Un descenso al paellero más grande conocido por el ser humano, donde las temperaturas superan los 50 grados
VALÈNCIA. Los humanos llevamos siglos, milenios, preguntándonos si existen el bien y el mal, y de ahí la ética y la moral. Esto nos ha obligado a constatar que no podemos afirmar el uno sin el otro, porque no hay blanco sin negro, ni tampoco cielo sin infierno. Pues bien, en la religión de la paella, con su credo y con su culto, también hay dicotomías, evidentes y necesarias. Hay paellas buenas y paellas malas, normativas y rupturistas, pero el caso es que para obrar un auténtico milagro hay que pasar por un sacrificado calvario, y así es como hoy venimos a descender a las llamas de Las Bairetas. Un auténtico santuario del arroz, situado en el municipio de Chiva, donde para que unos disfruten del placer de la gastronomía, otros tienen que soplar la llama. También en los meses de verano, también sudando los 50 grados. Es lo que tiene ser una institución y aspirar a que el legado perdure durante generaciones.
Hablando de extremos, la tradición y la renovación.
El restaurante fundado por Rafa y Ana hunde sus raíces en la historia familiar. Hace años, la abuela del clan preparaba paellas por encargo para las comuniones de la zona, y Margós le ayudaba con el negocio, al tiempo que aprendía sus recetas. Ya en los 90, cuando se casó con Benzal y empezaron a tener hijos, arrancó su propia empresa. El paellero que tenían en casa no tardó en quedarse pequeño y así es como se materializó el sueño megalómano que tenían en mente: querían perpetrar el paellero más grande de la Comunitat Valenciana, y por ende, de todo el mundo, en el territorio que les vio crecer. En este punto nace Bairetas. Un restaurante, que en realidad es un templo, con capacidad para consagrar hasta 120 paellas simultáneas. Raro es el domingo que baja de las 60 diarias para llevar y para servir. Aquí se reivindica la gastronomía valenciana y se respeta el método tradicional de elaboración.
Los cuatro hermanos que nacieron del matrimonio han construido sobre los cimientos de la casa. El primero fue Rafa, reconocido maestro arrocero, quien hace seis años decidió montar su propia sucursal de Las Bairetas en Dénia -y cuya próxima aventura es llevar el arroz a los confines de las casas mediante El Paeller-. El relevo en los fogones recayó en Marcos, que aviva el fuego todas las semanas sin atisbo de fatiga. A menudo le ayuda Rodrigo, aunque su cometido fundamental es ser jefe de sala y sumiller del restaurante. Y por último está Pablo, nuestro anfitrión, quien a pesar de ser el más pequeño, se ha formado a conciencia y se ha convertido en el más médiatico. No solo porque apareció en un programa de televisión, sino porque lidera la cocina de otros dos proyectos titánicos en el centro de València, como son Pelayo Gastro Trinquet y Vaqueta Gastro Mercat. Estamos a punto de comprobar hasta qué punto confluyen ambos mundos y el negocio familiar se va meciendo con los aires creativos.
Las Bairetas, que recientemente ha recibido el Bib Gourmand 2020 en España, es también contraste. Juventud y tradición, luces y sombras, aplicadas al mundo del arroz. Así es cómo el oscuro mundo del humo, donde los hombres sudan y las llamas abrasan, permite a su vez alumbrar paellas brillantes, que se posan sobre los manteles de una sala albina y silenciosa. El bien y el mal trabajando el uno por el otro. Nos recibe Pablo Margós y nos guía en nuestro descenso a los infiernos, para luego subirnos al cielo. Hay placer en todo el viaje.
El camino al averno es un rastro de humo, que exhalan las hasta veinte chimeneas de Las Bairetas, tan imponentes como temibles. Hemos llegado al territorio del fuego. Se puede acceder por la puerta principal o, en caso de venir a recoger un encargo, por la entrada del paellero, que también se muestra a los clientes interesados. Un pie dentro y ardes en las llamas. Es julio, fuera hace 30 grados, así que aquí se elevan a 50. Estamos en una suerte de inframundo, oscuro, rodeados de ceniza y de humo, donde la leña de pino -gastan cerca de 70.000 kilos al año- es el único combustible. Hasta cinco hombres, teñidos de hollín y de sudor, enfundados con la mascarilla reglamentaria, se mueven por los distintos pasillos. Y lo hacen con la decisión de quien conoce su función. "Uno sofríe la carne, el otro pone la sal, el otro echa el arroz, y cada cual tiene su cometido. Es una manera de evitar los cruces pero, a esta temperatura, es inevitable que se vivan momentos de tensión", cuenta Pablo.
El cocinero aprovecha para presentarnos a Marcos y a Rodrigo, que hoy andan atareados, porque hay 60 fuegos que apagar. El verano es temporada alta en esta zona del interior de Valencia, donde muchos valencianos tienen chalé y piden paella para llevar. Y más después de la crisis del Covid-19, que ha incrementado los encargos, pero les ha obligado a extremar las medidas higiénicas. Los tres hermanos han vivido la cultura del arroz desde que eran niños, cuando les tocó arrimar el hombro en el negocio familiar, así que están preparados para eso y para más. El resto del personal es gente que les ha acompañado durante años, y no tiene problema en ponerse delante del fogón o arremangarse para rascar la paella. Porque claro: todo lo que se va, luego vuelve. Y las campanas tampoco se limpian solas.
Mientras que en las paellas sin usar encontramos una inscripción en tiza para indicar su capacidad (de 2 a 14 personas), debajo de cada arroz se escriben mensajes como "Miralles 5" o "Minuto 10", que avisa del momento en el que se ha echado el arroz o la persona que ha realizado el encargo. "Aunque realmente los pasos están medidos y son siempre los mismos, porque somos muy puristas y seguimos la receta de mi familia", asegura Margós. Esto es, se pesan minuciosamente las cantidades de arroz y de sal (4'5 gramos) en una báscula que perteneció a su padre, se empieza con el sofrito de la carne y la verdura, y luego se deja el caldo a fuego fuerte durante 40 minutos. Cuando está listo, se reposa media hora, se echa el arroz, se infusiona con romero y otros 18 minutos de cocción. Solo se hacen concesiones en caso de que el cliente lo indique de manera muy específica, "porque la quiere menos salada, o con socarrat, por ejemplo", pero rara vez se altera el sabor, que ya es marca de la casa.
¿Quiere esto decir que se cierran a la innovación? Hay 30 tipos de arroz en la carta y 18 son clásicos: a banda, de verduras, de bogavante, fideuà... Todos con un máximo de dos o tres ingredientes. Ahora bien, han consolidado como clásicos del establecimiento recetas más personales, como el arroz de pato con ajos tiernos y alcachofas, o el de pollo campero con gamba roja. La experimentación se la guarda Pablo para Vaqueta y Pelayo, donde el arroz de pato, boletus y foie encandila a los comensales. El territorio que lidera su hermano Marcos es de hierro y de fuego, de crepitar y de llama, porque así lo han aprendido de sus padres y así lo quieren preservar para sus hijos. Y entre tanta penumbra, se abre la luz.
La existencia de este mundo de sombras es la que permite el universo de luces al otro lado de la puerta, apenas separado por la cocina. Hablamos de una sala nívea, resplandeciente, con las paredes pintadas en blanco y los rayos de sol colándose por todas partes, desde los amplios ventanales a los tragaluces del techo. Las Bairetas ha mantenido el mismo comedor desde hace 13 años, y el caso es que el espacio aguanta el paso del tiempo con dignidad pasmosa, apenas sometido a algunos retoques de decoración. Tiene capacidad para 120 personas, contando con las 18 mesas de la planta baja, el reservado de la planta de arriba y el privado de 16 plazas, además de las dos terrazas. Ambas con vistas a la montaña y al castillo, invitando a un sobremesa de invierno, o una cena de verano, que más quisiera cualquier terraza de València. De ahí que los Margós se hayan dispuesto a sacarle partido.
Si bien Las Bairetas venía siendo un restaurante para comer a mediodía, desde este verano tienen una propuesta made in Pablo para las noches de los viernes y los sábados. Una carta de fusión, parecida a la de los restaurantes del centro, donde bien te encuentras unas alitas de pollo al Tikka Masala, que un Temaki de langostino crujiente, aguacate y queso. Sushi, en Chiva; es posible. También hay cosas de aquí y de allá, de hecho, están las mismas bravas que sirve en el Trinquet de Pelayo, o una hamburguesa de vaca nacional madurada. "No rompe con la esencia del sitio. En realidad, es una manera de sumar", considera el chef.
Esta impronta de modernidad también está presente en los entrantes de la carta, que si bien se basan en ingredientes autóctonos y recetas clásicas, presumen de finura en la ejecución. De repente, la parpatana se baña en un escabeche japonés, o llega un Won Ton crujiente de bogavante, seguido de una molleja de ternera con piquillos confitados y mostaza. Todo esto se prepara en la cocina que sirve de limbo entre los paelleros y la sala, y que constata la transición que el restaurante está a punto de vivir, en realidad muy necesaria. Sería un error renunciar a las raíces, dejar de ser la buena casa del arroz por la que tanta gente ha viajado a Chiva, pero también negarse al soplo de aire fresco, casi leve brisa, que pueden imprimir las nuevas generaciones y que tan bien le está funcionando a Pablo en València. Hasta cierto punto, se agradecen los crossover a los que el chef es aficionado, y sobre todo, ese equipo joven que le sigue allá donde va, y que evidencia la comunión entre sus dos mundos.
Sobre la mesa, un vino Las Bairetas. "Mi padre plantaba algarrobas, cebolla y uva moscatel en una finca que, precisamente, le da el nombre a este restaurante. Como no le llegaba el dinero, se puso a hacer paellas", cuenta Pablo. En su honor, ha nacido el último proyecto del restaurante: un vino 100% Moscatel, elaborado junto a Bodegas Sentencia, que además se embotella sin clarificar ni filtrar. Lo que viene a ser un Orange Wine, macerado con las pieles, para ganar color y estructura. Y con el brindis de su copa, se cierra este capítulo. De padre y de hijos. Raíz, terruño. Ramas, crecimiento. En Las Bairetas apuntan al cielo.