un cucurucho para el frío

Un cuento de castañas

Cada otoño brotan en las esquinas de algunas de las principales avenidas de esta y otras ciudades puestos ambulantes de castañas asadas. Su infraestructura es un brasero, una mesita y la tradición (y la paciencia)

| 19/11/2021 | 6 min, 25 seg

Para poner un puesto de castañas en la vía pública no hace falta mucho: dos copias de la instancia general, el pago de la cuota de autónomos, el DNI, la póliza de seguro de responsabilidad civil y que bajen las temperaturas hasta que a los viandantes les apetezca comer un cucurucho de castañas o una mazorca de maíz asada.

Bueno, también es necesaria cierta cantidad de voluntad. Para soportar el frío cuando el rostro se aleja de la fuente de calor, para aguantar el calor cuando hace uno de esos días primaverales en pleno diciembre, y los adornos navideños de las tiendas son un despropósito de plástico y brillo, de plástico y luces, de plástico y vida efímera. En verdad todo lo es. El tiempo que tardan en degradarse los polímeros es un poco menos efímero. Y bastante más pernicioso para el medioambiente.  

Otro elemento: la resistencia a la indiferencia. ¿Cuántas caras ve al día un castañero? ¿Cuántas personas pasan a su lado, borrosas por el humo que desprende el brasero, y no reparan en él? 

Los captadores de socios de oenegés o las comerciales —estudiantes sin un euro, con el fingido entusiasmo de un teletubbi— al menos se llevan un “no”. No apadrinar un árbol, a contratar ochocientos canales de televisión, a una compañía telefonía que promete honradez, pero es la filial de una empresa evil con directivos que pasaron por el Congreso y se llevaron titulares que los tildaron de déspotas.

Una persona me dijo que el único comercial bueno es el comercial muerto, pero estos chiquillos —los de las oenegés y los canales deportivos que retransmiten buzkashi, el deporte nacional de Afganistán— lo que están es matándose por parecer graciosillos, bienintencionados y motivados por un puñado de datos personales. 

Los comerciales se llevan un “no”. El señor o señora de las castañas solo se lleva la indiferencia. El peor de los desprecios. El ghosting en público. En cierto modo, lo que el periodista Guillermo Abril llama irrelevantes: los que no importan dentro de una época que va más rápido que lo que tardan las castañas en asarse.  

Castañeras y castañeros

La historia no empieza con esta castañera de las fotos tomadas por Estrella Jover, sino su homóloga de Madrid. Una homóloga. Otra mujer con un trabajo del que saca unos pocos euros y que compagina con una miscelánea de tareas: limpiar pisos, cuidar ancianos, echar una mano en la cocina de un bareto de barrio, cruzar los dedos para llegar. Llegar a lo básico, a la oferta en el supermercado, a la subida de la luz.

La castañera tenía una edad incierta, más próxima a la jubilación que a los madrugones con fines laborales. 

Fue cerca del teatro Valle-Inclán (plaza de Lavapiés) donde la conocí. Homenajeando al ingenio de Ramón María del Valle-Inclán, todo era un esperpento —ella, yo, la plaza, el mes, la temperatura—. El esperpento es aquello de lo que Valle-Inclán dijo que «esta modalidad consiste en buscar el lado cómico en lo trágico de la vida»

La segunda acepción de “esperpento” que recoge la RAE explica que es el «género literario creado por Ramón del Valle-Inclán, escritor español de la generación del 98, en el que se deforma la realidad, recargando sus rasgos grotescos, sometiendo a una elaboración muy personal el lenguaje coloquial y desgarrado».

Todos los días, cuando yo corría al metro para llegar tarde a trabajar en una agencia de publicidad que era —ya no es, la fagocitó un grupo de comunicación más grande y más hostil— salfumán para la creatividad y el individuo —¿acaso hay alguna que no lo sea?—, nos saludábamos, la castañera y yo. Nunca le pregunté su nombre. La veía pertrechada con sus guantes de goma, la sartén con agujeros y un gorro de tejido sintético y bolitas hasta donde empiezan los párpados. No tuve la deferencia de preguntarle su nombre. 

Cuando volvía del trabajo seguía allí, más encorvada, pálida y hasta las narices quemadas por el humo y la precariedad. 

Un día en el que la primavera empezaba a maullar y a la temporada le quedaban dos tardes —Madrid se salva y nos salva en ese corto mes del año, antes de la canícula— me regaló un cucurucho con las últimas castañas, las que nadie había querido. La verdad es que yo necesitaba más una cerveza que unas castañas, que fue de lo poco que la Fiscalía de Tasas no controló durante el racionamiento de la guerra civil y la posguerra, pero las acepté con toda la docilidad que se puede después de diez horas escribiendo textos para banners. 

Le agradecí el regalo. Subí a mi piso —un cuarto sin ascensor— arrastrando los pies por las escaleras. Esas escaleras de madera sin barnizar que tiene la capital. Que crujen, que están arañadas y echan maldiciones. Cogí un jarrón de cristal con marcas de cal y desidia e introduje el cucurucho como si fuera un ramo y la castañera un elenco agradecido a su directora de escena. 

Al día siguiente no había castañera. 

La teoría de la castaña 

El fruto de la castaña viene del árbol del género de la Castanea. Estos árboles «almacenan su energía para la futura planta en forma de almidón, no de aceite. por eso las castañas se suelen cocinar del todo y tienen una textura harinosa», cuenta Harold McGee en La cocina y los alimentos. «Antes de la llegada de la patata y el maíz del Nuevo Mundo, las castañas eran un alimento de subsistencia importantísimo en las regiones montañosas y las zonas agrícolas marginales de Italia y Francia».

«Debido a su alto contenido inicial de humedad, las castañas son muy perecederas. Lo mejor es guardarlas tapadas y refrigeradas, y deben consumirse cuanto antes. Sin embargo, si están recién recogidas, hay que curarlas a temperatura ambiente durante unos días. Esto mejora el sabor porque permite que algo del almidón se transforme en azúcar antes de que se detenga el metabolismo de las células», explica McGee. 

Hasta que se realizaron excavaciones arqueológicas, se creía que el castaño había llegado a Europa desde Oriente a Europa en la época romana; pero se encontraron indicios de que desde el fin del Terciario existían castaños ancestrales en Europa. En España, las comunidades donde el cultivo del castaño tiene mayor importancia son Asturias, Galicia, Cataluña y Castilla-León. Por esos lares la castañada no se realiza, pero en Catalunya, en la noche del 31 al 1 de noviembre se hinchan a este fruto. 

Ayer fui a hablar con la castañera de las fotos y tampoco estaba en su esquina. 

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