el cALLEJERO

Amparo Gómez, una purista de los trajes de valenciana

17/03/2024 - 

Amparo Gómez está sentada en una butaca rodeada de telas lustrosas. Paños rojos, azules, verdes con adornos florales. Rollos de materiales muy selectos que relucen tanto como la melena blanca de esta mujer de 79 años que se ha tirado toda su vida cortando y cosiendo estas telas preciosas. Ahora ya está jubilada pero le sigue gustando pasar por Espolín, la tienda que entregó al mayor de sus tres hijos, Juanjo Prósper, hablar con los clientes y comprobar que todo sigue en orden. Le gusta estar en el ajo, aunque ya haga ocho años que no coge una aguja, desde que una inspectora de trabajo le preguntó qué demonios hacía allí con 71, que ya le tocaba descansar.

La modista es feliz entre telas. Ahí ha pasado su vida. Primero en la calle Borrull, donde antes tenía la carnicería su marido, Batiste, luego en Cirilo Amorós, y ahora en Conde Altea. Amparo se ha sentado en la butaca entre quejidos. “Estoy ‘jodía’ de la espalda”, se lamenta. “Ahora me acuerdo de lo que me decía mi madre, que no paraba de repetirme que pagaría esas animaladas. Porque yo había épocas que trabajaba 20 horas diarias”.

Amparo Gómez nació en la calle Palleter. Su padre, Pepe, trabajaba como tallista de madera y era todo un especialista en hacer cornucopias. Su madre, Encarna, también trabajaba. “Ella bordaba sábanas para dotes. Yo tenía afición también y mi madre, al verlo, me puso a coser”.  A los 13 años cogió la aguja y el dedal y ya no los soltó hasta que un día apareció esa inspectora de trabajo horrorizada con esa mujer de 71 que aún iba a trabajar a media jornada. “En esa época había cuatro modistas buenas en València y una, Ana Anaya, estaba al lado de casa. Mi madre habló con ella y me dijo que fuera a trabajar con ella”. 

Pero tres años después, cuando ya había cumplido los 16, su madre decidió que de modista iba a trabajar demasiado, así que le propuso, casi le ordenó, que se pusiera a trabajar como dependienta. “Y entonces entré como cajera en Carlos Sopeña, una tienda de ropa interior de la calle Moratín. Aunque como me encantaba coser, mientras trabajaba me apunté a corte y confección con mi amiga Conchín”.

Cuando aún era una adolescente, un primo suyo le pidió permiso a su madre para llevar a Amparo a una fiesta con amigos suyos. Ahí conoció a Batiste, con el que se casaría años después. “Nos conocimos cuando yo tenía 14 años y no paró hasta que consiguió salir conmigo. A los 19, por cansancio, empezamos a salir”, explica entre risas. Bati era carnicero y, de la noche a la mañana, ella se hizo también carnicera. “Ya ves. Pasé de cortar telas a cortar filetes…”.

A los dos les gustaban, y les gusta, mucho las Fallas. Amparo lo había mamado en casa. Su padre era un enamorado de la fiesta y, como se le daba bien dibujar, ya que había aprendido en Bellas Artes, llegó incluso a colaborar con los artistas falleros. En la familia aún se recuerda el ‘parotet’ que hizo un año. “Que yo me acuerde, he sido fallera toda mi vida. La primera, en Juan Llorens-Calixto III. Pero desapareció. Luego ya en Borrull y en muchas otras”.

Pepe, Pepa y Pepe

La semana de Fallas se vivía con mucha intensidad en su casa. Y el 19 de marzo, fiesta grande. “Si en mi casa había tres Pepes. Mi padre quería un chico, pero fuimos tres chicas y a la tercera se rindió y le puso Pepa. Pero va y luego vino el Pepe. Así que había Pepe, Pepa y Pepe. El 19 de marzo subían a casa todos los músicos de la falla. Entonces no había casal ni nada parecido y hacían las juntas en mi casa. Mi padre es que era muy fallero. Ha hecho falla y todo con Vicente Luna, y conocía a todos los artistas porque le gustaba mucho. Como dibujaba muy bien… Pero se murió tan joven, con 60 años, que no le dio tiempo a disfrutar del todo. En mi casa las fallas y el fútbol eran sagrados”.

En casa de Amparo Gómez no sobraba el dinero. Su madre, Encarna, tenía que tirar de ingenio para vestir de valenciana a sus hijas. “La pobre lo solucionaba todo con ilusión y ganas. Con un cubre de la cuna nos hizo un traje. La faldita y un corpiñito negro. Luego, de mayores, en vez de corpiño nos ponía un suéter negro, escotado, que le añadía una ‘puntilleta’ y ya está. Toda la familia de mi abuela han sido tejedores. Mi tía tenía un traje y con ese nos apañábamos las tres hermanas porque en aquella época las fallas te los alquilaban, así que una se ponía el de mi tía y las otras dos lo alquilábamos en una casa que había en Calixto III, al lado del bar Doré. Ese capítulo siempre ha sido caro y en casa había pocos haberes, pero como hemos sido chicas poco exigentes, siempre nos hemos apañado”.

Amparo y Bati se casaron con 24 años (nacieron con diez días de diferencia). Los dos trabajaban en la carnicería de la calle Borrull. Pero no duraron mucho. En aquel momento empezaron a florecer por toda València los primeros supermercados, un negocio que arruinó a muchas carnicerías y pescaderías de barrio. Así que el matrimonio decidió reconvertir la carnicería en una tienda que se llamó ‘Encajes y Bordados Amparo’. Aún está el azulejo de cerámica con el nombre en aquella planta baja. Amparo Gómez puso en el escaparate, sin más pretensión que adornar, un maniquí con uno de los trajes de fallera que había arreglado. A la gente debió de gustarle porque empezaron a entrar clientes preguntando por la confección. “Y así empezó mi trayectoria como indumentarista, con un maniquí plantado en la tienda…”.

El buen gusto y el respeto por la tradición marcaron desde el primer día el estilo de Amparo Gómez. “Siempre me he fijado mucho en lo que me ha gustado. Yo seguí las pautas de Carmen Insa (una conocida indumentarista que murió en 2018 con 96 años). Me gustaba mucho cómo lo hacía y yo quería aprender bien y hacer buenos trajes. Toda la familia de mi abuela, además, eran tejedores y las telas se las compraba a un tío mío. Era todo tejido a mano. Esa tienda la abrí en 1980 y en 1981 ya empecé con el fallerío porque empezó a venir la gente, que yo no sabía ni cómo se enteraban. Vino la fallera mayor de Vall de Laguar y le hice un traje muy llamativo. Era un traje liso de color rojo y le hice las manteletas y todo. Llamó la atención y la gente empezó a ir la tienda”.

Veinte horas cosiendo

Su reputación subió como la espuma. Sus trajes de valenciana cogieron mucho prestigio y Amparo se sorprendía de que gente que no le decía ni hola, de repente cambiaba de acera para ir a saludarla. “Yo nunca he entendido eso. Yo siempre he sido la misma. Mi lema toda la vida ha sido el mismo: ser buena gente”. La fama de sus trajes se expandió por toda València y empezaron a lloverle los encargos. Amparo Gómez ha llegado a confeccionar doscientos en un año. La modista tenía el taller al lado de la tienda. Aunque demostró ser mucho mejor indumentarista que empresaria. Su hijo Juanjo, que está trasteando en el mostrador durante la entrevista, mete baza por primera vez. Y suelta, medio en broma, medio en serio, que su madre no le sacaba rendimiento al negocio. “Hacía muchos trajes, otras cosa ya era que los cobrara…”.

Amparo, que ya ha demostrado que se ha dedicado a los trajes de valenciana más por amor al oficio que por gusto por el dinero, cuenta que hacía jornadas de 20 horas. Que apenas paraba cuatro horas para descansar. “Y mi madre me repetía una y otra vez que eso era una animalada y acabaría pagándolo… Todo lo llevaba yo: desde que empezaba la tela hasta que lo entregaba. Lo que hice fue especializar a las mujeres que venían a coser. Cada una hacía una cosa: las mangas, los forros, las puntillas… Así conseguí que lo que hacían, lo hicieran perfecto. Pero yo estaba encima de todo”.

La modista se pasaba el día en la calle Borrull. En una planta baja estaba la tienda; al lado, el taller, y encima, su casa. “Bati no entendía nada de esto y decía que se jubilaría con 40 años. Y sí, el cabrón se jubiló con 40. No sabía ni el nombre de cada color, ni combinar, pero empezó a ir a la fábrica y le cogió el aire a las telas. Aprendió bien y él se iba por la mañana a la fábrica, a primerísima hora, y seleccionaba las telas. Rafa, el dueño de Vives i Marí, uno de los principales proveedores de telas que hay en València, siempre cuenta que aprendió mucho de Bati”. Luego ella remataba cosiendo el traje con el carrete de la verdad y la historia. “Mis trajes se distinguían por el estilo que yo le daba. Era muy clásico y muy verdadero. No quise saber nada de novedades. A veces había gente que ponía detrás un lazo bordado con piedras, y yo así no he hecho ni uno. Me negaba a esas cosas. Y a la gente le ha gustado el acabado. Están bien acabados y nunca me he salido de madre en el estilo. No he querido hacer nada espectacular. Me decían de añadir un bordado y les decía que no. Me he mantenido en mis trece”.

Amparo está convencida de que, en este campo, ya está todo inventado. “Las manteletas que va a llevar este año mi nieta, Carla, los dibujos tienen 60 o 70 años. Y a mí lo que me gusta es eso. A mí me gusta lo de toda la vida. No hay nada que inventar. Pero a la gente, cuanto más oro, más le gustaba…”.

Estos días los pasará en la calle Borrull, donde siempre le ha gustado estar en Fallas. Aunque, a lo largo de su vida, también ha pasado por Juan Llorens, la calle de la Paz, Mossen Sorell-Corona.… “He sido fallera de media València”. Y, claro, todo el mundo pensaba que la hija de una mujer como ella, amante de la fiesta y de la indumentaria, sería la más fallera de València. Pero no. A Amparo Prósper no le gusta ese mundo. “Mi hija, cuando era pequeña, se vestía todos los años para todo. Hasta para el colegio. Pero lo hacía porque se pensaba que era obligatorio. Hasta que un día se hartó y no ha vuelto a vestirse nunca más. Ni fallera ni fallerío. A mí me dio mucha rabia porque me hubiera gustado vestirla todos los años. Llegué a hacerle chantaje: le decía que le compraba un coche si se hacía fallera mayor de la falla. Y me decía: ‘¿Yo? Tú, tú’. Aunque luego me desquité con la nieta, que ya tiene 19 años”.

Su amistad con los Kempes

A Amparo le gusta todo de las fallas. De las bandas de música a los toros. Del día de las paellas a la cena de sobaquillo. Pero por encima de todo, la Ofrenda. Eso es sagrado. Durante décadas, no se perdió una. Hasta que empezó a costarle andar y tuvo que renunciar al paseíllo hasta la Virgen. Desde entonces, baja al Casal, enciende la televisión y no se despega hasta que pasa la última fallera junto al cadafal. “No sé qué me pasa pero lloro de emoción. Ahora me la trago enterita por la televisión. Me pongo delante de la tele y digo: ¡Madre mía, qué mal vestidas van! Y no se lo saben poner. La que no lo lleva corto, lo lleva arrastrando. El cancán se pasan de gordo. Unos escotes horribles. Pero si esto es una cosa clásica y sencilla, no puedes llamar la atención por estas cosas”.

El oficio le permitió conocer a una de las personas más relevantes de la ciudad en su momento: Mario Alberto Kempes. Mavi Moll, su mujer, quería un traje de Amparo Gómez y las dos familias entablaron una gran amistad. En verano, siempre que podían, Kempes, su mujer y sus tres hijos iban a visitar a sus amigos al apartamento que tenían en Cullera. Y cuando los hijos de Amparo, Juanjo y Toni, se enteraban que iba a ir el Matador, ‘casualmente’ aparecía por allí una legión de chavales. Kempes tenía un gesto simpático con todos. “Y cuando venía a la tienda, yo no sé cómo se enteraba la gente, pero a los cinco minutos empezaban a llegar personas a la puerta de la tienda. Pero él se hacía con todo el mundo. A mis hijos les encantaba que fuera Kempes a casa, pero a mí me daba igual que fuera lo que fuera”.

Muchas mujeres eligieron su firma para vestirse de fallera. Como la mujer del juez Baltasar Garzón, que llegaba a la tienda rodeado de guardaespaldas. Y también muchas de las Falleras Mayores de València. Amparo, que aún conserva la prudencia del comerciante, no quiere hablar de ninguna, aunque al final se acaba rindiendo ante una. “He vestido a muchas, pero mi preferida ha sido Covachi Balaguer. Tiene un carácter especial. A mí no me gusta poner a una mejor que a otra, pero Cova es que es muy especial. Y ahora mi nieta es amiga de sus hijas. He vestido a mucha gente conocida. Pero la gente verdaderamente importante es la que está en tu vida”.

Amparo Gómez mira las telas con cierta añoranza. “Yo, por mí, me vestiría todos los días. Soy forofa del traje de valenciana. Yo siempre me he visto muy guapa vestida de valenciana”. Pero ya no quiere. Hace unos meses, Sebas Marín, el presidente de Borrull-Socors, al ver que no tenían fallera mayor, le dijo a Amparo si ella no se animaría. A Amparo le entró la risa. “Yo le contesté que yo ya era una fallera muy mayor…”.

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