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Contaba el abuelo de alguien con una gran frustración que en una reunión a la que decidió asistir invitado por un amigo -primera y última vez y por equivocación-, a la gente se le inflamaba la boca con nosequé necesidad de resistir frente al invasor catalán y a nosecuántos invasores más, contaba ese abuelo de alguien que a tenor del clima que reinaba allí uno esperaba en cualquier momento escuchar el tableteo de una escalera cayendo contra la fachada o el estallido de un cristal y el clanc metálico de un gancho que se afianza en el marco de una ventana: al parecer vivía en un dramático asedio y no se había enterado. La tradición corría un peligro mortal, pero lo más extravagante de toda la situación era que los aguerridos cruzados que pretendían defenderla, la desconocían por completo. No solo es que no hablasen ni una palabra de esa lengua que decían que no tenía nada que ver con la del invasor, sino que a duras penas podrían haber nombrado una comarca, un río, una sierra, un músico, un pintor o un libro de esa terreta que reclamaban como suya y de la que excluían a casi cualquiera. De hecho conocer una comarca, un río, una sierra, un músico, un pintor, un libro o hablar con corrección esa lengua que ya hablaban los primeros organismos pluricelulares según los datos que manejaban despertaba suspicacias o te ponía directamente en el punto de mira: no cabía duda, eras un agente encubierto del invasor. Deportación, aunque uno ya estuviese en casa.

No falla: quienes más sulfurados viven y más amenazas detectan en su día a día, a quienes más consterna que la mezcla haga caer en el olvido su historia y sus costumbres, son quienes más las desconocen, más allá del tópico. Los más ignorantes. Por suerte la ignorancia tiene cura, pero uno debe tener un interés real y no solo ganas de repartir carnets de autenticidad o insultos envuelto en una gran bandera sintética made in China. Este fenómeno no es exclusivo de ninguna terreta, sino que por el contrario es una peste que asola el mundo desde tiempos inmemoriales y que en plena era de la información y la comunicación, lejos de haber sido extinguida, se propaga con mayor facilidad que nunca. Sin ir más lejos en España y en Europa vocean y garabatean soflamas identitarias energúmenos que con toda probabilidad se vean en aprietos para responder a la pregunta de cuándo fue la última vez que leyeron un libro. La opinología televisiva nos ha hecho creer que cualquier rebuzno es una opinión y que todas las opiniones valen lo mismo porque esta es la tuya y esta es la mía, pero la igualdad es ante la ley, no ante la razón, y por descontado no vale lo mismo un graznido afónico basado en el titular de una noticia que no se ha leído, que un argumento contrastado. No existe algo así como la pureza en lo que a la historia humana se refiere, porque desde el mismo instante en que la evolución quiso que nuestra especie se desarrollase por medio de la reproducción sexual, la combinación es el motor de todo lo que nos concierne, por eso es imprescindible huir a toda prisa de telepredicadores que hablen con las venas del cuello y de la frente muy hinchadas de supuestas líneas de sangre prístinas y legendarias, de tribus ancestrales nunca contaminadas o de héroes guardianes con la misión de defender una cultura inmaculada y superior.

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