La llamada Reina del Danubio es una ciudad vibrante, llena de energía y con una fascinante historia que se palpa en cada rincón
VALÈNCIA.-Es cierto que había visto fotos —¡qué atardeceres!—, me habían hablado de sus bondades, conocía la historia y los ruin-pubs (pubs en ruinas) pero más allá de eso no tenía razones reales para estar tan entusiasmada por conocer Budapest. Una ilusión con un pequeño traspiés nada más aterrizar. Era de madrugada y la cola de la caseta de los taxis del aeropuerto estaba repleta de gente que, como yo, quería llegar al hotel. Después de un buen rato esperando, un listillo intentó colarse en mi taxi, pero estuve atenta y le hice salir. Luego de una media hora de conducción bastante acelerada y de pagar los 8.000 florines (25 euros) ya estaba en el alojamiento. Eso sí, muerta.
Mi alojamiento estaba en el barrio judío —también conocido como Distrito VII— pero me levanté cansada y lloviznaba así que decidí empezar la visita por algo típicamente húngaro: darme un baño en las aguas termales de la ciudad. Para cumplir con el ritual acudí a un clásico: el balneario Széchenyi. Quizá es el más popular —y el más grande de Europa— pero también son muy interesantes el de Gellért, Rudas o Lukacs. Al pasar por el torno que da acceso al balneario de Széchenyi caes por el túnel del tiempo, con esos cambiadores con doble puerta —comprueba que has cerrado bien, que yo tuve un pequeño percance—, los edificios amarillos decorados con elementos arquitectónicos de distintas épocas y las balaustradas con esculturas de estilo renacentista moderno.
Una vez dentro, te embriaga ese aroma aristocrático de antaño que contrasta con gente como yo, que se ha dado un pequeño capricho (6.000 florines la entrada básica) y ahora disfruta a tutiplén sumergiéndose en las dieciocho piscinas (tres exteriores y quince interiores), las saunas o baños turcos. Lo cierto es que disfruté relajándome en sus aguas y viendo llover mientras estaba calentita en la piscina exterior —otro cuento era al salir—. El tiempo pasó volando pero estuve unas cinco horas (¿comenté que estaba cansada?). Aún adormilada me acerqué al castillo de Vajdahunyad, un conjunto arquitectónico algo ecléctico, con edificios de estilo Románico, Gótico, Renacentista y Barroco. Muy interesante.
Y ahora sí, una vez recargadas las pilas, era hora de comenzar a patear en serio Budapest, que es el resultado de la unión en 1873 de dos ciudades: Buda y Pest, situadas respectivamente en la orilla occidental y oriental del Danubio. Me quedé en la zona de Pest para visitar el barrio judío, donde unos 200.000 judíos que vivían en la ciudad fueron hacinados en un ghetto. Muchos fueron enviados a campos de concentración o asesinados a orillas del Danubio —de ahí el monumento de los zapatos— y no fue hasta febrero de 1945 cuando los soviéticos liberaron a los 70.000 judíos que aún vivían aquí.
Hoy, el Templo de los Héroes recuerda a los judíos que dieron su vida durante la Primera Guerra Mundial. Justo delante se encuentra la Sinagoga de Dohány, la más grande de Europa (con aforo de más de 3.000 personas). Son muy estrictos con el vestuario —no puedes entrar con pantalones por encima de las rodillas o camisetas de tirantes— y la primera impresión es extraña porque, con sus tres naves, recuerda más a una catedral que a una sinagoga. Además, está completamente decorada: lámparas con más de 250 bombillas, vidrieras multicolor, un techo repujado increíble, un órgano y un cementerio anexo —es inusual porque no se pueden construir cementerios al lado de los templos de culto judíos—. La visita termina en el Árbol de la Vida, un sauce llorón de metal creado por Imre Varga (1991) en cuyas hojas están grabados los nombres de las víctimas judías del holocausto nazi.
El día se echaba encima así que visité el Memorial del milenio en la Plaza de los Héroes (las siete estatuas simbolizan los siete jefes de las tribus que fundaron Hungría) y bajé por la famosa avenida Andrassy para ver la Ópera de Budapest y sus palacios para llegar a orillas del Danubio y el Puente de las Cadenas para ver el atardecer. Es curioso pensar que antes de que se inaugurara (1849) la única manera de cruzar el Danubio era en barco o, en invierno, caminando sobre sus aguas congeladas. Por eso durante la Segunda Guerra Mundial los alemanes destruyeron todos los puentes de la ciudad (incluido este, que se reconstruyó y reinauguró en 1949). Mientras el sol se ponía en la zona de Buda, la ciudad se llenó de magia, con el Parlamento iluminándose, los barcos de los cruceros cruzando el río y la gente paseando arriba y abajo. Fue tal la magia que me quedé allí tomando mi primera Arany Aszok.
La noche era joven así que me pasé por los míticos ruin pubs para tomar algo. Fui directa al Szimpla Kert (el primero de los primeros) y me pareció casi una casa de okupas: un edificio con multitud de dependencias donde tomar una cerveza en un sofá destrozado, en una bañera llena de cojines, en un coche... y todo ello con graffitis, ordenadores en las paredes, bicicletas y gnomos colgando del techo. Había tanta gente que me pasé a la ‘competencia’: Fogas Haz (la casa del dentista), mucho más tranquilo.
La mañana amaneció con un sol radiante, perfecto para descubrir la otra parte de la ciudad: Buda. Antes me pasé por el Parlamento, ubicado a orillas del Danubio en la parte de Pest y enfrente del Palacio Real (en la colina de Buda), para representar ese contrapeso con la monarquía. Es posible verlo por dentro —hay visitas guiadas— pero mi tiempo era limitado y me fui directa colina arriba (también se llega en funicular). Llegué a la explanada del bastión de los pescadores, llamado así porque durante la Edad Media había una aldea de pescadores, que eran los encargados de defender esa parte de la muralla. Se construyó en estilo neogótico y neorrománico y está lleno de escaleras, pasadizos, terrazas, torres (la entrada cuesta 800 florines, 2,5 euros) y arcos por los que poder perderse. Un conjunto que se construyó como complemento a la gran Iglesia de Matías que, levantada durante los siglos XIII y XV, ha ido sufriendo modificaciones y reformas a lo largo de los siglos. Puedes completar la visita perdiéndote por el laberinto del Castillo de Buda (2.500 florines, 7,74 euros), visitando la Galería Nacional Húngara, la Iglesia de Santa Ana o la estatua ecuestre del rey San Esteban I de Hungría.
De aquí bajé para dirigirme a la Basílica de San Esteban, el edificio religioso más grande de Hungría, y me acerqué hasta Gelarto Rosa para comprarme un helado de nata y fresa en forma de rosa. Y con esa felicidad me volví a dar una vuelta por la ciudad, ya con las luces iluminando los edificios y feliz de regresar con la misma ilusión con la que puse los pies el primer día.
* Este artículo se publicó originalmente en el número 57 de la revista Plaza
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