Juan Raro —Odd John en el original— ha nacido de madre y padre humanos, y sin embargo él no lo es. El personaje de la novela homónima (traducida por Carlos Peralta y Susana Ligones) del genial Olaf Stapledon es, como en otra de sus fabulosas historias, Sirio, un prodigio de la inteligencia. Pero mientras que Sirio era un perro con una inteligencia de nivel humano aunque de naturaleza canina, Juan Raro es el siguiente paso en la evolución humana, si no dos más: tras un embarazo mucho más largo de lo normal, la criatura, de ojos enormes, pelo blanco, manos demasiado largas y cuerpo delgado y fibroso como de araña, demostró capacidades intelectuales inalcanzables para ningún ser humano, aprendiendo idiomas en cuestión de horas, así como prácticamente cualquier materia técnica o de estudio. Si Juan necesitaba saber de finanzas, de navegación o de combustión nuclear, en unos días sabía todo lo que se podía saber. Sus proezas físicas, pese a su aspecto, tampoco se quedaban atrás: buscando desde pequeño sacar todo el partido a su cuerpo, lo había llevado al límite en multitud de ocasiones.
La historia de Juan Raro es la de una búsqueda: la de su lugar en un mundo del que no forma parte, dominado por una especie estúpida e hiperdestructiva que no puede siquiera soñar con comprenderlo, pues el pensamiento y emociones de Juan ocurren en un espacio experiencial por encima de lo humano. Juan, Juan Raro, no sabe cuál debe ser su legado. Una vez manifestadas sus más sorprendentes habilidades tras una epifanía en un retiro extremo en las Highlands, podría tratar de gobernar a escala planetaria, o bien buscar a otros como él y fundar una micronación en los mares del Sur que trabajase para desarrollar lo que solo ellas y ellos, portentos de una especie escondida dentro de otra especie, pueden idear y materializar antes de la aniquilación inevitable.
“Hablas —dijo— como si el odio fuese siempre racional, o justo. Si quieres comprender la Europa moderna y el mundo, debes tener en cuenta distintos factores, algo relacionados entre sí. Primero, la necesidad casi universal de odiar algo, con razón o sin ella, descargar en él nuestro propio mal, y luego destruirlo. Los espíritus enfermizos necesitan de ese odio. Odian así a sus vecinos, sus mujeres, sus maridos, sus hijos, o sus padres. Pero se exaltan sobre todo odiando a los extranjeros. Al fin y al cabo, una nación es, principalmente, una sociedad fundada para odiar a los extranjeros, una especie de club del odio. El segundo factor es el evidente desorden de la economía. Los poderosos tratan de gobernar el mundo para su propio beneficio. Hasta no hace mucho lo consiguieron, pero ahora la situación se les está es capando de las manos. El caos en que vivimos tiene esa raíz. Los pobres, naturalmente, odian a los ricos que han creado este caos y no pueden salir de él. Los ricos tienen miedo, y por el mismo motivo odian a los pobres.
La gente no entiende que si el odio no fuese una necesidad profunda, el problema social sería, por lo menos, enfrentado con inteligencia”. Stapledon es uno de esos autores que nos hacen olvidar que tras una voz superhumana como la de Juan Raro en esta cita, hay una persona real, del mismo modo que Lem creó su Golem XIV de tal manera que cuesta no sentirse ante un ser superior, al margen de que la inteligencia de Lem fuese superior, algo de lo que no cabe duda. Ambos autores, además, comparten otra característica esencial: Juan Raro se publicó en mil novecientos treinta y cinco, y sin embargo, si se escribiese y publicase a día de hoy, salvo por alguna referencia concreta, parecería un libro tremendamente actual tanto por el tono como por la temática, por la forma de entender el presente y de proyectar la mirada al futuro. A través de Juan Raro, el filósofo Stapledon ubica las preguntas clave en el lugar indicado, una habilidad auténticamente extraordinaria que es el verdadero motor del conocimiento a todos los niveles, y que en muchas ocasiones conduce a fugaces utopías como la que termina de un modo glorioso nada más comenzar esta historia, y también en la última página, en uno de los finales más honestos y mejor conseguidos del los que uno ha podido leer.