Ciudad santa para las tres grandes religiones monoteístas, 3,5 millones de turistas y peregrinos recorren cada año las calles empedradas de la ciudad vieja de Jerusalén, declarada Patrimonio de la Humanidad
20/08/2016 -
VALENCIA. Caminar por la ciudad vieja de Jerusalén es una abrumadora lección de historia. En pocos rincones del planeta se percibe mayor misticismo que entre sus muros de piedra blanca. En el transcurso de una mañana se puede presenciar cómo los cristianos se emocionan ante el sepulcro de Jesús y el lugar exacto de la crucifixión, a musulmanes que acuden a la llamada del muecín en la explanada de las mezquitas y, por supuesto, cómo cientos de judíos rezan ante el Muro de las Lamentaciones. Una experiencia sensorial y espiritual de la que cada año toman parte cerca de 3,5 millones de turistas y peregrinos. El Muro de las Lamentaciones, la Iglesia del Santo Sepulcro, la Explanada de las Mezquitas y la Cúpula de la Roca...
La densidad de lugares imperdibles sólo dentro de la ciudad sagrada es interminable. Por ello, antes de lanzarse sin más a explorar la ciudad conquistada por el rey David y proclamada capital de Israel alrededor del año 1.000 a. C. es aconsejable pasar por el Museo de Israel para preparar la inmersión en su compleja historia.
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Allí se exhibe una espectacular maqueta de 230 metros cuadrados que reproduce con enorme detalle el estado de la antigua Jerusalén en el periodo del Segundo Templo, antes de su destrucción por los romanos en el año 70 de nuestra era. Este lugar, levantado sobre el sitio en el que Salomón edificó el primer templo en el 950 a. C., es el epicentro de la espiritualidad del pueblo judío.
Al margen de esa maqueta, el centro es de obligada visita porque acoge los Manuscritos del Mar Muerto, unos textos religiosos anteriores al Nuevo Testamento que fueron hallados de manera fortuita por pastores beduinos hace apenas seis décadas en Qumrán. El diseño del museo como centro cultural es impecable. El arquitecto Alfred Mansfeld no dejó ni un detalle al azar y toda la disposición del edificio se adapta al contenido que se exhibe en cada sala, desde la recreación de las cuevas del desierto donde fueron hallados los objetos en exhibición hasta la cúpula que cubre la sala principal.
La panorámica más célebre de la antigua Jerusalén se consigue desde el Monte de los Olivos, justo frente a la montaña amesetada sobre la que se construyó el Primer Templo. El refulgir del Santuario de la Roca capta toda la atención. Bajo esta cubierta de construcción y culto musulmanes se encuentra la roca fundacional, sagrada para musulmanes y judíos. Según la tradición judía, se trata del lugar en el que Abraham ofreció el sacrificio de su hijo Isaac. Para los islámicos, es el punto en el que el Corán sitúa el ascenso de Mahoma a los cielos. Visible en un extremo de la muralla actual, construida durante la etapa
de los turcos otomanos, se erige la famosa mezquita de Al-Aqsa, otro de los edificios más sagrados del Islam junto a la Cúpula de la Roca en la conocida como Explanada de las Mezquitas.
Para explorar más de cerca la belleza del Santuario de la Roca, una vez dentro de la ciudad antigua, conviene tener en cuenta las colas que se forman por las estrictas normas de acceso que impone la seguridad israelí. El acceso a la explanada se realiza desde el lado judío, uno de los cuatro barrios en los que se divide la ciudad antigua. Los visitantes entran por una pasarela elevada junto al Muro de las Lamentaciones y a horas concretas que suelen ir de las 7.30 a las 10.30 y de 12.30 a 13.30.
El lugar ha sido escenario de varios atentados, por lo que hay que estar preparado para la presencia constante de militares armados y los minuciosos controles de seguridad. Es necesario llevar siempre el pasaporte o, al menos, una copia del mismo. Una vez arriba, la tranquilidad que se respira en la plaza contrasta con los cacheos y los arcos de seguridad. El acceso a las mezquitas está restringido a los no musulmanes, pero se puede dar un agradable paseo por los jardines y admirar de cerca el resplandor de la cúpula dorada y la maravillosa fachada de azulejos del Santuario de la Roca, uno de los monumentos más fotografiados del mundo.
De regreso al barrio judío, resulta inevitable detenerse a admirar el trasiego y los rituales de los fieles ante el Muro de las Lamentaciones (Kotel). Sin duda este es, junto a la tumba del rey David, el punto de mayor éxtasis espiritual para los judíos. Esta enorme pared constituye el costado oeste del que en su día fue el Primer Templo de Jerusalén hacia el que los judíos dirigen sus oraciones por ser el más cercano a la roca del sacrificio de Isaac.
Cualquiera puede acercarse hasta el muro, tocarlo o dejar entre sus grietas algún papel con un deseo. A los visitantes sólo se les exige que se cubran la cabeza con la kipá, igual que en sinagogas y en otros lugares de culto. Hombres y mujeres oran en zonas separadas, pero el Gobierno ha anunciado la creación de una zona de rezo mixta. Los fieles no ponen inconveniente a que les hagan fotos de forma discreta excepto en shabat, día de descanso para el judaísmo en el que está absolutamente prohibido.
La mejor forma de orientarse por los cuatro barrios de la ciudad vieja (judío, musulmán, armenio y cristiano) es tomar como referencia las siete puertas de la muralla de 4 kilómetros que la rodea. Las más conocidas son la de Damasco, que da acceso a la bulliciosa zona musulmana, y la de Jaffa, junto a la Torre de David y la más utilizada para acceder desde la ciudad moderna. En esta puerta se sitúa uno de los accesos a la muralla, que se puede recorrer en dos tramos y es una buena alternativa para obtener una perspectiva distinta de los diferentes barrios.
Sólo en el barrio cristiano hay más de cuarenta iglesias y monasterios. Sobre todas ellas destaca la del Santo Sepulcro, la más importante de la cristiandad por marcar el lugar de la crucifixión, muerte y resurrección de Jesús según la tradición cristiana. Su distribución interior no responde a la de una Iglesia convencional, ya que en realidad es la superposición de diferentes estructuras que se han ido construyendo a lo largo de los siglos. Una disposición en cierto modo laberíntica, las muestras de fervor de cientos de fieles que la recorren a cualquier hora y el humo de los cirios que flota en el ambiente crean una ensoñación sobrecogedora.
Del bullicio musulmán al letargo judío
En su interior se ubican las cinco últimas estaciones de la Vía Dolorosa, el camino que los peregrinos transitan para recrear la pasión de Jesús hacia el calvario. La piedra de la Unción, el Sepulcro o la Cripta de la Cruz son algunas de ellas. Las primeras estaciones del Vía Crucis transcurren por las calles del que hoy en día es el barrio musulmán, el más grande de la ciudad vieja. Su ambiente es idéntico al que se respira en el corazón de cualquier ciudad musulmana, dominada por zocos y tiendas de especias, y es el rincón más animado dentro de la ciudad vieja.
Fuera ya de los muros de la ciudad histórica, en la ciudad nueva también aguardan rincones que merece la pena descubrir. La zona más interesante y concurrida por la juventud local se ubica entre las calles de Ben Yehuda (peatonalizada) y Agripas. Junto a esta última se encuentra una de las paradas ineludibles en la ciudad: el mercado de Mahane Yehuda. Dominado durante la jornada por los puestos de frutas, aceitunas, quesos, frutos secos y otros productos locales como los dulces a base de halva (pasta de tahina), al atardecer se transforma en una suerte de mercado gourmet con alternativas para cenar que van desde los sencillos falafel (pasta de garbanzo frita) o shawarma (mezcla de carne de cordero y verduras envuelta en pan árabe) hasta opciones más sofisticadas en alguno de los bares de moda.
Esa transformación ocurre cada día con la excepción de los sábados, el shabat o día de descanso para los judíos. Observar cómo la ciudad se ralentiza cada viernes tras la puesta de sol hasta quedar absolutamente paralizada es uno de los recuerdos más impactantes que el viajero se lleva de Jerusalén. Nada funciona durante estas 24 horas de letargo y recogimiento. Todos los comercios cierran, el transporte público deja de funcionar y apenas circulan vehículos. Los barrios ortodoxos incluso cortan las calles a la circulación.
Los judíos tienen prohibido ejercer ninguna actividad que implique ‘crear’ algo. No se pueden accionar aparatos eléctricos ni prender fuego para cocinar. Tampoco coger los ascensores, que funcionan en modo shabat (con paradas automáticas en todas las plantas) para evitar tener que pulsar los botones. Absolutamente todas las máquinas, hasta los secadores de manos de los baños públicos, dejan de funcionar hasta el anochecer del sábado, momento en el que Jerusalén retoma el ritmo propio de una de las ciudades más vibrantes del planeta.
(Este artículo se publicó originalmente en el número de abril de Plaza)
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