Más de tres décadas de carrera contemplan a uno de los jazzman valencianos más internacionales, un músico polifacético que ha extendido sus intereses desde la fusión de sonidos, presidida por un acento inequívocamente mediterráneo, hasta el mundo del arte visual
VALÈNCIA. Para Ximo Tébar (València, 1963), la música jazz es, esencialmente, fusión. Una forma de absorber todos los sonidos que circularon a su alrededor desde que era un crío, expandirlos y viajar con ellos a latitudes lejanas. Tanto mental como físicamente. Leyendas del género, como Benny Golson, George Benson o Lou Bennett, hablaron maravillas de él. Su historia está íntimamente ligada al desarrollo y la proyección del jazz en València, la ciudad de garitos tan emblemáticos como Tres Tristes Tigres, Perdido Club, Black Note o Jimmy Glass, tierra de músicos virtuosos. Su discografía es un amplio caleidoscopio. Y una incontable colección de premios y reconocimientos. La vida es, para él, puro jazz. Y el jazz es su vida.
Con más de tres décadas de carrera, alrededor de una veintena de discos y giras acumuladas por todo el planeta, Tébar echa la vista atrás desde su experiencia actual como docente en la UCLA (Universidad de California), bajo dirección de Herbie Hancock y Kenny Burrell, y se sacude los rigores de la pandemia —la misma que cortocircuitó la presentación de Brazilian Jazz Project, su última aventura— con la presentación de Infinity Art, una singular forma de coleccionismo de arte modular —con piezas de Luis Lonjedo, Ortifus, Rebeca Plana o Inma Liñana— que ha impulsado, y que ha pasado ya por Madrid y València. Para nosotros, es una excusa como cualquier otra para repasar con él toda su carrera.
— El proyecto Infinity Art, presentado en Ifema en abril de 2021 y luego en El Corte Inglés en València durante mayo, está compuesto por piezas de arte (pintura) coleccionable e interactivo. ¿Cómo surge? Dices que nace de tu afición por la geometría y por la fragmentación, algo típico de la música hoy en día, ya que casi nadie escucha discos completos.
— Durante doce años estuve llevando una dirección artística sobre músicas del mundo y arte moderno en el IVAM, y conviví con artistas visuales valencianos e internacionales. Estaba familiarizado. Y este proyecto fue sencillo porque todos estuvieron encantados; me asesoré bien. Además, mi pareja es Rebeca Plana, pintora de arte abstracto, y me di cuenta de que el hábito de consumo actual de la música no ha llegado al arte: una propuesta de arte como Spotify no la hay. ¿Por qué no puede un amante del arte llevarse una parte de una obra a su casa?
— ¿Te condiciona esa forma tan fragmentaria de consumir, como creador?
— No, yo los discos los sigo concibiendo como algo conceptual. Nunca me he planteado sacar canciones sueltas. Es verdad que una sola pieza, el Adagio, sigue siendo lo que más se consume de El Concierto de Aranjuez, y que el mercado sí que permite la compra de canciones sueltas. Pero mis discos no van por ahí.
Ximo Tébar aprendió con solo siete años a tocar la guitarra. Curiosamente, flamenco. Antes incluso que jazz. Quizá ahí ya empiece a explicarse su versatilidad como músico. La que le llevó, años más tarde, a absorber sonoridades brasileñas, africanas, progresivas, navideñas o de la llamada world music, y a erigirse en creador de la patente del Son Mediterráneo, etiqueta acorde con el disco que lo consagró, en los noventa.
— ¿En qué momento tienes claro que lo tuyo es la música? ¿A los siete años?
— En mi familia no había tradición de músicos. A mi madre le gustaba escuchar buena música, pero nada más. Tuve la suerte de que en el Simca 1000 de mi padre sonaban Ray Conniff o Henry Mancini, música sudamericana, brasileña... y además, como era un niño nervioso, que se comía las uñas, me pusieron un instrumento en la mano: primero un xilófono, que rompí a la primera, y luego una guitarra, a la que le cogí el gusto. Mis padres me apoyaron siempre, se volcaron. No tenían estudios, pero eran mucho más modernos que otros muchos padres de hoy en día. Me pusieron un profesor.
«el jazz no deja de ser una música minoritaria, salvo con algunos como george benson, gregory porter o chick corea»
— ¿Aprendiste antes flamenco que jazz?
— Sí, por casualidad. Uno de los clientes de mi padre, que se dedicaba al negocio de los coches, era Juan Fernández, el Chufa, guitarrista de la generación de Paco de Lucía y Manolo Sanlúcar. Hizo un trueque: si me enseñaba a tocar la guitarra, él le hacía sus trabajitos en el coche. Y me vino muy bien, porque en el flamenco lo más importante es el ritmo. Y la técnica. Como en el jazz. Aunque sean lenguajes diferentes. Por eso no me costó pasarme al jazz, gracias a los discos de Al Jarreau, George Benson, John Coltrane o Spyro Gyra, cuando tenía ya diez o doce años. El jazz fusión, que muchas veces los eruditos consideraban un sacrilegio. Son músicas que también te pueden llevar a la pureza, ojo, aunque te hagan conocer otros sonidos por el camino.
En una entrega de Jazz entre amigos, el histórico programa de televisión que Juan Claudio Cifuentes, Cifu, conducía en TVE entre finales de los años ochenta y principios de los noventa, Ximo Tébar le confesaba al histórico divulgador que València era cuna de grandes jazzmen, pero faltaban locales y proyección. Era 1989. La suya, como la de tantos, es también —en cierto modo— una lucha contra los elementos.
— ¿Es València una buena plaza para un músico de jazz? ¿Lo fue para ti? ¿Cómo lo ves ahora? En Jazz entre amigos, en 1989, le decías a Cifu que había muchos músicos, pero pocos locales.
— A finales de los ochenta València era el bastión del be bop. Antes estaban en España Tete Montoliu y Pedro Iturralde, y muy poco más. Carlos Gonzálbez también en València, que fue el maestro de todos nosotros. O Pegasus o Iceberg en el jazz fusión. Poco más. Gracias a gente como los críticos Antonio Vergara o Federico García Herráiz, a València se la consideró bastión del be bop. Catalunya era el jazz de vanguardia y Madrid el jazz de fusión, el más binario. Y eso fue bueno, porque tocar be bop te formaba; es lo que te permite ser un músico completo y versátil, que te puedas defender con ese dominio de la técnica, ya sea con un grupo de pop o con una orquesta. Estaba el Perdido en Russafa, o Barro y Caballo en el barrio del Carmen. Había muchos músicos. Luego empezó Black Note, y más tarde el Jimmy Glass.
—Ya que has mencionado a los críticos Vergara y García Herráiz: ellos te criticaban mucho por ser tan de fusión.
—Me ponían a caldo cuando sacaba los teclados [risas]. A todo el mundo le gusta que le hagan críticas buenas. Pero cuando te dicen lo que debes hacer, para mí pierde ese rigor. Pero guardo con mucho cariño todas aquellas críticas. Tuve muy buena relación con los dos. De aprecio y de respeto. Pero no estaba de acuerdo con su concepto del jazz, en el que nada que viniera detrás de Ben Webster (1909–1973) valía la pena. Ya ni te digo cómo ponían a Pat Metheny en su época eléctrica. Pero les tengo que agradecer mucho a ambos. Reconocían mi poderío musical y me regalaban discos que también sirvieron para formarme. Eso sí, también te tengo que decir que a otros músicos más inseguros que yo les afectó mucho más esta clase de críticas. Perjudicaron sus carreras.
— ¿Cómo crees que ha cambiado el panorama del jazz, en general, desde que tú empezaste, allá por los años ochenta, hasta ahora? ¿Hay el mismo interés por parte del público?
— Yo creo que el interés es el mismo. No deja de ser una música minoritaria, salvo con algunos artistas como George Benson, Gregory Porter o Chick Corea, que han conseguido hacer algún hit. Canciones concretas que hacen que un artista se proyecte a un nivel de estrella. Pero sin llegar nunca a nada parecido a un Bruce Springsteen o a un Michael Jackson, por supuesto. Hasta en EEUU, el jazz es minoritario: he vivido en Nueva York y se nota. Pero hay dos elementos fundamentales desde los ochenta, tanto aquí como allí. El primero, que la situación social es distinta: en los ochenta había llegado el partido socialista y España se abrió culturalmente, se empezó a destinar presupuesto y dinero a la cultura, y eso nos permitió hacer muchas giras y evolucionar de una forma espectacular a todos los músicos de mi generación. Incluso fuera de España, tocando en otros países. Y no éramos muchos. Ahora, la cultura se ve como prescindible, las infraestructuras se mueren del asco porque no hay contenido, y a eso se le suma que en estos treinta años se han sucedido nuevas hornadas, con lo que, si antes había cien, ahora hay cien mil músicos. Si el circuito está desierto, antes incluso de la pandemia, y hay mil veces más músicos, pues imagínate. Antes yo podía estar un mes entero en el Jamboree de Barcelona; ahora ya es la hostia si tengo dos días seguidos. Que lo entiendo también, hay muchos artistas con discos muy buenos. Todo ha ido a peor en gestión cultural. Y eso imposibilita que los músicos salgan, por mucho que haya más y mejores.
— ¿Con qué músico te quedarías, de entre todos aquellos con quienes has colaborado?
— Lou Bennett y Jorge Pardo. Tuve la suerte de tocar en sus bandas durante años. También toqué con Tete Montoliu, pero no tuve una relación tan cercana. Hice largas giras con ellos. Un mes entero en el Jamboree de Barcelona con Lou Bennett, por ejemplo. Dos semanas también en Madrid, alternando el Café Central y el Clamores. Eso te forma. Te da un bagaje espectacular. Con Bennett aprendí la esencia del jazz y del blues. Y con Pardo descubrí la gran fusión de nuestras músicas. Primero, dominar el be bop. Y luego, no darle la espalda a nuestra tradición. Un músico tiene que buscar su propio sonido, y para eso no puedes darle la espalda a lo que has oído toda la vida en tu entorno. Me abrió la mente.
El giro multinacional, la autogestión y la vuelta a la esencia
Lo cuenta José Pruñonosa en su libro Ximo Tébar. La guitarra del jazz mediterráneo (Piles, 2016): la travesía multinacional del jazzman valenciano en los años noventa, cuando ya era un nombre más que consolidado, estuvo repleta de vaivenes y desencuentros. Eso le condujo a enfilar los 2000 desde la autogestión, con la creación de su propio sello, Omix. Que es Ximo escrito al revés.
— La discográfica Warner te ficha, a mitad de los noventa. Allí editas tu álbum más popular, Son Mediterráneo, en 1995. Cuentas en el libro de José Pruñonosa que el sello te quería asignar nada menos que a Morcheeba como productores, pero tú te negaste porque querías a Michel Camilo. No aceptaste, sufriste y acabaste saliendo del sello y montando el tuyo propio, Omix Records.
— Pues fui idiota. Joven. Inmaduro. Si me lo propusieran ahora, hubiera dicho que sí. No me arrepiento, pero debería haberle hecho caso a la multinacional. Yo era un poco talibán con lo mío en aquel momento. Y hubiera sido la hostia la proyección con Morcheeba. Pero yo no lo valoraba. Para mí era música electrónica que desestimaba, y lo cierto es que eran musicazos. Es lo que tiene la juventud.
— Luego llega Omix, tu sello.
— Sí, Warner quería, obviamente, músicos que les generasen ventas. Por eso proponían a Morcheeba. Yo no quería que nadie me tocara mi arte. Pero claro, luego ellos están en su derecho, si les dices que no, de no apoyarte con la misma fuerza. El artista Ximo Tébar se quedó en un limbo, y empecé a tener problemas para hacer el siguiente disco. Pasaron un par de años en los que lo pasé mal; tenía un potencial creativo que no me estaban dejando sacar. Les propuse rescindir mi contrato y monté mi propio sello para poder editar lo que quisiera y como quisiera.
— ¿De cuál de tus casi veinte discos, sin contar en los que apareces como colaborador, estás más orgulloso?
— De Son Mediterráneo (WEA, 1995). Antes había hecho dos o tres discos ya apuntando en la búsqueda de ese sonido, como Anís del gnomo, en 1990. Pero lo conseguí con aquel disco. Y fíjate, te voy a confesar una cosa: me dio una proyección tremenda a nivel internacional, aunque sea minoritario, porque no tiene ningún corte que pueda sonar en Los 40 Principales, pero esa repercusión a nivel de crítica especializada, que estuvo entre los cien mejores discos de la década en la lista de algunas revistas especializadas europeas, eso me generó el contrato con Warner, pero luego tuve tanta satisfacción de haber conseguido eso que me desencanté, me despisté tras el mareo de la discográfica, del que te contaba, y empecé a hacer cosas que también estaban muy bien, pero perdí esa chispa y esa esencia. Que tampoco digo que fueran churros los discos que hice luego, nunca creo haber hecho ni uno. Al irme luego a Nueva York aún rompí más, cuando descubrí lo que se estaba creando en el underground de la ciudad, lo que yo llamaba jazz manga, que era algo muy estridente. Discos como Eclipse (Omix, 2006) Steps (Omix, 2008), el que hice luego sobre Erik Satie, Celebrating Erik Satie (Omix, 2009), discos de jazz progresivo… y tiré por ahí, pero con Son Mediterráneo (WEA, 1995) es con el que conseguí redondear todo lo que yo había estado investigando, aprendiendo y experimentando desde que decidí ser músico de jazz y buscar mi propio sonido. Y a esa esencia volví luego con discos más recientes como Soleo (Warner, 2015) o Con alma & United (Warner, 2016). Ahí ya estoy vertiendo toda mi experiencia de todas mis épocas anteriores. Que todas te enriquecen, al fin y al cabo.
* Este artículo se publicó originalmente en el número 80 (junio 2021) de la revista Plaza