Existe una ciudad donde todos los tonos de azul se entremezclan entre sí para guiarte por callejuelas estrechas en las que se asoman coquetas puertas. Se trata de Chefchaouen, la ciudad azul de Marruecos
VALÈNCIA.-Siempre estuvo en mi mente visitar ChefChauen (también conocida como Chauen o Xauen). Mucho antes de que se pusiera de moda en Instagram e incluso antes de que cogiera mi primer avión sola. Y lo fue gracias al cantautor Carlos Chauen, que tomó por apellido artístico esta ciudad —conexiones que tiene la vida—. Daba igual cuántos kilómetros recorriera, la siguiente parada en mi tour por Marruecos iba a ser esta cuidad, situada al noroeste, en las montañas del Rif. Tres horas y media de viaje —llego desde Fez— en las que descubro los trucos locales, como hacerte señas con el conductor que viene de frente para saber si hay algún policía pendiente de ponerte alguna multa. Y sí, las ponen y bien a gusto.
Llego a ChefChauen a la hora de comer así que nada más entrar a la plaza de Uta al-Hammam escojo uno de los restaurantes que se asoma a la plaza para tomar una pastela y un té con menta. La comparto con un par de gatos que me miran con ojos de pena (soy una blandengue), pero también porque estoy más pendiente del trajín de los turistas que de ellos. Al poco seré una más en esa maraña de personas, dispuesta a entrar en ese laberinto de calles que conforman la medina. Antes, visito la Kasbah y con la tranquilidad de que nadie me espera paseo por sus jardines, subo hasta la Torre del homenaje —las vistas son muy bonitas— y visito el museo etnográfico. Al lado está la mezquita, pero la entrada solo está permitida a los musulmanes.
Suena extraño pero cuando pongo un pie en esas callejuelas que parten de la plaza para adentrarse a la medina descubro realmente el encanto de Chauen y me da la sensación de que entro en las profundidades del mar porque paredes, suelos, mezquitas y farolas lucen esta tonalidad. Es como si todo el Pantone de colores azules se desplegara ante mis ojos. Me dejo llevar por mi instinto y recorro sus estrechos callejones, sus escalinatas irregulares y me detengo en cada uno de sus rincones, decorados con macetas de colores, mantas y collares cuyos colores contrastan con las paredes azules. Todo ello en un orden perfecto, algo insólito en las medinas de ciudades como Fez, Marrakech o Meknes, en las que reina el caos y el bullicio. Y sí, porqué no decirlo, la suciedad.
De hecho, la medina de ChefChauen conserva intacto un aire medieval, probablemente porque fue considerada durante siglos una ciudad sagrada en la que los extranjeros tenían prohibida la entrada. Según me explicaron, Chouen fue descubierta gracias a que intrépidos aventureros y viajeros, disfrazados, se introdujeron dentro de sus murallas. El primero de ellos fue Charles Foucauld que pasó en 1882 disfrazado de rabino. Ha llovido mucho porque hoy las siete puertas que dan acceso al interior de la muralla están abiertas de par en par.
Seguro que también te asalta la misma pregunta que me hago en medio de ese caos: ¿por qué es azul? Me temo que no existe una única respuesta pues para unos este color ahuyenta a las moscas y mosquitos; para otros fueron los judíos quiénes a partir de 1930 empezaron a pintar puertas y fachadas para reemplazar el color verde del Islam y, para los más románticos, una vez el cielo y el mar se unieron con el fin de crear este oasis de calma y libertad. Lo que sí me explicaron que es para mantener ese azul, cada año tiene lugar la Laouacher, una fiesta antes del Ramadán en la que los habitantes de ChefChauen salen a las calles, con toneladas de pintura blanca y azul, para limpiar y encalar. Quince para ser más exactos.
Veo a tantos turistas haciéndose las fotos de Instagram que decido guardar mi cámara. Ya tendré tiempo de conocer el auténtico Chauen, el que aparece cuando los habitantes saben que la ciudad es para ellos y no de turistas y, ahora, influencers. Convencida de ser una viajera y no una turista acelero el paso y me llega un intenso olor a miel y pan recién hecho que me recuerda a mi niñez. Me acerco al horno, donde una señora mayor despacha a unos niños mientras una sombra al fondo saca los dulces del horno de leña. No lo dudo y compro shebbakiyyas, que están buenísimos y me dan un chute de energía que ni el Red Bull.
Me gusta pasear por el zoco, es abierto, entra la luz del sol y en un mismo espacio convivimos todos por unas horas. Hay bullicio pero también paz: los turistas con sus fotos, los gatos a sus anchas, los niños jugando con el balón o con sus móviles y los hombres sentados en diminutos taburetes atentos por si miras a las cestas, faroles, alfombras o colchas beréberes que caen sobre el muro. Si muestras interés, en un perfecto español te preguntan si necesitas ayuda. Y sí, también te preguntan si quieres cannabis —un negocio del que viven aproximadamente ochenta mil familias a lo largo de toda la región del Rif—. Al principio impacta su soltura con la lengua española pero mirando al pasado se comprende: en 1492, tras la caída del Reino de Granada, llegó a la ciudad un gran contingente andalusí que dio lugar al barrio de Rif Al Andalus y dio un impulso a la ciudad. Más tarde, en 1920, ChefChauen entraría a formar parte del protectorado español sobre el norte de Marruecos.
Mi rincón en esta ciudad lo encuentro casi por casualidad y pensando que me había vuelto a perder (iba sin mapa ni GPS). Se trata de la plaza El Hauta. La pintoresca fuente en el medio, los bancos de madera, las sillas de colores de la cafetería y la paz. Sentada en el banco —con el permiso de los gatos—, me explican que Chauen proviene de la palabra berberisca shawen, que significa «cuernos». De manera que el nombre oficial marroquí ChefChauen (Shifshawen) significa «mira los cuernos». ¿Y cuáles son esos cuernos? Pues los montes Tisouka (2.050 metros) y Megou (1.616 m).
También me cuentan un poco de la historia del lugar: la ciudad se fundó en 1471 sobre una pequeña población bereber y fue habitada, en gran parte, por exiliados de Al-Ándalus. Su fundador, Moulay Ali Ben Rachid, la construyó inicialmente como defensa contra los portugeses y la hizo parecerse a un pueblo andaluz porque a su esposa Lalla Zahra, una noble española convertida al Islam, le prometió que se parecería a su ciudad natal.
aquellas calles en las que un día antes había turistas ahora veo a mujeres llenando las garrafas de agua en las fuentes, los menores colocando los accesorios de las tiendas y en el manantial otras lavando la ropa
No sé si será verdad pero Chefchouen es completamente diferente a lo que he visto hasta ahora en Marruecos. Sigo en mi andar y no sé cómo, pero cruzo la puerta de la medina que conduce al manantial de Ras-el-Mâa. Las mujeres, con sus sombreros de paja, venden agua y la gente se refresca en la cafetería, cuyas sillas están sobre el agua del río. Queda poco para el atardecer así que me enfilo por el camino que sale del lavadero para llegar a la Mezquita del Buzafar (también llamada mezquita española).
No soy la única que tiene esa idea porque el camino está bastante concurrido. Suerte que tengo mi cantimplora llena porque eso me permite adelantar a todos los que se han detenido a comprar una botella de agua. Una vez arriba busco mi hueco para admirar la puesta de sol. Hay bastante murmullo en los alrededores pero cuando el sol comienza a caer se interrumpe de pronto y solo se escucha la llamada a la oración, que resuena por todos los rincones creando una atmósfera única. De hecho, esa imagen con todas las casas azules y blancas, el sol desapareciendo por las montañas y dejando un cielo amarillo por unos segundos se me ha quedado grabada en la memoria.
Deshago el camino y me voy a cenar a la parte nueva. Elijo un bar en el que soy la única guiri y me tomo unas tapas y una cerveza Casablanca (¡por fin!). No alargo la velada porque al día siguiente quiero ver cómo la ciudad se va despertando. Así lo hago. Me levanto con el canto del gallo —literal— y aquellas calles en las que un día antes había turistas ahora veo a mujeres llenando las garrafas de agua en las fuentes, los menores colocando los accesorios de las tiendas y en el manantial otras lavando la ropa. Me miran con recelo por si les hago una foto pero luego se dan cuenta que solo quiero disfrutar de lo que ellos tienen todo el año y, sí, hacerme las fotos que no pude el día anterior. Al fin y al cabo, todos queremos un recuerdo.
* Este artículo se publicó originalmente en el número 71 (noviembre 2020) de la revista Plaza