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2021 se acaba y no sé si reír o llorar

20/12/2021 - 

Hace 10.000 años todavía éramos cazadores recolectores. No mucho tiempo después empezamos a protegernos en comunidad. Antes de dar aquel gran salto, ya entonces, si un bebé moría con apenas un mes de vida, nos dolía y lo enterrábamos con todo lujo de detalles. Llorábamos y sentíamos una agresión directa a nuestra forma de estar en el universo: la forma antropocéntrica, lo humano como mirilla de todas las cosas. Ni siquiera los grandes cambios tecnológicos o culturales (sedentarismo, lenguaje, derechos sociales, electricidad) parecían afectar a esa percepción con el paso de los siglos y, quién sabe, puede que el presente en que vivimos esté rompiendo ¿al fin? con esta forma de ser. O sea, a la mierda las personas. A la mierda nosotros, lo físico.

Lo mejor del año (2021) no es necesariamente bueno y, aunque incumpliré mi promesa al editor de hacer un resumen con algunas de las ideas que he publicado sobre cultura y plataformas durante los últimos 12 meses, prometo que justificaré el titular de esta foto finish tan poco deseable.

Antes teníamos recuerdos, hoy una nube de datos

El ser humano se desmaterializa en una realidad que da vértigo porcentuar: ¿a estas alturas, qué cree que influye más en su vida, su yo virtual –su redes, su huella digital, lo que le dice a Amazon, Just-Eat, Meta o Spotify que es a través de sus decisiones– o el cúmulo de carnes y huesos que le contiene? No somos lo único que se desmaterializa. Byung Chul Han –un filósofo propio de nuestro tiempo: no defiende un sistema propio, samplea ideas de otros y produce tanto como Ibai– nos sitúa en el tiempo de las no-cosas. Mientras “el reino de la información” nos distrae en un scroll infinito de últimas horas o tiktoks donde no sucede nada, la digitalización desmaterializa al mundo. Un mundo, desde el punto de vista humano, que ya ha sustituido álbumes de fotos (recuerdos) por nubes de datos (nubes de datos).

Qué importa tener un disco cuando puedo escuchar el estribillo que me gusta pidiéndoselo a Alexa, por supuesto, sin moverme. Qué lejos de lo inmediato resulta estar la sala de cine, especialmente en invierno, cuando sé que su distribuidora hará lo posible por poner esa película en cualquier plataforma. Qué importa la Capilla Sixtina si tengo acceso a ‘todas’ las interpretaciones escritas en el pasado sobre ella y sé que, habiendo tenido acceso a todas esas interpretaciones, nunca habré invertido el tiempo suficiente como para haberme preparado ante esa experiencia. Porque qué sentido tiene la mejor de las exposiciones de fotografía si veo cientos de fotografías cada día (ya lo sé, pero no). Sumido en una avalancha de whatsapps, tuits y selfies, no sé en qué momento empecé a banalizar todo de tal manera que he dejado de distinguir entre una obra de arte y todo aquello a lo que llamamos contenido. Sucedió y sucede. Es el principio de todo esto.

Vidas artificiales por una buena causa

 

La cultura en su sentido más experiencial y creativo, lo que hacemos por aquello de distinguirnos entre mamíferos, es progresivamente más individual (se crea pensando en ese tipo de disfrute), más silenciosa (políticamente correcta), deseablemente global (La casa de papel, etérea) y, en definitiva, poco transformadora (pero oye, lícita que flipas). La cocina, el deporte o el autorretrato, sin tener necesariamente nada de malo, aglutinan muchísimo actividad en la carrera por no ofender a nadie. Lo sorprendente es que en la loca carrera por la evasión digital no hay techo: si Instagram nos parecía suficientemente cartón pluma y un catalizador en rosa de la vida de nuestros semejantes (e ídolxs), resulta que la generación Z ya utiliza más TikTok que el carrusel de fotos propias propiedad de Meta (uy). Y Meta (que un día fue Facebook, marca carbonizada por un millón de problemas) ha decidido por nosotros que ya queda menos para que nuestra vida conectados –a pasarelas de pago– sea mucho más importante que todo lo físico que nos pase. La citada, Microsoft y el verdadero gobierno reptiliano que nos mece, el de las tecnológicas totalizantes, ya ha decidido por nosotros que llevaremos unas gafas capaces de hacernos ver el mundo de tal forma que nuestra desconexión de lo físico les sea increíblemente rentable.

El fin de lo físico, además, está rodeado de buenas causas: generar menos residuos, hacer menos ruido, ser, en definitiva, mejores vecinos, mejores seres humanos. En los metaversos que podamos permitirnos dará igual el género, la raza o –supongo– el pasaporte. Se nos exigirá ser virtuales si pretendemos relacionarnos, trabajar y hasta tener sexo (supongo, también). Esto ya se ha decidido y debe ser de lo más importante que nos haya pasado este año. Un presente donde YouTube ya es Telecinco, las marcas personales son el eje de la economía (o al menos, es un discurso que le conviene al sistema), internet se ha comido el mercado publicitario pero sigue sin pagar el alquiler de todos los que crean las cosas que allí se mueven y, bueno, milenials y centenials combatimos hasta que boomers y medios se jubilen.

Expiación y optimismo

Mientras se vienen dictaduras digitales o TikTok amenaza el futuro de las verbenas de tu pueblo (si es que vuelven algún día), la expiación a todo esto, este año –por tanto– de mierda, la he acabado encontrando en Netflix. Si les apetece tener una hora y media catártica, asumir –entre los 20 y los 50 años– el vértigo de sus días y contemplar a qué tipo de individualismo, qué tipo de complejidades, qué escenificaciones sociales, pérdida absoluta de una perspectiva de comunidad, bajeza en las formas con tal de satisfacer a este o el otro algoritmo y demás problemas del día a día, pónganse Inside del cómico y músico Bo Burnham. Háganlo solos y, si pueden, con auriculares. Cómo será la cosa que, al inicio de lo que Netflix compró como un especial (a un cómico y músico, al único que verán en escena) advierte de que el contenido podía contener trazas de ideas suicidas.

Se va un año que, en lo referente a la cultura a partir de las plataformas, nos ha querido hacer reír –como le encargaron a Burnham– pero nos invita a llorar. Si no se ofenden, creo que cabe ser optimistas con el resultado: en lo tocante a artistas, libertades y crecimiento tanto individual como colectivo, el que se va será un gran año en comparación con los que vengan. Desde que se nos ofertó la tarifa plana a internet, así ha sido. Disfruten de los días que nos quedan. Y que haya suerte. “La estamos necesitando”.