directa al grano

El verano es la peor época para comer fuera de casa

Sobre todo si lo haces en un pueblo con mar.

| 02/09/2022 | 4 min, 5 seg

También es la estación menos favorable para viajar, aunque la mayoría tengamos que ceñir nuestras escapadas a lo que dicta el mercado laboral y las vacaciones escolares que duran tres meses pero son eternas. Comer en un bar o en restaurante en agosto supone la mayoría de veces esperar más de la cuenta para ser atendido y percibir, casi siempre, que falta alguna persona más en la sala para llegar a todo. Comer en verano es hacerlo con más ruido y menos paciencia. Y dar muchas vueltas para aparcar el coche. Es en julio y en agosto, más que nunca, cuando se ven las debilidades y se aprecian las costuras de un restaurante. Pero lo pasamos por alto, porque es verano y estamos de buen humor. Aunque lo determinante, lo que hace que prefiera un gazpacho de brik mientras trasteo en Netflix a un rodaballo salvaje junto al mar es la nula capacidad de improvisación que trae consigo salir a comer fuera en verano.  

El fin de la improvisación, lo denominaba Javier Aznar en su podcast Hotel Jorge Juan hace poco más de un mes cuando entrevistaba a dos grandes gastrónomos, Rodrigo Varona (ex director de la revista Tapas) y Guillermo Dávila. El tener que planear con muchas semanas, meses incluso, una reserva para comer o cenar es lo contrario a lo que deberían ser las vacaciones, que son días de virar el rumbo a pesar de que no haya cambiado el viento y navegar un poco a la deriva. Antes pasaba solo en los grandes o en lugares muy especiales como El baret de Miquel, pero ahora ocurre hasta en el bar de la urbanización donde a lo único que aspiras es a tomarte un chivito y unas bravas. True case. Levantarte tarde un martes de agosto y decidir ese mismo día que te mueres por un arroz donde has ido siempre o unas sardinas en el chiringuito de la playa es ficción. Aun así, como escoro hacia el optimismo, siempre lo intento. Pero llamas con un sentimiento que oscila entre la vergüenza y la culpabilidad por no haber planeado que ese 14 de agosto querrías cenar en ese sitio concreto y cuántos ibais a ser.  Mientras, al otro lado escuchas la palabra. Imposible.

Así que vas al mercado como venganza y compras sardinas, boquerones y clotxinas, y unos tomates que parecen soles de otra galaxia. Te agencias un vino blanco, y eliges un melón que siempre es más una incógnita que una fruta. Y llamas a unos amigos para que vayan esa noche a casa o anuncias en el grupo de la familia que hoy preparas tú la cena. Enciendes las brasas, le das un trago a la cerveza helada y vuelves a reconciliarte con la naturaleza y sus ciclos.

Este verano he comido mal –en el Norte también se puede comer muy mal, especialmente cuando vas con niños y tienes que parar en el primer sitio que veas–, pero he conseguido agarrarme a varias boyas que me han salvado. La primera, gracias a la recomendación que me hizo José Rausell cerca de Bilbao, Txakolí Simón, donde la txuleta y los hongos apaciguaron los ánimos de días anteriores. Pensándolo bien, el arranque de las vacaciones fue en la barra de Rausell, y no puedo imaginarme un mejor principio. La comida en Mendi Goika, un hotelito encantador en pleno valle de Atxondo –unos metros por encima de Etxebarri–, rodeado de montañas y de paz, que dirige Karlos Moreno (antes en Mui Rambleta y Oganyo) fue otro sobresaliente. También las piparras que nos pasaba cada noche como si fuesen lingotes de oro Igor, el dueño del caserío donde nos alojamos.  Y los tomates de su huerto. También los 25 tomates que probé en el concurso de la Millor Tomaca de La Marina, celebrado en Els Magazinos, en Dénia. A pelo. Sin aceite ni sal. No necesitaban nada. Solo ver la cara de ilusión de los agricultores allí reunidos fue un regalo. Y un arroz de carabineros y algas en Can Roig (Alcocebre), que vuelve a estar donde siempre estuvo (aunque andara algo despistado en los últimos años) y que tanto nos recordó a la última comida con una persona que ya no está y a la que quisimos mucho.   

Al final el balance no ha sido tan malo.

Las cosas más sencillas son siempre las más bonitas.  Y el verano, a pesar de ser la peor estación del año para comer fuera de casa, está llena de ellas.

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