A partir de los sesenta años, las papilas gustativas se degeneran.
La mala noticia es que todo lo bueno se acaba. La buena noticia es que todo lo malo se acaba. La eterna noticia es que todo se acaba. También el gusto.
El gusto envejece. Las papilas se cansan, los años las vuelven torpes, lentas, escasas. Nos lamentamos sin embargo de lo mal que estamos de la vista, lo mal que estamos del oído, pero no decimos: qué mal ando del gusto, saboreo menos que tras una visita al dentista.
Soy de esas personas optimistas que piensan que en el toma y daca que mantienen con el tiempo, se da un cierto equilibrio. Cuando él me arrea un gancho de izquierda y me deja arrugas, manchas, imperfecciones, yo contraataco reduciendo vista para seguir encontrando piel tersa en el espejo. Cuando me chupa la energía y se cuelga de mis huesos para que lo lleve, yo contraataco con técnica y movimientos ergonómicos, eficaces. Que me quita oído, si cada vez me interesan menos las tonterías del mundo.
Pero cómo contrarresto la pérdida del gusto, ¿cómo? Aún no he encontrado la fórmula.
Claro que a mí igual no llega a sucederme nunca. Soy también de esa clase de imbéciles que rebasan la esquina del optimismo, y que a pesar de las evidencias, piensan a mí esto no me va a pasar, forever young, I want to be, que por algún fenómeno extraño y milagroso, por una fisura en el espacio tiempo, voy a permanecer indemne al paso de los años, con todos los sentidos intactos.
Hasta que un día, de pronto, descubres a una señora mirándote desde el cristal del escaparate. Hasta que un día, ni con un estiramiento de gimnasta rusa en las olimpiadas, eres capaz de leer la carta al final del brazo. Hasta que un día aceptas que eres humana y mortal.
Dicen que a partir de los sesenta, el gusto va rodando pendiente abajo, sin prisa pero sin freno.
Un adulto tiene de media 10.000 papilas gustativas que se renuevan cada dos semanas, pero a medida que va envejeciendo, las células se vuelven pasotas y ya no tienen ganas de regenerarse ni de nada, y entre ve tú que yo paso, y que si yo ya he ido mil veces, una persona mayor acaba con una media de 5.000 papilas gustativas funcionando correctamente.
No se habla lo suficiente de este drama.
Por otra parte, si pudimos superar lo de la infancia, podremos superarlo todo.
Tienen que pasar unos cuantos años para que empecemos a apreciar los sabores en toda su plenitud.
De niños, albergamos tres veces más papilas gustativas que de adultos, unas 30.000. Por eso los peques lloran y patalean cuando tienen que comerse algo que no les gusta, y recelan de nosotros como si fuéramos enviados de Putin para envenenarlos. Todo es intensidad en su boca de infancia. Lo que para un adulto puede resultar un pelín picante, para un niño es un bosque ardiendo en la lengua.
Tal vez por eso odian las verduras, porque las notas amargas se amplifican en su boca.
Ya en la adolescencia, esa terrible edad en que uno está maduro por un costado y verde por el otro, los gustos cambian. Y queremos hacer todo lo que hacen los mayores, abandonar cuanto antes esa insoportable indefinición, y si hay que hacerlo a través de alimentos que aún nos son desagradables, se hace. Y echamos el café en el azúcar, y ahogamos la cerveza en limón.
Recuerdo que cuando tenía 12 años, me pedí un bitter kas porque la tía de una amiga, que tenía una melena rubia, adulta y larguísima, bebía bitter kas. Me pasé toda la tarde con cara de asco, un gesto que se me quedó hasta que cumplí los 18.
Tienen que pasar unos cuantos años para que empecemos a apreciar los sabores en toda su plenitud. Y cuando por fin nos volvemos sibaritas, cuando comer se erige en uno de los placeres centrales de nuestra vida, el gusto empieza a declinar.
Y nos vamos haciendo cada vez más umamis con tal de sentir algo. Y sucede como cuando ves un cuerpo desnudo justo después del orgasmo, que la carne te parece solo carne.
Se estima que hasta un quince por ciento de los adultos tienen problemas de gusto o de olfato, que suelen estar relacionados. Y es que la anosmia aporta prácticamente el 70% del cromatismo del gusto.
El trastorno más común es tener un sabor fantasma en la boca, a menudo desagradable, a pesar de no estar comiendo nada. Y no es un síntoma provocado por esta cámara parlamentaria nuestra.
Luego está la hipogeusia, que es la merma de la capacidad del gusto, ya sea por un resfriado, la quimioterapia o un traumatismo cranoencefálico.
Cuando es extrema, cuando la persona no puede detectar ningún sabor, se llama ageusia.
Conocí a un agéusico hace años, era incapaz de detectar sabor alguno no recuerdo por qué lesión. Como iba al gimnasio después del trabajo, se preparaba la comida en un táper. Pero una vez se confundió de táper y cogió uno que llevaba olvidado varios días en la bolsa. La comida estaba completamente podrida, aunque a simple vista no lo pareciera. Cualquiera lo hubiera notado por el olor y el sabor. Cualquiera menos él, que acabó en urgencias.
Supongo que se puede llegar a vivir sin el sentido del gusto, que el resto de sentidos saca músculo y se agudiza. Y se me ocurre que tal vez la forma de contrarrestar la pérdida de sabor pase por sustituir el vacío por todas aquellas sensaciones dulces, amargas, ácidas, almacenadas en el recuerdo.
Para eso cada vez que comamos cosas ricas en el presente, hay que saborearlas a fondo y pensar: el gusto es mío, todo mío.