La nueva entrega de 'Los crímenes de Fjällbacka', una historia impactante, cruda, angustiosa y retorcida, será capaz de congelarte el corazón en pleno agosto, y también de atraparte hasta el final
El mundo no es siempre un lugar bonito. El mundo es un escenario en el que la mayoría jugamos un papel decente, aceptable, en la línea de lo correcto; un papel que se ajusta a lo conveniente para que la convivencia sea posible sin demasiados conflictos. Sin embargo, en el mundo también existen otros papeles. Personajes anónimos con guiones anómalos, secundarios entre bambalinas que se salen de la norma e introducen en la historia secuencias inesperadas, nudos conflictivos, desenlaces trágicos. Son un elenco minoritario, depredadores solitarios que nos obligan a corregir y a reparar, renglones torcidos. Son hermanos fascinantes y terroríficos, monstruos sangre de nuestra propia sangre a los que no conseguimos comprender y que no obstante aparecen en nuestras familias cada cierto tiempo, de forma recurrente. Los monstruos de la vida real no se esconden bajo la cama ni en el armario, no se presentan tras una invocación ni tienen garras, lomos peludos u orejas puntiagudas. Si fuese tan sencillo. Los seres más pavorosos, los más dañinos, eran “muy agradables”, eran “atentos y educados”, saludaban siempre al cruzarnos con ellos en la escalera. Es realmente difícil identificarlos.
Hasta hace bien poco, ni siquiera sabíamos de sus patrones ni sus costumbres. Los conocíamos por sus actos, pero no disponíamos de una categoría para ellos. Más tarde -recientemente-, la psiquiatría y la psicología comenzaron a elaborar perfiles. Se propusieron definiciones. Se trató de hacerlos encajar en un marco. Se obtuvieron resultados. Pero a cada caso nuevo que salía a la luz, surgían preguntas. ¿Qué caracteriza al psicópata? ¿Es siempre peligroso? ¿Cómo podemos protegernos de su falta de empatía? ¿Qué podemos hacer con ellos y ellas? La ciencia trabaja concienzudamente para dar respuesta a estas preguntas. La literatura, por otra parte, se encarga de pintarnos paisajes que desde la ficción o la no ficción, nos muestran los eriales de la existencia humana. Desde A sangre fría de Capote hasta Una investigación filosófica de Philip Kerr, pasando por 1.280 almas de Jim Thompson, las letras se han empeñado en enseñarnos que bajo la capa de normalidad y monotonía que nos cubre y nos hace sentir tranquilos, se esconden congéneres capaces de lo impensable. Un vecino, una hermana, un marido o una madre. El rol no importa. Solo lo que ocurre puertas adentro.
Pongamos por ejemplo: una niña semidesnuda emerge de pronto de un gélido bosque sueco. Titubeante, se adentra en una carretera, no ve un vehículo que se acerca, es atropellada. Algo en su mirada alerta a una testigo: el horror se manifiesta en su rostro de púber. El mal ha dejado su huella. No tiene ojos, alguien se los ha extirpado. Tampoco cuenta ya con su lengua. El panorama es aterrador, las atrocidades que ha sufrido, difíciles de explicar. El nombre de esta niña es conocido, Victoria, desapareció cuatro meses atrás sin dejar rastro, igual que varias chicas más. El invierno nórdico es frío y alberga horrores; el aislamiento, la hostilidad de la naturaleza durante demasiados meses al año, la carencia de un calor solar reconfortante, la ausencia de luz. Quién sabe si estos factores son el detonante de una serie de impulsos oscuros y antinaturales -si es que podemos considerar antinatural algo concebido en una psique natural de nuestra especie- que han tenido como consecuencia actos de los que nadie quiere hablar, o si se trata de otra cosa.
Con un punto de partida perturbador donde los haya, El domador de leones se retuerce en su propio veneno para encontrar la salida después en múltiples direcciones; algunas vías terminan en callejones sin salida, otras en dobles sentidos, otras en carreteras secundarias y unas pocas, ocultas por la nieve, van a parar a un final inesperado del que no diremos más para no desactivar un suspense que es la propia esencia del libro. Läckberg, hija de su época literaria, articula la trama de una manera que si bien no es especialmente novedosa -la narración a través de múltiples subtramas que discurren en paralelo para converger al final es una constante a la que ya estamos bastante acostumbrados-, cumple con las expectativas del lector: poder disfrutar de una historia que desmonte sus conclusiones y le obligue a leer hasta la última página para entender el misterio en su totalidad.
Tal vez, eso sí, la autora abuse más de la cuenta de la coincidencia -aunque siempre es cierto aquello de que la realidad supera a la ficción e incluso hasta lo más rocambolesco es posible-, y quizás lo que se presenta como una cadena de acontecimientos relacionados entre sí tenga algo de deus ex machina necesario para que la novela llegue a buen puerto. Tal vez también los cliffhangers -ese recurso narrativo consistente en terminar un capítulo o un fragmento con la promesa de un gran descubrimiento- se vuelvan repetitivos a medida que avanzamos en la recta final del libro. En cualquier caso, El domador de leones es una buena opción en lo que a lecturas entretenidas se refiere, un título con densidad suficiente para completar unas vacaciones que no se pliega a los finales felices ni a los cierres absolutos. Porque el mundo no siempre es bonito, ni claro, ni tranquilizador.