Cuando en la misma conversación se habla de cántaros para recoger el agua de la fuente, de buitres que se comen a los terneros, de ancianos que viven más que un siglo, si te dicen que los callos de cordero están buenísimos, pues te lo crees y ya piensas en una barra de pan y el vino
Marta y Elena son amigas, y se llevan treinta años. Hay un punto entre los cuarenta y tantos y los setenta y tantos donde se parecen. Podrían ser hija y madre, pero no lo son. Quedan para salir, cenar o comer con otras amigas, dar paseos, preguntarse por la salud. Aunque cada cual tiene sus ritmos, encuentran tiempo para verse en el bar, “No sé por qué la gente no va más al bar, con lo bonito que es charlar un rato con las personas”. Viven en Vilafranca, en el Maestrazgo. Elena es de La Iglesuela del Cid y Marta, de Culla. Los fines de semana, junto a Bea l’Alguacileta, quedan en la curva, o sea, el Bar Moderno, haga bueno o malo —si hace frío, como hoy, entran al comedor, donde suele estar encendida la lumbre—.
Marta Traver Albert tiene casi cincuenta vacas, trabaja en la carnicería familiar, conduce un BMW y no le gusta ver la tele, “La tele es muy triste”, dice. Elena Camañes Sangüesa, la Gallina, está jubilada, empezó a trabajar en una panadería a los 8 y se enfrenta a diario con los gatos que le estropean el pequeño jardín que hay a la puerta de casa.
Ahora está la lumbre y tenemos unas cervezas sobre la mesa.
Cuenta Elena que tras la panadería se fue a una casa “en la que vivía un encargado de la Marie Claire con su familia. Si rompía algo, me lo descontaban de la paga. A los catorce me salí y me vine a trabajar a la cocina del Moderno”. Es fácil adivinar si una persona fue feliz o no en un sitio por cómo cuenta los recuerdos. La memoria es una sala de cine donde ponen películas ajustadas a nuestro presupuesto. Cuando Elena dice: “La de kilos y kilos de sepia sucia y mejillones que traían y preparábamos a diario”, se nota que ese tiempo fue de bienestar, las sepias brillan y los mejillones huelen a rocas, a bellotas de mar y algas. “El plato estrella eran los callos de cordero”. Miro a Marta, que acaba de dar un trago a su botellín. “En la carnicería, los tenemos de ternera”, aclara con una sonrisa.
Elena habla con frases cortas, y seguridad. “Hoy día apenas se hacen los callos de cordero. Antes eran muy típicos”. Si el Maestrazgo ha dado cosas es: naturaleza, historia y corderos. “Una señora, en el matadero, limpiaba las tripas. Aquí las pasábamos por vinagre y sal. Bien restregado todo, para que quedasen blancos”. La memoria es blanca y negra y se mueve como las piezas de ajedrez. Elena siempre abre las partidas. “Ni te imaginas la de platos que habremos servido”.
Elaborar los callos es sencillo. Los cocemos en la olla. Una hora de agua, sal y hojas de laurel (el clavo le va bien). Mientras, preparamos una picada de almendras, a la que añadimos ajos, pimentón dulce y pimentón picante, guindilla (al gusto) y un poco de harina. Lo ponemos al fuego, en una cazuela de barro, para que, con la suma de una copita de ginebra, se forme una salsa. Algunos añaden unas puntitas de jamón. Terminada la cocción de los callos, los añadimos a la salsa con el caldo de hervirlos, no todo, porque ahora se trata de conseguir la reducción que nos guste. Dejamos unos veinte minutos más, a fuego lento. Imprescindible dar tiempo de reposo.
Ahora está el cielo encapotado y antes de salir me he calentado con un cremaet de los del Moderno.
La primera vez que vi a Marta fue en la Carnicería Raquel, que se llama así por su madre. Compramos filetes de ternera para la cena de los de casa. Al segundo bocado ya me vino el sabor y la textura de los que he comido en lugares más al norte, como Navarra o Huesca. Y llevé a cabo la prueba que suelo hacer en estos casos, cortar los filetes por la parte más roma del cuchillo, es decir, el lomo. Funcionó.
Sigo al coche de Marta por las carreteras sinuosas y con perdices primaverales que van de Vilafranca a Culla. Marta no corre —no hay prisa—, es un domingo verde y húmedo. Aparcamos los vehículos junto a una pista forestal. Las vacas están más arriba, en el Mas de Sant Cristòfol, al que llegaremos a pie. Allí nos espera su padre, Enrique Traver, bajo nubes que brillan y otras que no, que parecen a punto de descargar lluvia de una riqueza azul. Las vacas aún están más arriba. Entre la masía y la Ermita de Sant Cristòfol. Los ojos de Marta y su padre son cerúleos o verdes —nunca he sido bueno distinguiéndolos, depende del sol que haga—. Marta y su padre se encontrarían un billete de cien euros a la puerta de tu casa y llamarían al timbre para preguntar si es tuyo. Los ojos de las vacas son brillantes y oscuros, bonitos como un pequeño tesoro de infancia, pero uno se suele fijar en los cuernos o en sus enormes ubres, y por eso los rapsodas apenas les han dedicado versos.
Las vacas de Marta no viven estabuladas, paren una vez al año, no les pinchan (ni hormonas, ni antibióticos, ni vacunas, nada) y comen pasto. Únicamente les ayudan un tiempo con pienso “a las que amamantan”. Marta no les ha puesto nombre nunca, ni a las madres ni a las hijas. El semental es siempre el mismo, de raza Limousine. Hace bien su trabajo: cuarenta y cinco vacas, cuarenta y cinco terneros al año.
Ella y su padre trashuman en verano y por Navidad. Entre La Tosquilla (término de la Iglesuela) a Culla. “Si por mi fuera, cambiaría a las vacas de lugar a diario, pastorearlas es lo que más me gusta”, me cuenta. ¿Y lo que menos? “Lo peor es cargar a las terneras para llevarlas al matadero. Me doy la vuelta enseguida”. Y eso que la primera vez que hablé con Marta me dijo, “Mato a demanda”. El mundo tiene estas cosas: ganaderos a quienes no les gusta sacrificar animales y consumidores de carne que reducen paulatinamente las visitas a la carnicería. Se dice que en unos años, ¿cien?, ¿doscientos?, ¿mil?, dejaremos de comer carne porque nos parecerá atroz. “Hay que comer de todo”, dice, convencida, Marta. ¿Cuántas veces en mi vida habré escuchado esta frase y cuánto tiempo más la seguiré dando por buena?
La trashumancia de los Traver Albert dura dos jornadas. Enrique, desde lo alto del monte, me señala el camino con el cayado, nombra valles, señala cimas, dice el nombre de una masía, de otra, de un río, el Montlleó. Realizan el trayecto cuando ya está crecido el pasto, y viceversa, cuando la luz del día apunta a nieve. Marta me cuenta que van al paso de los animales, que por la noche levantan un corral protocolario y provisional, con unas varillas clavadas en el suelo e hilo metálico, “que enganchamos al pastoret” (un empujador eléctrico que se recarga con una pequeña placa solar). “Con una vez que se arrimen ya lo tienen claro. Hasta los terneros, con el olfato, saben lo que es y no se acercan”. Ternera, ternero, ternura.
Otra vez la lumbre del Moderno, que es donde se cuece el blanco mate de las historias con leña. Aún queda la de cuando Elena fue taquillera “del cine que tenían los dueños del bar” y cómo se escapaba por la escalera del gallinero para ver las películas “verdes”. O la del frío ancho, como una capa de hielo, que tenía su hermano Alfonso siempre, “que se pasaba el día sentado junto a la estufa, con el cuello de la bata subido. Pero eso fue después, cuando ya no trabajaba en el Restaurante El Arenal, en Alcossebre”. O la de la abuela de Marta, la de la parte de los Porcar, a quien solo le faltaron cuatro meses para llegar a los 100 años, y que hasta poco antes iba diariamente desde Culla hasta el Mas de Vilella para atender el huerto y las gallinas. En fin, las palabras son lumbre, un fuego para preparar carne y verduras, así que terminamos hablando de las patatas rellenas y de que cada casa las prepara a su manera. “A mi m’agrada mot el bar, i avant”, concluye Marta.
Y a mí. Y las cosas que me contáis. Y las personas como vosotras.