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Cuba antes de The Rolling Stones: El año que fui 'El Rey de la Habana'

La capital de Cuba es uno de esos lugares que deberían visitarse obligatoriamente al menos una vez en la vida; una ciudad real y mítica que ya está dentro de nosotros incluso antes de haberla pisado

8/08/2016 - 

VALENCIA. Esta historia comienza de la manera en que comienzan los mejores viajes, con un hecho inesperado que en mi caso adoptó la forma de una herencia que no contaba con recibir, mucho menos teniendo en cuenta que quien me legaba un porcentaje de sus ahorros ni siquiera había muerto. El Efecto 2000  que no nos extinguió llevaba ocho años enterrado bajo las hojas del calendario y quien escribe lucía unos muy saludables veintiún años, algunos piercings en zonas poco visibles que ya han cicatrizado y una gran cantidad de ideas preconcebidas -y otras propias en construcción- sobre la libertad, el amor y otros asuntos universales que en la veintena temprana rigen de un modo absoluto la vida de quienes tienen todavía mucho que aprender de los grises, los matices y las múltiples caras de las cosas. 

Recibí la noticia en el transcurso de una comida familiar de domingo: mi bisabuela deseaba vernos disfrutar su herencia y por tanto había decidido repartir ya el dinero que había podido guardar durante años de austeridad. Aquello cayó como un deus ex machina repleto de posibilidades, y de entre todas ellas, sin duda, la que cobraba más y más fuerza con cada latido de mi agitado corazón era el viaje. Y no de un modo abstracto: quería cruzar el Atlántico, quería volver a América. Quería ir a Cuba. En las antípodas del Estados Unidos que había conocido años antes pero solo a unos pocos kilómetros de su costa, Cuba se me antojaba una Galia caribeña, una fortaleza para defender un modelo de sociedad que ya apenas podía resistir el desgaste del embargo. Aquella Cuba a la que pretendía viajar ni soñaba entonces con que solo ocho años después recibiría al primer presidente negro de la historia de su enemigo número uno, igual que nadie habría creído que tan poco tiempo después sus mismísimas satánicas majestades, The Rolling Stones, darían un concierto que pasaría a los libros de Historia como símbolo del cambio en la isla -próximamente se estrenará la película rodada a propósito del acontecimiento, que lleva por título Havana Moon: The Rolling Stones Live in Cuba-. 


Un favor personal de la dueña de una agencia de viajes nos permitió a mi pareja y a mí esquivar el tradicional e insulso paquete del todo incluido y sustituirlo por una excitante semana en La Habana aderezada con una corta estancia en las playas de Varadero. El impacto al bajar del avión fue mayúsculo. Definitivamente no había conocido nada parecido, podía respirarlo. El aire era denso, rebosante de humedad; el calor, sofocante hasta lo indecible incluso de noche. El hotel Tryp Habana Libre, admirado desde su vestíbulo, parecía hecho para gigantes. Uno se sentía allí poca cosa, y este encogimiento habría sido mayor de no ser por una sutil decadencia que pese a todo, formaba parte de la personalidad y dignidad marchita del edificio. Pocas horas después de aterrizar amanecí en La Habana, en una mañana de esas que no se olvida jamás. El paisaje que enmarcaba la ventana de la habitación era un cuadro pacífico, una hermosa pintura donde no encontraba el bullicio que inconscientemente esperaba encontrar. La ciudad no era cómo pensaba -algo que casi siempre ocurre cuando uno viaja-, aunque por otra parte me resultaba tremendamente familiar. 

Aquellos fueron días de asombro constante: la librería de poesía con la que topamos accidentalmente en la Habana Vieja y en cuyas estanterías se amontonaban fabulosas ediciones, el caricaturista que me descubrió el tabaco negro cubano auténtico en La Bodeguita del Medio, el Malecón de los amoríos de todas las edades, el Callejón de Hamel con todo el arte afrocubano de Salvador González Escalona, el piso clandestino al que subimos haciendo un recorrido por azoteas que no habríamos sabido deshacer para conseguir unos Romeo y Julieta y una caja de Cohiba, el tatuaje del Che que rechazamos. Incluso nos permitimos ciertas licencias dentro del presupuesto como asistir al Cabaret Parisien en el Hotel Nacional, un monumento con habitaciones donde probé por primera y última vez la langosta. Finalmente nos despedimos de Cuba en un Varadero que nos recibió con un mural que rezaba “Todo lo que aquí se recauda es para el pueblo”, donde los empleados del complejo robaban a escondidas la comida del buffet y lagartos de brillantes escamas azules y verdes convivían con forasteros enrojecidos por el Sol inclemente. 

Han pasado ocho años desde que pasé una semana a cuerpo de rey en La Habana. Siete días. Lo justo para no conocer nada de una ciudad poliédrica en lo que a realidades se refiere. Se suele decir que es que el análisis es complejo. Lo es. Probablemente por eso, leer El Rey de La Habana, obra del matancero Pedro Juan Gutiérrez que sigue a su Trilogía sucia de La Habana -y que fue adaptada al cine por Agustí Villaronga- hiciese que reinterpretase mis memorias de aquellos días, que ya las creía yo críticas y ni por asomo. En el libro, el Rey es solo un muchacho llamado Reynaldo a quien una vida ruda y áspera, coronada por un día catastrófico, lo llevan a buscarse los pesos en la calle de la manera en que sea, como todo el mundo: “Aquel pedazo de azotea era el más puerco de todo el edificio. Cuando comenzó la crisis en 1990 ella perdió su trabajo de limpiapisos. Entonces hizo como muchos: buscó pollos, un cerdo y unas palomas. Hizo unas jaulas con tablas podridas, pedazos de latas, trozos de cabillas de acero, alambres. Comían algunos y vendían otros. Sobrevivía en medio de la mierda y la peste de los animales. A veces al edificio no llegaba agua durante muchos días. Entonces vociferaba a los muchachos, los despertaba de madrugada, y a golpes y empujones los obligaba a bajar los cuatro pisos y subir por la escalera unos cuantos cubos, de un pozo que increíblemente estaba en la esquina, cubierto con una tapa de alcantarillado”. 

Eso no se ve en un primer viaje. La Habana que describe Gutiérrez de un modo seco y brutal, está más escondida de lo que parece y a la vez está ahí mismo, al alcance de la mano. Todo eso, todo ese dolor es tan cubano como el cañonazo de las nueve. Pero ahora Cuba se abre, dicen, y hay quien se alegra y hay quien padece. La mayoría no ha notado todavía los beneficios del retorno de Mr. Marshall, pero el cerco se ha levantado y la maquinaria se ha puesto a funcionar. Pronto todo será distinto. Quizás la próxima trilogía de Gutiérrez ya no sea sucia sino lavada, en esta Cuba que más que abrirse, la han abierto. 

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