Andrei Tarkovski, 1972), y de un periodo en que el género adquiría conciencia ecológica y social gracias a títulos como Naves misteriosas (Silent Running, Douglas Trumbull, 1972) o Cuando el destino nos alcance (Soylent Green, Richard Fleischer, 1973), La guerra de las galaxias (1977) reivindicaba de nuevo su esencia pulp enfrentando de manera maniquea el bien y el mal, cediendo el protagonismo a los efectos especiales, apelando a una mística más que dudosa y reproduciendo roles arquetípicos que parecían cosa del pasado.
Paradójicamente, Lucas había inaugurado su filmografía en largo con THX 1138 (1971), un curioso ejemplo de ciencia ficción distópica, inspirado en las pesadillas futuristas de escritores como George Orwell, Aldous Huxley o Yevgueni Zamiatin, que fue un sonoro fracaso en taquilla. Aprendió pronto que no debía permitirse otro, y su segunda película ya le situó entre los cineastas más importantes de su generación, aunque no tuvo una génesis sencilla. American Graffiti (1973) cambiaba el futuro por el pasado, el espacio abstracto por uno muy concreto (Modesto, en California, localidad natal de Lucas) y la asepsia emocional por una mirada cómplice y amable. Aunque debió lidiar con numerosos problemas para levantar el proyecto, una vez llegó a las pantallas cosechó un éxito rotundo. No solo en taquilla, donde el film funcionó a la perfección (incluso su banda sonora se convirtió en superventas), sino en el entorno de la industria, ya que logró varias nominaciones al Oscar, entre ellas las de mejor director y mejor película. No obtuvo ninguno, pero sí un Globo de Oro, el Leopardo de Bronce en Locarno y varios premios otorgados por diferentes asociaciones de la crítica. Había llegado para quedarse.
Una de las claves del posterior triunfo de Star Wars sería la misma de American Graffiti: la nostalgia. La segunda película de Lucas estaba ambientada en el verano de 1962 y protagonizada por cuatro muchachos que deben afrontar el paso a la madurez, ya sea ingresando en la Universidad o alistándose para luchar en Vietnam. El fin de la inocencia a ritmo de rock and roll de los años cincuenta. Una comedia agridulce restringida a un arco temporal de una sola noche en la que Lucas proyecta una mirada inocente (incluso ingenua), probablemente porque es producto de una idealización de sus propios años de juventud, una época de encrucijadas vitales que pueden convertirse en oportunidades perdidas. Un momento, también, de afrontar cara a cara los mitos y descubrir que el modo de preservarlos es mantener su aura de misterio. Elementos que reaparecen en la obra cumbre de su carrera, que de algún modo es otro monumento a la nostalgia, en este caso por los seriales fantásticos y el cine clásico de aventuras, piratas y espadachines. Cuando los directores del llamado Nuevo Hollywood estaban tratando de cambiar las estructuras de la industria y de introducir temáticas argumentales hasta entonces ignoradas por los grandes estudios, que conectaban el cine con el presente del país, Lucas y su amigo Steven Spielberg abogaron por un regreso al modelo anterior. No es extraño que En busca del arca perdida (Riders of the Lost Ark, 1981), una cinta de inequívoco sabor retro, estuviera producida por el primero y dirigida por el segundo.
Ambos están considerados también los inventores del blockbuster tal y como lo conocemos hoy en día, aunque hay que otorgar el mérito en solitario a Lucas en lo que concierne a su condición de pionero en el terreno de la explotación de un film mediante el merchandising. Star Wars inauguró una era en la que importan tanto los personajes como la posibilidad de convertirlos en juguete. Una nueva muestra de infantilización que, en todo caso, ha generado pingües beneficios, y que se extiende a figuras de acción, prendas de ropa, modelos a escala y cualquier forma de comercialización imaginable. La película concebida como catálogo publicitario. El cine y sus derivados, como bien de consumo en una sociedad donde la cultura se rige por las leyes de mercado capitalistas. Paul Schrader, guionista de Taxi Driver, dijo que “La guerra de las galaxias fue la película que devoró el corazón y el alma de Hollywood, al crear la mentalidad del cómic de gran presupuesto”. La frase la recoge Peter Biskind en Moteros tranquilos, toros salvajes, imprescindible volumen sobre el Nuevo Hollywood donde Lucas y Spielberg no salen bien parados. Aunque, para ser justos, el acta oficial de defunción del efímero movimiento la firmó Michael Cimino en 1980, al convertir La puerta del cielo (Heaven’s Gate) en un fiasco económico de tales dimensiones que hizo replegarse a la industria de manera definitiva y cortó las alas de raíz a las ínfulas artísticas de la joven generación de directores que había aspirado a convertirse en alternativa contracultural.
Precisamente Cimino es el protagonista de otro libro de reciente publicación: Las puertas de América. Editado por Cine Ultramundo y coordinado por Miguel Díaz González, se trata del primer volumen dedicado al cineasta en nuestro país. Otro personaje controvertido al que esta vez se aproximan diversos autores que ofrecen también puntos de vista complementarios. Abundante en material gráfico y textos adicionales, ofrece un retrato poliédrico de un director enfrentado al sistema con frecuencia, un héroe caído que no encuentra otra solución a los conflictos que el individualismo, y cuya carrera pasó de la gloria al fracaso en pocos años, los que separan El cazador (The Deer Hunter, 1978), con la que ganó el Oscar al mejor director, de la ya citada La puerta del cielo, que dilapidó todo el crédito obtenido. Como el de Lucas y Spielberg, el cine de Michael Cimino parece añorar el sistema de los grandes estudios, aunque su carácter perfeccionista y caprichoso seguramente hubiera chocado con el de los poderosos magnates de la edad de oro de Hollywood.
Como el volumen de Ramón Alfonso sobre George Lucas, el libro dedicado a Cimino destaca por su minuciosidad, hasta el punto de dedicar un largo capítulo a las bandas sonoras de sus films y otro a la enumeración de todos y cada uno de los proyectos que nunca llegó a realizar. Además, y es uno de sus mayores atractivos, contiene también una entrevista con el director, realizada por Sofía Carlota Rodríguez, que habló con él en 1990, cuando el cineasta visitó Madrid para presentar 37 horas desesperadas (Desperate Hours, 1990). No es una conversación particularmente extensa, pero tiene el valor de dar voz directamente al protagonista del libro, un personaje polémico que aseguraba no hacer películas políticas, pero trazó una particular historia de Estados Unidos a través de su filmografía. También como American Odyssey, el volumen carece de índice que lo convierta en obra de consulta, pero de algún modo ambos se complementan, al posar la mirada desde diferentes ángulos en una época muy concreta del cine norteamericano, en la que tanto Cimino como Lucas jugaron un papel decisivo, aunque cada uno tomó un camino muy diferente tras saborear las mieles del éxito.
Podría decirse que Cimino se lanzó al vacío y pagó las consecuencias, mientras que Lucas prefirió mantenerse en su zona de confort. El responsable de El cazador optó por arriesgar y cayó en desgracia. De hecho, nunca volvió a levantar cabeza, pese a que desde algunos sectores de la crítica se destaca Manhattan Sur (Year of the Dragon, 1985) de entre su producción posterior, probablemente porque el resto de títulos que rodó a duras penas entran en la categoría de films fallidos (y así lo reconocen los autores del libro). Lucas, en cambio, siempre jugó sobre seguro. Primero, al elaborar un cuento espacial como Star Wars, que recogía elementos argumentales de La fortaleza escondida (Kakushi toride no san-akunin, Akira Kurosawa, 1958), tomaba préstamos de los clásicos (C3PO no anda lejos de Maria, la androide femenina de Metrópolis) y vampirizaba el universo fantástico de los cómics de Jean-Claude Mézières y Pierre Christin. Después, convirtiendo esa aventura inicial en una trilogía que supervisó como productor. Y, finalmente, poniéndose de nuevo tras la cámara para confeccionar otro terceto de películas que transcurrían en época precedente.
Quizá ese haya sido su único error: Traicionarse a sí mismo y a los millones de fans de la serie. ¡Cómo olvidar al insufrible Jar Jar Binks! ¿Pero es eso lo que hizo realmente? La gran frustración de Lucas es que esa legión de seguidores no haya entendido su intención de continuar expandiendo la saga. Cuando se estrenó Star Wars: Episodio VII – El despertar de la Fuerza (Star Wars: Episode VII - The Force Awakens, J.J. Abrams, 2015), declaró: “Creo que la película le va a encantar a los fans. Es básicamente la clase de obra que han estado buscando”. ¿Y qué clase obra era esa? Pues, en esencia, un remake de La guerra de las galaxias. Un film que no se aparta un ápice de la mitología asumida por el fandom, incapaz de aportar novedad alguna o de asumir el mínimo riesgo (¿otra Estrella de la Muerte? ¿En serio?). Una celebración pirotécnica destinada a un público conformista, perezoso y acomodado. Quizá fracasó en el intento, pero Lucas, al menos, trató de ofrecer algo diferente, y el público lo rechazó. Previo paso por taquilla, eso sí, porque cada nuevo capítulo siguió batiendo el récord Guinness de recaudación. Luego, claro, las redes sociales ardían. ¿Y sí, al final, resulta que, a su manera, también ha sido un inconformista? Quizá la respuesta llegue en los próximo años, ya que asegura no haberse retirado y estar interesado en volver al cine experimental que realizó en sus primeros cortos. Mientras se decide, nada mejor para zambullirse en su contradictorio mundo que el libro escrito por Ramón Alfonso, que resuelve de manera convincente la difícil encrucijada de conjugar la visión del fan con la del crítico.