Llama la atención que tanto el discurso del Rey Felipe VI como el del Papa Francisco hayan tenido el diálogo como uno sus ejes principales en las pasadas navidades. El primero lo hacía cuando llamaba a asegurar la convivencia basada en la consideración y el respeto a las personas, a las ideas y a la sensibilidad de los derechos y las libertades. Mientras que el segundo lo hacía desde Roma haciendo hincapié en la necesidad de una fraternidad mundial entre personas de diferentes naciones, culturas y religiones.
Uno, apelaba a los ideales que inspiraron la Constitución. La reconciliación y la concordia; el diálogo y el consenso; la integración y la solidaridad, han sido el fundamento, la base de nuestra libertad y de nuestro progreso, durante los últimos 40 años. Y destacaba cómo los líderes políticos, económicos y sociales en aquel momento trataron de llegar a acuerdos a pesar de estar muy distanciados por sus ideas y sentimientos.
El otro, a la fraternidad, y lo hacía como única salida para caminar hacia un futuro en dignidad. Fraternidad entre personas, culturas y religiones. Sin ella, se cierran los horizontes, incluso, los mejores proyectos, corren el riesgo de convertirse en estructuras sin espíritu. Pero no una fraternidad impuesta, ni homogénea, ni uniforme. Una fraternidad entre personas con ideas diferentes, pero capaces de respetarse y de escuchar al otro. Las diferencias no son un peligro, sino una riqueza.
Es cierto que los problemas de convivencia derivados de los fanatismos en tiempos de post verdad requieren respuestas globales. No obstante, no podemos esperar, y por tanto debemos actuar desde nuestro ámbito vital más próximo, incluso, desde lo local. Debemos empezar a construir respuestas que vayan marcando un camino que nos acerque a otro espacio de convivencia, más confortable, más cohesionado, más solidario y en paz.
Hace unas semanas reflexionábamos en torno al concepto de la “épica de la normalidad”. Una normalidad que vivimos ahora aquí, en nuestro espacio, en nuestra Comunitat. Una normalidad que vivimos sin valorar suficientemente ni su significado ni su consecución. Qué tres formaciones políticas tan distintas consigan por cuarto año consecutivo, incluso a puertas de unas elecciones autonómicas, aprobar unos presupuestos merece como mínimo el calificativo de acción épica. Y es aquí donde reside la grandeza de la política. La grandeza del diálogo. Más cuando las partes están dispuestas a renunciar a posibles beneficios cortoplacistas y al clásico tacticismo partidista. Esta es la “épica de la normalidad”, la capacidad de diálogo, de lo que más necesitada está nuestra democracia actual.
En este sentido el mismo presidente Ximo Puig apuntaba ante Comité Nacional del PSPV del pasado sábado que el crecimiento económico que hemos experimentado los valencianos y valencianas en estos últimos años se debe en gran parte a la estabilidad y al diálogo. Aquí se ha instalado la normalidad. Una normalidad que, como señala Puig, ejerce de barrera ante el intento de crispación social que plantea el PP y que no va a permitir que regresen las políticas de los gobiernos del PP marcadas por el despilfarro y la corrupción.
No obstante, hoy vivimos en España y en el mundo una importante crisis de credibilidad. Una credibilidad derivada de la falta de liderazgos transformadores. Esto, sin lugar a dudas, dificulta lo conseguido aquí por ser un hecho tan increíble como inesperado. Noam Chomsky afirma que la gente “ya no se cree ni los hechos”. Y es que la confianza social respecto a la utilidad del sistema está agotada. El amarre que sustentaba el esfuerzo vital que realizan las clases medias en mantener el estado de bienestar y las respuestas que reciben a cambio se ha roto, está descosido, divorciado. Hoy las clases urbanas se sienten abandonadas, solas, expuestas a un espacio individual, competitivo y superviviente que les produce miedo y vértigo vital. Un espacio donde ya no se espera nada de nadie. Donde los ciudadanos se consideran solos. Un espacio donde sólo confían en sus propias capacidades individuales de supervivencia.
En segundo lugar, un elemento esencial en la crisis de diálogo que sufrimos es la escasez de liderazgos transformadores. Una escasez que impide recomponer la confianza en el espacio democrático que compartimos. Y lo digo desde dos aspectos muy concretos: por un lado, la falta de líderes incapaces de abrir, de pensar, incluso de imaginar nuevas rutas útiles, valientes y creíbles de progreso, lo que ha provocado un progresivo incremento de la desconfianza social que vivimos. Y por otro, la falta de líderes incapaces de defender sus posiciones de estado, incluso ante sus propias estructuras internas, ya que son conscientes de su debilidad electoral y sólo les queda anclar sus expectativas en el control absoluto de esas mismas estructuras.
Así, ante este juego de la inmediatez en el que vivimos; táctico, electoral y partidista, más propio de una estéril semántica de los gestos que de la gestión, hablar hoy de la ética de la responsabilidad o de democracia en tiempos de una profunda debilidad de liderazgos es como volver a tocar el arpa mientras vemos como Roma vuelve a arder. Actualmente solo se atienden espacios de decisión desde la conveniencia inmediata e individual. Una conveniencia que no atiende ni a criterios de convicción, ni de responsabilidad, es más, no tendrá en cuenta el perjuicio que sus decisiones puedan causar a medio o largo plazo. El miedo a perder las adhesiones internas, la supervivencia política, atenaza así a unos líderes incapaces de remar contra corriente.
No se si los valencianos somos conscientes de la pequeña isla en la que políticamente se ha convertido nuestra Comunitat. Una isla en la que, gracias a la responsabilidad ejercida, se ha conseguido establecer un modelo basado en el diálogo, en el respeto a la diferencia capaz de conseguir consensos y por tanto, economías capaces de generar empleo y de reconocer derechos. Este espacio de diálogo y de consenso nos debería permitir mirar al futuro con garantías, sin miedos. Un modelo de democracia que ahora se enfrenta en toda Europa a populismos que avanzan por la falta de ese espacio de responsabilidad.
Cabe preguntarse pues si es posible alcanzar consensos cuando una de las partes trata de zanjar la discrepancia desde la amenaza de romper con el juego democrático. A esta dificultad es a la que me refiero. Tenemos que defender el modelo del dialogo con valentía. Es un mal momento para caer en involuciones. Nuestra cuestionada democracia no se puede permitir que los partidos políticos, que dicen defender espacios de progreso, se dejen arrastrar por beneficios electorales a cualquier precio, incluso, al precio de nuestra convivencia democrática.
El diálogo es la mejor arma que, desde el respeto al adversario, tenemos los demócratas para defendernos de los ataques que sufrimos. Solo se avanza paso a paso. Y nunca ningún avance fue fácil.
Alfred Boix es portavoz adjunto del PSPV en Les Corts