Ciudadanos está haciendo todo lo posible, desde hace más de un año, por ubicarse en la derecha del tablero político. Adquirir pedigree conservador y hacerse acreedor de la confianza de los votantes tradicionales del PP. Todo con el objetivo de obtener el ansiado premio, apuesta estratégica de Albert Rivera: ser el nuevo PP. Lograr la hegemonía en una derecha más escindida que nunca.
Sin embargo, les guste o no (y está claro que al menos a Albert Rivera no le gusta), Ciudadanos se ubica en el centro del tablero. De las tres opciones de derechas, es la menos conservadora (al menos, en el plano de los derechos sociales) y la más moderna. Junto con los partidos nacionalistas, es el único que puede funcionar eficazmente con pactos a su izquierda y su derecha.
El problema, para Rivera, es que esto implica consolidarse como "partido bisagra". Y eso, en España, con el sistema electoral y la tradición política que tenemos, supone verse fagocitado por los grandes partidos. Que Ciudadanos acabe como el CDS de Adolfo Suárez, igual que Podemos puede acabar como acabó Izquierda Unida o el PCE cada vez que pactaba con los socialistas: en los huesos.
Sin embargo, la apuesta de Rivera conlleva dos serios problemas para llegar a buen puerto, esto es: para sustituir al PP. El primero, que Ciudadanos no ha logrado superar al PP, ni en las Generales, ni en las Autonómicas en ninguna comunidad autónoma, ni en las Municipales, ni en las Europeas... En ningún sitio, salvo en las ya lejanas elecciones catalanas de 2017. La noche electoral del 28 de abril, en la que Ciudadanos se quedó a un punto del PP (tanto en España como en la Comunidad Valenciana), fue un espejismo inducido. Un espejismo, porque las elecciones de mayo demostraron que el PP comenzaba a recuperar posiciones, a costa de sus socios de tripartito. Inducido, porque fue Albert Rivera quien se proclamó a sí mismo como "Líder de la oposición". Una vez más, y cada vez va a peor, Albert Rivera confundió sus deseos con la realidad.