La editorial Jekyll & Jill reedita en pequeño formato tres años después de su estreno esta epopeya irrealista que une en una misma historia lo terrenal, lo espacial, lo humano y lo divino
VALENCIA. Dos hombres aguardan la gran migración de los renos desde un puesto de caza en la Costa del Norte. A su alrededor solo existe la blancura desprovista de compasión de una inabarcable tundra; frente a ellos, la impasible playa de Hommstadt no aguarda, simplemente es. En tales latitudes extremas y septentrionales la supremacía está del lado de los elementos no biológicos; ellos, los renos, los líquenes o los inconcebibles y desconocidos seres que habitan bajo la superficie gélida del océano son meras anécdotas vivientes cumpliendo sus funciones vitales bajo un sol omnipresente. Los renos no llegan y los días pasan en el habitáculo, un refugio minimalista con enseres básicos, herramientas, algunas armas y su correspondiente munición. También existe un pequeño nicho -la cripta-, un refugio dentro del refugio en el que cobijarse si las cosas se ponen feas. Una habitación del pánico. Afortunadamente, todavía no han visto ninguna cucaracha.
A Stefano Lenz le llaman el generalito sus subordinados a sus espaldas. Hombre de maneras de otra época, es el responsable de haber dado con un magnífico yacimiento de litio para la compañía allí mismo, en la Tierra, a solo unos pocos metros de profundidad bajo las interminables llanuras heladas del Norte. Un descubrimiento que generará una inmensa fortuna a la empresa, y todo gracias a él. Su misión le obliga a vivir en la base de Furth/Isoko Lithium-3000, rodeado de profesionales del sector y militares que pese a sus buen hacer en sus respectivos campos de trabajo, no le suponen ningún estímulo: simplemente peones, algunos, de hecho, rudos y problemáticos, una influencia nefasta para sus hijos y una desagradable tentación para su mujer, aburrida y excesivamente a gusto entre la vulgaridad tabernaria de sus subalternos. Los días habían transcurrido sin demasiados sobresaltos hasta que dieron con el cazador perdido en la nieve de cuya desaparición habían sido alertados. Cómo puede seguir vivo es un completo misterio.
Imágenes bíblicas muy matéricas, pinturas “de abrumadora grandeza armagedónica”, según los entendidos. Así es el trabajo de Anselm Des Près, pintor de la ciudad norteña de Sitka, propensa a provocar visiones del fin del mundo entre artistas e intelectuales locales. Pese a profesar -al menos por tradición- la fe católica, Des Près ha encontrado un mercado muy lucrativo entre los Testigos de Jehová, fervientes admiradores de sus obras barrocas y trágicas, de sus cristos mendigos y sus paisajes anacrónicos en los que vuelca todo el sufrimiento que es capaz de encontrar en calles, vertederos o morgues. La Confederación del Norte es un territorio terriblemente hostil al que el ser humano todavía no ha logrado adaptarse, y probablemente, nunca lo haga. No hay lugar para nuestras finas pieles en sus nieves, pese a que con gran esfuerzo se mantengan los asentamientos. Es imposible desprenderse de la sensación de que la amenaza de las cucarachas, los elementos o un mal no previsto abatiéndose sobre ellos en aquellas condiciones de aislamiento, podrían deshacerlo todo de un día para otro. El desprèsianismo tenía que nacer allí por fuerza.
Un transbordador parte rumbo a la Abadía orbital de Isenheim, un monasterio benedictino interestelar que brilla en mitad del cosmos como una perla en las profundidades marinas. Sus habitantes, consagrados al cultivo de unas algas acuáticas sumergidas en los gigantescos acuarios que son las plantas superiores de la estación, están condenados a pagar su fe con la destrucción de su ADN por las radiaciones de las estrellas, que en todo momento les acompañan y en todo momento les atraviesan. En el transbordador que pronto llegará a la abadía viaja un abogado acompañado por su guardaespaldas: la misión del primero es recuperar el Políptico de las estrellas, obra cumbre de un oscuro artista de la ciudad de Sitka; la misión del segundo servir de escolta, pese a que el destino se le presente como un remanso de paz en el que tomarse un descanso de las tribulaciones propias de la vida en un lugar sin futuro. Desde las cristaleras de la Abadía de Isenheim, la Tierra es una lejana masa gris.
Nada de lo humano le es ajeno a Cortina, ni tampoco lo infrahumano o lo ultrahumano. En cierto momento de la novela, se dice lo siguiente: “Nunca antes había tratado con alguien dispuesto a sacrificarlo todo y a robar por la celebridad. Pero no cualquier tipo de celebridad, sino la fama que previamente habían elegido tumbados en sus camas, a solas, sacando de la boca ensoñadas volutas de tabaco en serie, como un motor. Con la mirada fija en alguna cosa. En esos trances envanecidos, dicen, asalta el espectro de la posteridad a los artistas”. ¿Se vería Álvaro Cortina a sí mismo en el pasado de esta forma, convencido de que iba a dar que hablar con todo lo que tendría que escribir? Y hablando de ver, de ver más allá, ¿será casualidad la presencia constante de vigías a lo largo de las cuatro historias que configuran Deshielo y ascensión?