Un documental que acaba de estrenarse en España se pregunta los porqués de tanta mentira, ya sea política, como las armas de destrucción masiva de Irak; deportivas, como el dopaje; o financieras, como el maquillaje de resultados
VALENCIA. “La mentira es la que manda, la que causa sensación, la verdad es aburrida”, cantaba el grupo vizcaíno Eskorbuto en los lejanos ochenta, cuando todavía nos creíamos los deportes profesionales, a algún político o a alguien de éxito que triunfa en la vida. Hoy lo ponemos todo bajo sospecha, a veces muy injustamente, pero es que la prosaica realidad nos ha golpeado en los dientes como una barra de hierro en demasiadas ocasiones en lo que llevamos de siglo XXI y parte del anterior.
Un documental que ha llegado a nuestras pantallas, (Dis)Honesty: The truth about lies, se ha propuesto analizar en la medida de lo posible este fenómeno. Cómo, a través de la mentira y el fraude, intentamos conseguir réditos a pesar de que en la mayoría de las ocasiones nos llevarán por el camino de la amargura.
¿En la mayoría? Eso no lo podemos saber, si mentir no funcionara, no habría tanta gente sirviéndose de la deshonestidad para conseguir sus fines. Pero el documental se basa en eso, consta de entrevistas a personas arrepentidas por haber metido en algún momento de su vida. Algunos de ellos son casos que no revisten mayor importancia. Una mujer, por ejemplo, que harta de que su marido no la hiciera caso ni se acostase con ella recurrió a la famosa web Ashley Madison para sentir que aún podía seguir atrayendo a alguien. Otra, que mintió sobre su domicilio para matricular a sus hijos en un colegio. Nada que merezca atención.
En el caso de Walter Pavlo, que realizó un fraude millonario en la contabilidad de una gran empresa y que acabó en la cárcel, la explicación es curiosa. Este hombre se encontró con que en los balances de MCI, su empresa, había un cliente que debía 50 millones de dólares desde hacía demasiado tiempo. Habló con su jefe de que deberían notificarle la situación a los accionistas, pero estos le dijeron que no era para tanto, que lo diera como pagado y que ya se arreglaría la situación. El contable no encontró demasiado problema para ocultar este agujero en los libros. Ni estos cincuenta millones ni cien más.
Con el paso del tiempo, la situación se agravaba, porque los clientes no pagaban. Walt se lo comentó a un amigo y éste le dio una solución en la cuál ambos se forrarían. Hizo de mediador entre la empresa y los clientes para liquidar la deuda. El pago con la quita, no obstante, se lo embolsaría él en las Islas Caimán y se lo repartiría con Walt. Así fue y así se hizo. Walt fue al paraíso fiscal a recoger su parte del botín.
“Me sentía poderoso e intocable”, confiesa. Pero a los seis meses le pillaron. En total, fue un fraude masivo de cuatro mil millones de dólares. Una doctora explica cómo poco a poco pudo verse metido en esta espiral y seguir aumentando las mentiras y su fraude.
Es lo mismo para Joe Papp, ciclista profesional. Mientras estudiaba, se dedicó al ciclismo y le fue bien. Llegado un momento, tomó la decisión de dejar los libros y dedicarse íntegramente a la bicicleta, sin embargo, en el ciclismo profesional vio que algo fallaba. Cuando creía que iba a poder ganar una carrera, se las veía y deseaba solo para llevar el ritmo. Se sintió un fracasado. Un día se lo comentó a un compañero de equipo y este se río en su cara. Confiesa que se sintió cómo si le hubiera contado un chiste muy bueno que él no entendía. Era que el pelotón iba más dopado que los soldados puestos de Pervitin en la II Guerra Mundial.
Pronto vio a una doctora a la que le comentó su problema, los demás corren más que yo, y ella le prescribió EPO. Desde entonces, inició una carrera que acabó abruptamente cuando en 2006 fue suspendido por la USADA por dar positivo y en 2007 fue detenido por tráfico de sustancias dopantes. Después vino el arrepentimiento y su testimonio en el diario L´Equipe contándolo todo. En este documental reconoce que haber sido un fraude destruyó su vida.
Y también en el deporte, tenemos en caso de un árbitro de la NBA que confiesa que len a mayor liga de baloncesto del mundo los árbitros favorecen a los equipos con estrellas para que lleguen más lejos y el negocio siga funcionando. Un día le comentó esto a un amigo y, puestos a mirar árbitros y cruces, pudo adivinar quién iba a pasar de ronda y quién no. Por lo visto, dice, los colegiados quieren arbitrar los playoffs y eso solo se consigue llevando los partidos como le gusta a los dueños de la NBA.
Fueron apostando juntos hasta que su amigo comenzó a hacerlo también con el crimen organizado por mucho más dinero. De pronto, los gángsters fueron a visitar al árbitro para anunciarle que si dejaba de pasar la información iban a visitar a su mujer y a su hija. Cometió un pequeño fraude, se dejó llevar y terminó atrapado. La policía desarticuló la red de apuestas y le detuvieron.
Los científicos del documental, en estos tiempos de armas de destrucción masiva y Lehman Brothers, analizan qué llevó a estos personajes a no ser conscientes de lo que ocurriría el día de mañana, pensar de forma racional, y entender por lógica que no llegarían muy lejos.
Por lo general, explican, los humanos somos cortos de vista, nos cuesta pensar a largo plazo. Incluso, tendemos más al autoengaño que a engañar a los demás. Todos pensamos que conducimos mejor que los demás, que el cáncer no nos va a matar a nosotros, o un infarto, señalan. Además, todos mentimos diariamente sin que eso nos lleve a pensar que somos malas personas. Ahorrándonos algo al pagar los impuestos, maquillando nuestro perfil en una web de citas…
En el reino animal el engaño es fundamental para la supervivencia. Hasta los niños reconocen que a veces hay que mentir para que la gente sea feliz. De hecho, ellos lo hacen para divertirse, porque estimula su imaginación y aumenta su creatividad. Es más. si el niño no aprende a mentir, de adulto perderá la capacidad tan necesaria de anticipar el pensamiento de los demás.
En un experimento que hicieron con un test en el que se pagaba por problema matemático acertado, pero no se corregían los resultados –se metían en una trituradora de papel falsa para que creyeran que no había forma de comprobarlo- los profesores comprobaron que a la hora de decir ellos mismos cuántos ejercicios habían hecho bien, un 80% de los participantes mintieron. Eso sí, solo una minoría lo hizo exageradamente. La mayoría mintió un poquito. Es una inclinación, se conoce, natural.
Pero en casos de extrema gravedad que arruinan vidas, en particular la propia, estos científicos hablan de algo más. Es el conflicto moral. Los polígrafos, dicen, no detectan la mentira si no existe este. Si mientes por lo que entiendes que es una buena causa, no hay agitación emocional. Esa buena causa no se trata solo de, por ejemplo, proteger a la prole. También tiene mucho de autoconvencimiento de que todo está en orden.
El conflicto moral se disipa como todos sabemos bajo el “todos lo hacen” y una vez que empezamos a mentir la probabilidad de que vuelvas a hacerlo es más elevada. Cuando uno miente un poco, su cerebro emite una respuesta de malestar moral. Pero la enésima vez que uno miente, la respuesta es menor. Va descendiendo. El cerebro se rige por un principio muy básico: se adapta. Codifica sus respuestas con puntos de referencia. De no mentir nada a mentir algo, hay un paso que le hace reaccionar. De mentir un poco a un poco más, ya da una señal mucho menor hasta no dar ninguna y que uno se mueva en el fraude con naturalidad. En este párrafo tienen el resumen de las siete temporadas y media de Los Soprano.
Luego se citan otras circunstancias, como la de los mentirosos compulsivos, que entran en una especie de trance cuando meten bolas a través del cuál pueden llegar a sentir sus historias como reales. Uno que se inventaba jugadas de basket alucinantes y se las contaba a su familia confiesa que era consciente del ridículo que hacía, pero que al narrar aquellas fantasías como si hubieran ocurrido esa tarde podía sentir “hasta la textura de la pelota”.
Por otro lado, concluyen que la mentira es contagiosa y que los países donde hay más confianza en el vecino, los dichosos escandinavos, eso se traduce en mayor desarrollo económico. La confianza social es una ventaja, concluyen. Un poco de Perogrullo, pero viajan a un colegio donde enseñan a los alumnos a pagar por el material escolar sin que nadie les vigile, advertidos de que si roban se quedará sin trabajo algún empleado, para introducir la honestidad entre ellos de forma racional lo más pronto posible. Nosotros no les vamos a mentir, una vez visto un documental así, lo tenemos claro: queremos más.