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València celebra el centenario de la estación del norte

Una estación, cinco novelistas, cien años

9/09/2017 - 

VALÈNCIA. 13 de agosto de 1923. El tren expreso de Madrid llega a la Estación del Norte de València, inaugurada apenas seis años antes. La crónica de El Imparcial relata como “al entrar el tren en los andenes, una compañía del regimiento de Mallorca, con bandera y música, tributó los honores acordados”. Autoridades y personalidades de la vida pública valenciana se hallan a las puertas del edificio junto a la familia de un finado que viaja en ese tren: Joaquín Sorolla. Clotilde, su viuda, llora. El féretro es sacado a hombros por miembros de la familia y Mariano Benlliure se dirige al gentío allí presente. Reclama que se trate al féretro de Sorolla como a “una gloria nacional”. Una comitiva sale de la estación. Julio de 1925. Un tren de madera llega a la Estación del Norte. No hay bandas de música ni gentío para recibir a los viajeros. Del tren desciende un joven escritor estadounidense. Se llama Ernest Hemingway. Viene de Pamplona, donde ha corrido en los encierros de San Fermín. En València, pocos días después, en esa misma ciudad a la que ha entrado por el edificio de Demetrio Ribes, comenzará a redactar su primera novela, Fiesta. Mandará una carta a su padre con una frase nítida: “Tengo 60.000 palabras”. Doce años después, 1937; la estación tiene 20 años. La Guerra Civil está desangrando España. Hemingway está en el país. Las bombas de los aviones italianos fascistas caen sobre la ciudad, sobre las vías, dentro de la estrategia del terror y el pragmatismo militar de cortar las comunicaciones de los centros de poder. La guerra también pasó por aquí.

“Es otoño, es noviembre, y hace frío”, relata Miguel Herráez. “Estamos en los años setenta. Llovizna. Mi personaje está bajo las marquesinas de la puerta principal de la Estación del Norte, a la derecha del reloj. Por la espalda le llega el ruido de los trenes y los avisos de partida de los altavoces, el trasiego de gente que entra y sale. Ha quedado con otro compañero de instituto para pasarle un fardo de apuntes de la asignatura Formación del Espíritu Nacional. Tienen un examen pronto. Observa, allí quieto, a la espera, el edificio de enfrente, el de La Unión y el Fénix Español. Le parece hermoso. Dos policías de paisano, en los que no había reparado, se le aproximan y le preguntan qué hay en esa bolsa Adidas. La abren y ven los apuntes. Uno dice: ‘Esto es propaganda subversiva; trata de política’. Y se lo llevan a la comisaría de Fernando el Católico. Esto pasaba en aquella València”, explica. Es una ficción, forma parte de una novela inédita, pero tiene un escenario real, un edificio que se ha convertido en uno de los corazones del cap i casal. El escenario contribuye a dar forma la anécdota. El espacio es un personaje más. 

Foto: KIKE TABERNER.

Este viernes el alcalde de València, Joan Ribó, junto al presidente de ADIF, Juan Bravo, y el subdelegado del Gobierno, José Vicente Herrera, participó en un acto de celebración por el centenario de la estación. Un cumpleaños que llega con regalo bajo el brazo. Los 6,5 millones de euros que se invertirán en la reforma del edificio entre 2019 y 2022 constituyen el presente que ADIF ha dado uno de los edificios señeros de la ciudad, cumbre del modernismo. Calificada como Monumento Histórico Artístico en 1961 y declarada en 1983 como Bien de Interés Cultural, la estación creada por el arquitecto Ribes y a la que contribuyeron artistas como José Mongrell (que diseño los panales de la fachada), los hermanos Maumejean (que interpretaron el mosaico veneciano) o Muñoz Dueñas (que creó la decoración cerámica del café) constituye uno de los lugares más transitados de la ciudad con más de 11 millones de pasajeros al año; o lo que es lo mismo, más de 30.000 personas al día.

 “Para alguien que se dedica a la creación la Estación del Norte es un festín”, comenta Xavier Aliaga. El periodista y escritor valenciano pasa por ella todos los días, adonde llega desde Xàtiva para trabajar en València. Para él es un lugar especial por su diversidad humana, “dónde se cruzan las miradas, dónde ves a la gente llegar, marchar, ves sus maletas, quién va a trabajar, quién va a estudiar, te imaginas las vidas de la gente… Pero, sobre todo, es una especie de monumento viviente; no sólo por la manera en la que la gente pasa por ahí, sino también por todo lo que contiene. A pesar de las veces que la hayas visto, siempre que la contemplas con una mirada atenta encontrarás un motivo, algo que no habías visto de su arquitectura, un rincón que te sorprende”. No es de extrañar, pues, que, como confiesa Herráez, haya ocasiones en las que un escritor la recorra sólo por estar cerca de esa vida. Él lo hace. Va y mira. Ve la vida. Ve la obra de arte. 

Una singularidad a la que se unen las emociones personales de cada uno. Así la poeta, narradora y cantautora Carolina Otero, contempla la Estación del Norte también como algo vivo, como un ser. “En el papel juego a las genealogías: la estación de tren es la hermana mayor del aeropuerto –ambos, lugares en tránsito–, sólo que la primera no quiso alas. En ella, summum del espacio, nada se sabe del tiempo: hemos ido y venido, su recio hierro permanece, ¿y nuestros deseos? Recuerdo que aquí recogí a Christof y sus ojos de glaciar, perdí un AVE y lloré mucho porque en Madrid nacía Aitana, regresé una vez con las botas empapadas desde Xàtiva por evitar conducir en la tormenta y al tocar un muro dije ¡mare!. En el hall, el ojo del reloj –capricho del espacio, no del tiempo– que tal vez mirara un día Machado, allá en el 37, pensando en la guerra y en Guiomar”. Los que han pasado, los que pasan, los que pasarán.

De su personalidad da fe la novelista valenciana Carmen Amoraga, quien dice que cuando reflexiona sobre ella, sobre el lugar, lo ve como algo más que un significante: como un significado. “Si pienso en la estación del Norte yo ni pienso en viajes. O sí. Pienso en el viaje. En ese viaje que inicias sin darte cuenta; ése del que te desvías cuando menos cuenta de das y al que intentas volver cuando comprendes que te has perdido. Para mí, ese viaje, es el de la Literatura, el de la escritura. Lo inicié sin saber por qué y me perdí sin saber cómo cuando nació mi primera hija. Todo mi pensamiento era para ella, toda mi energía, toda mi capacidad de concentración. Era feliz con ella, pero era infeliz con todo lo demás porque para mí, escribir, es la distancia más corta entre estar bien y no estarlo. No sabía cómo volver. Hasta una tarde en la que acompañé a Alicia Giménez Barltett a coger un tren a la Estación del Norte. Antes de subirse, dimos un paseo. A las dos nos gustan los trenes. A ella porque su padre había sido ferroviario; a mí, porque nos ganábamos la vida en una cantina de estación. Acabamos ahí, en un bar. Nos tomamos un chupito de güisqui y yo le confesé que estaba tan abducida por la maternidad que no tenía tiempo para nada más. Ella me miró como si me faltase un tornillo y me dijo: ‘Ay, ¿es que tú no sabes que vivir también es escribir?’ Y allí, en esa barra, en esa estación, de esa forma tan extraña, tan fácil, conseguí comprar por fin ese billete de vuelta hacia la escritura”. Tras esa conversación, retomó la escritura y redactó El tiempo mientras tanto con la que logró ser finalista del Planeta. 

Testigo de la historia y de la intrahistoria, puerta de entrada a la ciudad y camino de salida, el carácter simbólico de la Estación del Norte es el que ha hecho de ella un punto de encuentro más allá incluso de su función práctica. Así, Alberto Torres Blandina, rememora con simpatía como veía a tribus urbanas como los emos reunirse allí los fines de semana. “Gente que en su pueblo no puede disfrazarse de gótico, que es lo que le gusta, o no puede ser abiertamente homosexual, o cualquier otra tribu urbana, allí, en la estación, encuentran la libertad para ser ellos mismos”, comenta. “Eso hace que sea un espacio de libertad”, añade. “Para mí, que soy de Sagunto, la estación era la puerta a la capital, a València”. Y confiesa: “Me encantan estos no lugares que se dice, espacios de paso. Allí, por ejemplo, si vas solo, nadie sabe quién eres y puedes inventarte lo que quieras. Mi novela Cosas que nunca ocurrieron en Tokyo transcurre en un aeropuerto porque es un lugar en el que creo que cada persona puede ser libre, ser lo que es, dejarse llevar por sus deseos más que por las realidades”. Un amor con el que viajó, con el gastaba bromas, convive en sus recuerdos con esa idea de que ese edificio no es sólo arquitectura e ingeniería: es, además de todo eso, un lugar donde poder ser nosotros mismos.

A la espera de que llegue algún día su esperada hermana, la estación de Portela, la Estación del Norte ha logrado ser, como las mejores estaciones, una de las mejores cartas de presentación de la ciudad, un punto de encuentro, un espacio vivo cuya onomástica fue celebrada con una placa conmemorativa colocada en el vestíbulo por la Federación de amigos del ferrocarril de la Comunidad Valenciana. Es un recordatorio a estos cien años, a este siglo lleno de millones de historias. La vida misma. Pura vida.

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