VALÈNCIA. El dinero nos hace creer que somos mejores que los demás. No lo digo yo, lo dicen los estudios de Paul Piff, psicólogo social de la Universidad de Berkeley. Su trabajo comprobó que, a mayor cuenta corriente, en peor persona nos convertimos. Hizo varios estudios con cientos de voluntarios descubriendo que los coches de alta gama se saltan los pasos de cebra un 50% más que los de baja gama, que las personas con sueldos más altos comparten menos y hacen más trampas para ganar y que, aunque nuestro padre sea el mismo emperador de Zamunda, creemos que merecemos lo que tenemos. ¡Porque yo lo valgo!
Esto es un artículo feminista
En uno de los estudios, pidieron a dos personas que jugaran al Monopoly. La primera jugaba según las reglas habituales. La segunda jugaba con dos dados, el doble de beneficio al pasar por la casilla de salida y el doble de dinero al comenzar la partida. Obviamente el segundo jugador obtenía rápidamente ventaja y ganaba, pero al preguntarles más tarde por su éxito en la partida, parecían haber olvidado que el punto de partida era absolutamente injusto. Hablaban de lo bien que habían jugado como si se mereciesen ganar. Como si hubiese habido igualdad de condiciones.
No es algo extraño. En una sociedad capitalista tendemos a pensar que somos lo que poseemos. Que valemos lo mismo que nuestra cartera. El que está arriba siempre cree que es mejor que el que está abajo, sin importar de dónde procedan ambos. Me hace gracia cuando los neoliberales hablan de meritocracia y se olvidan de que para que haya meritocracia debe haber igualdad de oportunidades. Si el juego está amañado, ¿cómo puede haber meritocracia? Conozco gente que ha heredado una empresa familiar y le molesta pagar impuestos porque dice que “se ha ganado lo que tiene”. Conozco gente enchufada por familiares en grandes empresas, bancos e incluso organismo públicos que creen que merecen ese puesto porque son mejores que el resto de candidatos. Mejores que los candidatos que nunca tuvieron la oportunidad de demostrar si valía, supongo. Conozco gente que vive de rentas familiares y se queja de las becas con las que muchos jóvenes se pagan la carrera para poder obtener un trabajo decente. Estos privilegiados creen que son merecedores de su suerte y que, los que tienen menos, están ahí por poco válidos, o peor aún: por vagos.
Ahora hablemos de la mujer…
En realidad esto es una introducción para hablar de feminismo. Porque muchos hombres (y mujeres, tristemente) esgrimen argumentos sobre la superioridad masculina basados en datos supuestamente objetivos: hay menos mujeres directivas, menos mujeres artistas, menos mujeres con estrellas Michelín, menos mujeres en la lista de la revista Forbes… sin darse cuenta de que el juego está amañado en este Monopoly en el que vivimos.
Estos argumentos, para cualquiera con dos dedos de frente, no nos hablan de la poca validez de las mujeres, sino de la poca validez del sistema en el que vivimos. Son síntoma de una enfermedad social que debería curarse lo antes posible. ¿No se nos debería caer la cara de vergüenza permitir que nuestras hijas tengan menos oportunidades que nuestros hijos? ¿O permitir que nuestras parejas trabajen el doble en casa por no haber nacido con pene? ¿En realidad creemos que nuestras amigas son menos válidas que nuestros amigos o nuestras madres se merecen menos descanso que nuestros padres? Por eso, por mucho que estemos cansados (y yo lo estoy, lo juro) de escuchar la palabra feminismo, patriarcado, paridad… del color violeta y de los eventos por los derechos de la mujer, siguen siendo absolutamente necesarios para que nos enteremos de que los hombres hemos nacido con dos dados, el doble de dinero y más bonificación en la casilla de salida. Y así no se puede jugar. O sí, se puede, pero hay una palabra para eso: vergonzoso.
Y una coda final sobre el 25N
Hace una semana fue el 25N, día en contra de la violencia de género. Muchos hombres expresaron en esa cloaca en la que se han convertido los foros digitales y las redes sociales, su disconformidad con este día. Porque a mí también me han pegado palizas de joven, decía uno. Porque también hay mujeres que agreden a sus parejas, decía otro. Porque ellas se lo buscan provocando, decía otro hablando de las agresiones sexuales. Y yo pensé en un profesor de Derecho la Universidad CEU San Pablo de Valencia, que negaba en clase la violación contando el cuento de la hija del Capitán:
—Papá, me han violado.
—Coge mi espada.
—Sí, papá.
—Ahora métela de nuevo en la vaina.
—… No puedo si no dejas de moverla.
—¡Pues eso deberías haber hecho tú, hija!
Y sentí profunda vergüenza por pertenecer a una sociedad donde ese profesor, Don Ismael Peydró, jamás fue echado de su puesto. Por pertenecer a una sociedad donde el obispo de Córdoba, Demetrio Fernández, dijo desde su púlpito -pagado con dinero público- que la mujer debería quedarse en casa porque ese es su deber. Sin consecuencia alguna por sus palabras. Donde Agustín Martínez, abogado de algunos miembros de “la manada” contrata un detective para espiar a la víctima. Donde los lectores se escandalizan de que cite nombres, porque no estamos acostumbrados. Nuestro silencio los encubre. Nuestro silencio es machismo. Tenemos más tacto con el agresor que con los agredidos. Nuestros jueces ponen escolta a las víctimas de acoso, alterando su vida normal, en lugar de poner vigilancia a los acosadores, que viven tan tranquilos. Y me dije que la revolución feminista nos convertirá a los hombres en mejores personas porque dejaremos de ser cómplices de un sistema injusto. Porque algo no está bien cuando conozco decenas de chicas que tienen miedo de volver solas a casa y, sin embargo, ni un solo varón. Y solo eso ya vale una revolución.