En 1976, la BBC creó un hito televisivo al convertir la novela de Robert Graves en una serie que hizo de la intriga y la traición su gran tema argumental
VALÈNCIA.- Para todo aquel que piense que las luchas por el poder y la impunidad para lograrlo son cosa de series modernas como Juego de tronos o House of Cards, solamente decirle una cosa: Yo, Claudio. A mediados de la década de los años setenta del siglo XX, la BBC se atrevió con una serie poblada por individuos dispuestos a todo con tal de perpetuar un reinado o apoderarse de un imperio.
Basada en la novela homónima del novelista Robert Graves, Yo, Claudio mostró algo que hasta entonces nunca se había filtrado en los hogares a través de la pequeña pantalla. Una buena dosis de traiciones, asesinatos e incesto, por cortesía de unos personajes que fueron reales, aunque en algunos casos la historia ha terminado por demostrar que en realidad no estaban tan chalados como creemos. Todos ellos acabaron protagonizando uno de los grandes dramas históricos de la ficción televisiva.
Estaba narrada en primera persona por el emperador Tiberio Claudio César Augusto Germánico, un tipo al que muchos tomaron por un perfecto idiota por su absoluta falta de maldad y por su tartamudez. La serie, fiel al texto de Graves, comienza con él escribiendo sus memorias ya en su vejez, siendo aún emperador de Roma. O sea, que de tonto nada.
Claudio, que ejerció como historiador, sobrevivió a muchos de sus parientes por el simple hecho de parecer idiota, es decir, por no aspirar al trono que acabó regentando. Sus recuerdos nos conducen al pasado, al comienzo de una historia que ríete tú de Frank y Claire Underwood. Porque uno de los primeros personajes que aparecen en escena es Livia Drusila, abuela de Claudio, esposa del emperador Tiberio. Una mujer letal que envenenará a todo aquel que se interponga en sus planes para manejar los hilos del poder, familiares cercanos incluidos. En la antigua Roma, ser madre, marido o hermano de un poderoso era una profesión de alto riesgo. Mejor no pensar en la suerte que podían correr los cuñados.
A lo largo de sus 12 capítulos, la serie, que inicialmente fue recibida con pésimas críticas por parte de la crítica inglesa, acabó convirtiéndose en un éxito de audiencia. Al año siguiente de su estreno se llevó varios premios BAFTA y su prestigio hizo que se emitiera en un canal de cable en Estados Unidos. Porque un detalle que la hacía especial —además de unos diálogos brillantes y unas tramas llenas de intrigas y desmanes— era la presencia del sexo. Una presencia sin precedentes, con una tímida tendencia al destape —los esclavos y las bailarinas lo propiciaban— y alusiones veladas y no tan veladas al libertinaje sexual que incluían guiños a la homosexualidad y la sodomía.
Este componente rijoso hizo que la serie tuviese un eco muy particular en nuestro querido país, donde llegó no mucho después de su estreno en Inglaterra. Franco llevaba poco tiempo muerto. Una de las primeras señales altas y claras de que algo empezaba a cambiar para bien fueron series como Hombre rico, hombre pobre, El aventurero Simplicíssimus o Yo, Claudio. Series en las que el sexo aparecía de forma evidente de manera más o menos gráfica.
Yo, Claudio hizo que la audiencia se pegara al televisor cada lunes por la noche, seducida por el descaro de toda aquella retahíla de personajes que mataba con una ausencia de remordimiento que nosotros, tan reprimiditos, observábamos boquiabiertos. Y entonces llegó aquella escena brutal en la que el emperador Calígula se superaba a sí mismo. Después de declararle la guerra al dios Neptuno y regresar de la contienda con un botín de caracolas marinas; de haber ridiculizado a sus tropas imponiendo la frase «bésame, Tito» como santo y seña en las guardias, Calígula no tuvo mejor idea que casarse con su propia hermana, dejarla embarazada para después sacarle el feto y comérselo. La escena de esta aberración fue filmada pero no se vio en la versión final del capítulo. Los espectadores tuvieron que imaginarse aquel horror. John Hurt (que encarnaba a Calígula) se hizo famoso gracias a ese episodio que demostró aquello de que la familia puede ser perjudicial para la salud, sin necesidad de esperar a la cena de Nochebuena para comprobarlo.
Yo, Claudio era un drama shakespiriano en toda regla, pero adolecía de una puesta en escena algo limitada. La falta de presupuesto imposibilitó la filmación en exteriores. La acción transcurría en palacio o en terrazas y jardines que olían a cartón piedra. El maquillaje y las pelucas, empezando por la de Derek Jacobi (Claudio) no los querrían hoy ni en una fiesta de drags. A cambio, los diálogos eran brillantes. Su longitud desafiaba en ocasiones los tempos habituales de la televisión comercial. Una fórmula que ha seguido vigente en muchas series, desde Los Soprano a The Affair. Además, fue pionera en presentar a personajes femeninos fuertes y peligrosos. Livia podría ser antepasada de Cersei Lanister y Claire Underwood, y es muy posible que el nombre de la pérfida madre de Tony Soprano tenga algo que ver con esta otra italiana de armas tomar.
A pesar del prestigio que adquirió la obra, publicada en 1934, Robert Graves la escribió para sacar dinero fácil y superar aprietos económicos. Siempre despreció su creación. Convertirla en historia audiovisual tampoco fue fácil. Orson Welles, tan amigo de lo imposible, intentó filmarla, y Alexander Korda, que veía a Alec Guinness en la piel de Claudio, también fracasó en la empresa. Charlton Heston estuvo a punto de encarnar al tartamudo Claudio, que finalmente interpretó Jacobi casi por casualidad, cuando ninguna de las opciones estelares aceptó. A pesar de todo, su temática ha mantenido indeleble la vigencia de la serie. La ambición y el poder es lo que tienen, no pasan nunca de moda.
* Este artículo se publicó originalmente en el número 45 de la revista Plaza