El autor italiano nos lleva a un futuro desolador en el que una enfermedad ha reducido la esperanza de vida a tan solo catorce años, abocándonos a la extinción y a una sociedad de niños
VALENCIA. Cuando la enfermedad apareció, nadie supo el alcance que tendría. Una gripe, pensaron algunos. Poco a poco, la virulencia de la misma hizo evidente que aquello no era una epidemia pasajera: los afectados morían por decenas, que después fueron centenares, posteriormente miles, y al final, millones. Pronto, la Humanidad entendió que no solo se enfrentaba a un virus, sino a la extinción. “La Roja”, que así fue llamado este mal diferente a cualquiera conocido con anterioridad, se encontraba en todos y cada uno de nosotros. Sin embargo, existía una particularidad: solo comenzaba a actuar a partir de los catorce años. Hasta entonces, no había peligro. Más allá de la pubertad, no había futuro. De esta manera, en cuestión de poco tiempo, los niños acabaron tomando el relevo, haciéndose cargo de escribir las últimas líneas de la historia de la especie. Con la desaparición de los Mayores, las reglas del juego se replantearon, a excepción de una norma ancestral: la supervivencia del más fuerte, del mejor preparado.
Cuando Anna quedó huérfana entendió que nada volvería a ser como antes. Su madre había fallecido en la cama de su dormitorio tras una lenta agonía de toses, espasmos y asfixia, dejándole como herencia una casa donde cobijarse, un hermano pequeño llamado Astor del que cuidar y una libreta de contenido enciclopédico escrito por ella misma en la que se recogía todo lo importante que debía conocer para poder sobrevivir hasta que llegase una cura, o su turno. El reloj empezaría su fatídica cuenta atrás a partir de la primera menstruación, mientras tanto, necesitaba comprender lo básico de su entorno si quería tener alguna oportunidad. En la libreta que le legó su madre figuraba tanto lo poco que se sabía de la enfermedad como instrucciones sobre los pasos a seguir una vez ella expirase: “Cuando muera, pesaré mucho y no podréis sacarme de casa. Anna, abre las ventanas, coge todo lo que necesites y cierra la puerta con llave. Debes esperar cien días. En la página siguiente he trazado cien rayas. Tacha una todas las mañanas. Sólo podrás abrir la puerta cuando las hayas tachado todas. Antes no, por ningún motivo. […] Cuando hayan pasado los cien días, entra en mi dormitorio. No me mires a la casa. Átame con una cuerda y arrástrame fuera”.
Si en la época previa a La Roja la infancia había sido paulatinamente desprovista de la ingenuidad que la caracterizaba, a partir de la irrupción de la enfermedad, esta había sido erradicada del todo, dando paso en su lugar a una era marcada por la dureza, la resistencia y los instintos. Si nada lo impedía, en cuestión de una generación el ser humano sería solo un recuerdo en un planeta que no parecía sufrir demasiado ante la inminente pérdida. Los perros sin ir más lejos ya habían empezado a reclamar lo que era suyo, agrupándose en jaurías que perseguían a los niños en sus travesías por las carreteras en busca de unas sobras que llevarse a la boca. En ocasiones, cuando el hambre apretaba más de la cuenta -algo común en la Sicilia devastada por los incendios en la que vivía Anna- los perros no se contentaban únicamente con mendigar unos restos, y atacaban. Todo lo que quedaba en la Tierra para la Humanidad era hostilidad y muerte, esta última, encarnada muchas veces en una piedra o un palo en la mano de un niño famélico.
¿Por qué ahora más que nunca especular sobre nuestro final nos resulta tan atractivo? Pudiera ser algún tipo de mala conciencia derivada de nuestras acciones, que nos pone en guardia antes las posibles consecuencias de las mismas; alguna clase de fustigación creativa que como una risa nerviosa, nos ayuda a sobrellevar el miedo al desastre. No es un fenómeno del todo nuevo, aunque sí lo es su intensidad: desde que vimos el primer hongo nuclear y la destrucción que quedaba cuando se disipaba, comenzamos a darle vueltas al asunto. Por primera vez éramos capaces de borrarnos de la faz de la Tierra con facilidad, había que celebrarlo. Es curioso que al ser humano le atraiga tanto su desaparición. Hemos convertido la profecía del apocalipsis en entretenimiento de masas. Pasamos un rato estupendo devorando historias sobre congéneres que se las ven y se las desean en un mundo en el que ya no son el ser orgulloso en la cúspide de la pirámide, sino una alimaña maloliente que desposeída de todo, es capaz también de todo.
Tal vez esa sea la clave del éxito de la distopía como campo de experimentación artística, que nos proporciona un escenario sobre el que dibujar aquello de lo que seríamos capaces una vez caído el telón del pacto social. Los niños de Anna, ante un panorama con ecos a Walking Dead, a Hijos de los hombres, a The Road y por supuesto, a El señor de las moscas, roban, golpean, asesinan y violan. ¿Por qué no deberían hacerlo? Ya nada importa más que uno mismo, y además, no tienen a nadie que les marque los límites. Si quieren algo, lo cogen. Lo más terrorífico de todas las ficciones con niños salvajes como protagonistas -como la española ¿Quién puede matar a un niño?, de Narciso Ibáñez Serrador- es sin duda la despreocupación con la que perpetran sus crímenes. La novela de Ammaniti tiene algo de esto, aunque también mucho de amor y ternura, dos sentimientos que como los niños supervivientes, luchan página a página por seguir existiendo en un futuro que una vez más, toca a su fin.