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La segunda ciudad de Corea del Sur se erige como uno de los destinos más interesantes de Asia por su combinación de templos, naturaleza y gastronomía
VALÈNCIA.-Busan lo tiene todo. La segunda ciudad de Corea del Sur no tiene nada que envidiar a las grandes urbes asiáticas, pero a una escala mucho más manejable. Si en Seúl lo que priman son los rascacielos y las avenidas kilométricas, aquí mandan los callejones atestados de neones, comercios de toda clase y puestos de deliciosa comida callejera. Una incesante sucesión de estímulos sensoriales de luces, ruido y aromas en suspensión que marca el ritmo de una ciudad que nunca duerme. Pero, a la vez, en solo unos minutos se puede escapar de ese bullicio para refugiarse en la quietud de sus templos, evadirse en los bosques que la rodean o pasear por bonitas playas de arena fina. Porque el fuerte de Busan es el conjunto: mar, montaña, gastronomía y una enorme oferta de ocio cuyo máximo exponente es uno de los festivales cinematográficos más importantes de Asia.
La lonja del pescado es, sin duda, el mejor punto para comenzar a explorar esta ciudad cuyo carácter portuario se palpa en cada rincón. El mercado de Jagalchi, en el corazón de la zona histórica de Busan a orillas del río Nakdong, es como una versión relajada de Tsukiji (Tokio), el mayor mercado de pescado del mundo. Aunque no alcanza sus dimensiones, el tamaño de Jagalchi impone, sobre todo a ojos de un occidental. A diferencia del frenesí que reina en el de Tokio, con las carretillas circulando a toda velocidad y los vendedores anunciando a gritos el género, el mercado de pescado de Busan destaca por la tranquilidad y el orden.
En los bajos de un enorme edificio con forma de ola, se despliegan centenares de puestos agrupados por producto que exhiben ejemplares a cuál más extraño. Casi todos ellos están regentados por mujeres que limpian el pescado a gusto del cliente. Lo típico es adquirir el pescado fresco en uno de estos puestos y subir a un gran comedor colectivo en la primera planta y que lo preparen para comerlo en el momento. El bocado más apreciado es un pulpo pequeño que los coreanos toman crudo, preparado como sashimi, y aún vivo, ya que los tentáculos troceados aún se retuercen sobre el plato como si quisieran escapar de los palillos.
El mercado de Jagalchi y los alrededores del mismo son idóneos para iniciarse en la sobresaliente comida coreana. No hace falta invertir tiempo en buscar un buen restaurante de comida local. En plena calle es posible saborear manjares propios de mesas de postín basados en pescados y mariscos que no tienen nada que ver con la fritanga a la que suele limitarse la oferta en muchas otras ciudades. Las mejores zonas son los alrededores de la estación de metro de Nampo, la plaza BIFF (Busan International Film Festival), o el mercado nocturno de Bupyeong Kkangtong, junto al complejo comercial Gukje. Lo más típico son los saquitos de tofu frito rellenos (Yubu-jumeoni), el pescado asado o desecado y, sobre todo, el ssiat-hotteok, o también llamado pancake coreano, relleno de una mezcla de semillas de calabaza y frutos secos. Prácticamente todo el mundo que pasa por allí se detiene en alguno de los carritos que lo preparan. Mientras lo saborean, los turistas suelen entretenerse buscando entre las estrellas estampadas en el suelo de la calle peatonal entre el antiguo cine Buyeong y el puente de Chungmu-dong, una suerte de paseo de la fama en el que han dejado su huella Jeremy Irons, Wim Wenders o Ennio Morricone.
Encaramado en una suave colina a un corto paseo desde Nampo se encuentra el rincón más pintoresco de Busan: la aldea de Gamcheon. Este conjunto de pequeñas casas llama la atención por el colorido de las fachadas, que forman una curiosa estampa al dar la impresión de estar amontonadas. El barrio, que también es conocido como el pequeño Machu Picchu o el Santorini de Corea, es perfecto para pasear y comprar recuerdos hechos a mano.
La agraciada ubicación de Busan, rodeada de montañas a orillas del mar de Japón, le permite contar con algunos de los templos más bellos de Corea del Sur, sobre todo por el espectacular entorno natural que los rodea. Dos de ellos destacan por encima del resto: el de Yonggungsa, un caso único en el continente de templo budista junto al mar, y el de Beomeosa, que se alza en una suave colina poblada de pinos y arces. A pesar de su proximidad al bullicioso núcleo urbano de Busan, entre los portales y pagodas de Beomeosa se respira una paz difícil de describir. Para llegar a este complejo religioso en la cima del monte Geumjeongsan bastan unos minutos en autobús.
El número 90, que parte desde la parada de metro que lleva el mismo nombre que el templo, es el que utilizan los fieles que suben al rezo, pero otros prefieren realizar la subida a pie y disfrutar el paisaje. Para asistir a este peregrinaje, lo mejor es ir a primera hora de la mañana y evitar los fines de semana, cuando la afluencia se multiplica. Los edificios que formaban el complejo religioso original fueron erigidos hace 1.300 años siguiendo uno de los estilos arquitectónicos más delicados y lujosos de la Dinastía Joseon, pero los que se observan hoy son reconstrucciones de 1713, ya que los primeros fueron destruidos en la invasión japonesa al territorio coreano en 1592. En otoño, cuando los bosques de los alrededores se transforman en un mar de rojos y ocres, la imagen del conjunto resulta totalmente espectacular.
Sin necesidad de salir de la ciudad, la mejor escapada urbana son las playas de Gwangalli y la de Haeundae. Especialmente concurrida en verano, Haeundae es considerada la mejor playa de Corea del Sur —por detrás de las de la Isla de Jeju— y cada año atrae a más de un millón de visitantes. En uno de los extremos de su paseo, que se prolonga 1,5 kilómetros, se encuentra una pequeña formación rocosa a cuyos pies puede observarse una réplica de la estatua de La Sirenita de Copenhague. El Haeundae Market, un mercado tradicional junto a la playa, ha sido recientemente transformado para albergar decenas de puestos de comida callejera basada en mariscos y pescados. El entorno de la playa de Gwangalli resulta algo más futurista, sobre todo por la presencia de complejos como el Centrum Shopping Center, inscrito en el Guiness como el mayor centro comercial del mundo; el recinto de exposiciones Bexco y sobre todo el Busan Cinema Center, sede del Festival Internacional de Cine de Busan.
Gyeongju, una pequeña ciudad histórica con ambiente de pueblo a apenas una hora en autobús desde Busan, es una joya a la que merece la pena dedicar al menos un par de días. El contraste con la atmósfera sofisticada y cosmopolita de Busan es espectacular, pero el atractivo de Gyeongju es la nostalgia por el esplendor perdido durante sus casi mil años como capital del Reino de Silla, el más duradero en la historia de Corea. Ese legado pervive en los mausoleos, templos y palacios que se concentran en el área histórica, un conjunto reconocido como Patrimonio de la Humanidad por constituir un auténtico museo al aire libre.
Allí se levanta el observatorio astronómico más antiguo de Extremo Oriente (Cheomseongdae) o hermosos palacios como el Anapji Pond. El momento perfecto para visitar este conjunto formado por el palacio de Donggung y el estanque Wolji es justo antes del anochecer, ya que su fachada iluminada reflejada sobre el agua es una de las escenas más fotografiadas del país. El diseño de los jardines es exquisito y el juego de reflejos que se crea con el follaje, especialmente con el estallido de color del otoño, resulta abrumador. Sin salir del área histórica se puede recorrer la aldea tradicional de Gyochon y maravillarse ante la acumulación de hanoks, tradicionales casas coreanas rematadas con los característicos tejados negros en forma de barca, y sobre todo ante el imponente puente cubierto Woljeonggyo sobre el río Namcheon.
Para conocer el vestigio más hermoso de Gyeongju es necesario recorrer algunos kilómetros. El Templo de Bulguksa, Patrimonio de la Humanidad desde 1995, alberga varios tesoros nacionales y está plagado de simbolismo. La enorme dimensión de este complejo religioso construido sobre una montaña en 528, durante la Dinastía Silla, no impidió que los arquitectos y artesanos que participaron en su construcción cuidasen hasta el más ínfimo detalle. Las dos pagodas de diez metros construidas en piedra junto al santuario Daeungjeon y el templo artificial de piedra hecho de granito llamado Seokguram Seokgul son lo más destacado de un conjunto cuya visita requiere varias horas y que supone un ejemplo perfecto de la talla de los atractivos de Corea de Sur, que aún pasan inadvertidos al turismo de masas.
* Este artículo artículo se publicó íntegramente en el número 50 de la revista Plaza
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