Fue el más grande en el boxeo pero también fuera del ring, un héroe de reputación mundial al que ahora podemos conocer de un modo más íntimo a través de las palabras de uno de tantos que le acompañaron
VALENCIA. Por la vida del boxeador más grande de todos los tiempos pasaron miles de personas, e incluso puede que “miles” se quede corto: todo el mundo quería algo de él desde que comenzase su meteórica carrera deportiva, que le llevó pronto a lo más alto. Cassius Clay / Muhammad Ali no solo se movía sobre el cuadrilátero como nadie, no solo volaba como una mariposa y picaba como una abeja; también era capaz de librar peleas durísimas fuera del ring y salir magullado pero victorioso de ellas. Ali era un héroe enorme en muchos sentidos, un niño de metro noventa y dos con un ego de proporciones divinas que sin embargo se daba a cualquiera que se cruzase en su camino.
Nadie podía con él sobre la lona, pero no fueron pocos los que abusaron de su generosidad fuera de ella. Su caso es único: ni siquiera iconos archiconocidos del deporte como Michael Jordan o Maradona han llegado a tener la relevancia de Ali, el luchador que inspiró a Mandela, el objetor de conciencia que plantó cara a la administración estadounidense por negarse a matar en un país ajeno para que otros se llenasen los bolsillos, el negro de Kentucky que renegó de un nombre que consideraba de esclavo para adoptar otro libremente a la altura de sus convicciones.
Entender la figura de Ali no es tarea sencilla. Él estaba hecho de otra pasta, y pese a decir tanto como dijo en sus muchas declaraciones, probablemente casi nadie llegó a acceder a su complejísima mente ni a su forma de entender la vida, ni siquiera los más cercanos. Su seguridad en sí mismo era tan abrumadora que podría considerarse casi un trastorno, sin embargo, su devoción hacia la vida le hizo entregarse a todos sin reservas, como un mesías temible y bonachón que tan pronto rechazaba un contrato millonario colgando un teléfono y dejando con la palabra en la boca a un productor de Hollywood, como regalaba grandes sumas de dinero de un modo discreto sin esperar nada a cambio. Ali se consideraba el más grande de todos los tiempos -en sus dedicatorias afirmaba que no habría otro como él y aseguraba que a su retirada el boxeo entraría en decadencia- a la vez que se sabía solo polvo, como todo a su alrededor: polvo las leyendas y polvo los nadies, polvo los destartalados gimnasios de barrio que conoció y los grandes coliseos, polvo los profetas de la calle y los grandes templos.
El Campeón ha sido el ídolo de millones de personas; a día de hoy -cinco meses después de su muerte- sigue siéndolo, y cabe suponer que seguirá despertando la admiración incluso de quienes no lo conocieron en vida en los tiempos venideros, como ocurre con esos músicos o escritores muertos cuyo legado les sobrevive y les hace inmortales. Imaginemos entonces por un momento lo que debe ser poder decir que uno fue su amigo, que lo vio emerger un día de su autocaravana Winnebago aparcada en casa de su madre, que a continuación cenó con él y que a partir de ese momento recibió su cariño, que fue víctima de sus habituales bromas, que se midió tímidamente con el peso pesado de los pesos pesados con unos guantes de por medio, que fue agasajado con sus atenciones y premiado con su sabiduría. De todo esto y de mucho más puede presumir el periodista y escritor Davis Miller (Carolina del Norte, 1953), quien ha consagrado su carrera literaria al genio de Louisville. Él es autor de En busca de Muhammad Ali. Historia de una amistad, un compendio de narraciones en las que Miller, que se autodenomina estudioso de Ali, aporta sus experiencias a todo lo escrito con anterioridad sobre el boxeador, permitiendo que conozcamos un poco más del hombre que fue en el crepúsculo de su gloriosa existencia.
Pero no podemos culpar a Miller por ello ni exigirle una insípida imparcialidad, al contrario, es de agradecer que se deje llevar por el amor incondicional que le profesó a su fuente de inspiración desde los once años, ese deportista imbatible con fe en el amor a quien seguía con un transistor escondido en la almohada, ese portento capaz de disparar una decena de golpes en poco más de dos segundos para noquear a un rival de la vieja escuela y dejar claro que una nueva forma de practicar el boxeo había llegado en los puños de un ángel negro. Dicen que la última pelea con Frazier -según muchos analistas y entendidos, la mejor de todas en las que participó- tuvo graves consecuencias en la salud de Ali, quien sufriría el párkinson hasta el final. Él sin embargo prefería atribuir su enfermedad a los designios de Alá, que le recordaba con ella que era solo un hombre, nada más que eso. Sea como fuere, Muhammad Ali tenía algo que no se ha vuelto a ver.
Ni siquiera la muerte ha logrado dejarlo fuera de combate.