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la nave de los locos / OPINIÓN

En busca de Rafael Chirbes

Foto: JESÚS CÍSCAR

Viajar a Beniarbeig y buscar la casa donde Rafael Chirbes vivió los últimos años de su vida. Hacer el camino que tantas veces recorrió con sus perros para llegar al pueblo. Sentarse en el bar El Moss de Segària donde bebía y hablaba con los paisanos. Y escribir la crónica de ese viaje como homenaje al gran narrador. Todo fue el último sábado de septiembre    

8/10/2018 - 

—¿Renunciáis a Satanás, a todas sus obras y a todas sus seducciones?

—Sí, renunciamos.

De la iglesia de San Juan Bautista de Beniarbeig sale la voz de un cura joven que es respondida al unísono por un reducido grupo de personas que asisten a un bautizo.

Me asomo por curiosidad y sigo la ceremonia unos instantes. He asistido a muy pocos bautizos en mi vida: el mío y tres o cuatro más. Seguimos el camino que nos llevará al bar El Moss de Segària, situado en la calle del Sol de este pueblo de la Marina Alta. Procedentes de Ondara, donde paramos a desayunar, hemos llegado a Beniarbeig para visitar el bar donde el novelista Rafael Chirbes acudía a hablar y beber con sus paisanos. Pero no llegamos a entrar porque vemos un cartel amarillo que indica un itinerario hacia la fundación Chirbes.

Cambiamos el plan previsto. Tiempo habrá de regresar al bar. En la avenida de la Paz  nos encontramos a una pareja de novios maduros que se hacen fotos mientras unos niños corretean a su alrededor. Pronto llegamos a las afueras del pueblo. Volvemos a ver otro cartel amarillo que nos lleva a un camino de tierra. Hace calor a estas horas, es la una de la tarde, y nos asalta la duda de si habremos hecho bien en hacer el recorrido a pie. ¿A cuántos kilómetros estará la fundación del novelista? El camino está rodeado por campos de naranjos, nísperos, plátanos, higueras, vides, olivos... El paraje es hermoso: un verdadero vergel. El cielo es de un azul límpido, como hubiera escrito el alicantino Azorín. Nos cruzamos con un coche que baja al pueblo. No hay rastro de vida humana. El silencio es roto por los ladridos de los perros que custodian las casas de campo.

Foto: RAFA MOLINA

Nos detenemos en el cementerio municipal. No hay nadie dentro. El melancólico Bécquer habló de la soledad de los muertos, y qué amarga razón llevaba. Disfrutamos de un maravilloso silencio. Están ampliando el cementerio con más nichos. La gente sigue incurriendo en la vulgaridad de morirse, y algunos difuntos, cada vez menos, quieren ser enterrados en lugar de ser incinerados, la moda imperante entre quienes pasan a mejor vida.

Una anciana sale a nuestro rescate

Seguimos subiendo por el camino. Mis piernas comienzan a flaquear. Jadeo. El sol de este septiembre aún aprieta. Lo peor es que no vemos ninguna indicación. Acaso nos hayamos confundido. Nos miramos y nos sentimos perdidos. A nuestra izquierda hay una casa de campo con un pequeño huerto. Sale una anciana. La saludamos. Le preguntamos por la fundación Rafael Chirbes y ella nos contesta pero no la oímos debido a la algarabía de sus perros, que nos consideran unos intrusos y  unos enemigos para la paz de los animales.  Ella se acerca dando pasos cortos a la verja y nos señala una palmera con el índice de la mano.

 —Allí está la casa de Rafael.

—¿Cómo era? —me atrevo a preguntar.

—­Era muy buena persona; sentimos mucho su muerte. (A Rafael Chirbes le diagnosticaron un cáncer fulminante del que murió en agosto de 2015).

La anciana continúa hablando:

—Él era diabético como yo. A veces paseábamos con los perros. En su casa no vive nadie. Hay un hombre (averiguaremos después que es un sobrino) que sube todos los días.

La mujer es amable y dicharachera. Le agradecemos que nos haya sacado de dudas. Aún nos queda un kilómetro hasta la casa del escritor, donde se acaba el camino de tierra. Está cerrada. Es un lugar escondido y tranquilo, idóneo para escribir porque la escritura requiere soledad y desesperación, y está rodeado de un jardín en el que hay plantados nísperos, rosales y una palmera de gran altura. Al fondo se levanta la sierra de Segària, testigo de nuestra imprevista presencia.

Un museo para recordar su obra

En esta casa vivió Chirbes los últimos años de su vida. Dicen que desde 2002. Aquí debió de escribir novelas como Crematorio y En la orilla y sus diarios, pendientes de publicarse. Si las paredes hablasen… En este periodo trabajaba en organizar un fondo bibliográfico, una suerte de museo dedicado a su obra. La muerte repentina, sin embargo, le impidió acabar esta tarea, hoy en manos de sus herederos.

Me fotografío en la verja con un libro de Chirbes. La pose tiene algo de forzada pero, a mi juicio, justificada. Qué caray: estoy delante de la casa de uno de los últimos grandes narradores españoles.

De vuelta bajamos cansados pero satisfechos. Sólo por haber visto la casa del escritor ha merecido la pena el viaje desde València. Saludamos de nuevo a la mujer y nos pregunta por los perros del novelista. No los hemos visto.

—¿Qué habrá sido de ellos? —se pregunta.

Tenemos sed y pedimos unas cervezas en El Moss de Segària. Hay hombres desocupados que pegan la hebra en la barra. Nos atiende Antonio, que se presenta como el dueño del bar. A él también le preguntamos por Chirbes.

—Era una muy buena persona, un hombre muy sencillo que hablaba hasta con el más miserable.

Recordamos la breve enfermedad del escritor, traicionera y de desenlace rápido.

—Desde que faltó ya no he vuelto a subir a su casa. Él venía al bar casi todos los días. Se reunía con la gente y se tomaba algo con ellos. Le gustaba hablar.

El retratista del final de una época

Nacido en Tavernes de la Valldigna en 1949, Chirbes hablaba en valenciano con los vecinos del pueblo pero su obra está escrita en castellano. A Antonio se le pone la piel de gallina al recordar a su amigo desaparecido. Le digo que algún día su bar será parada obligatoria para los devotos de Chirbes. Con el tiempo se descubrirá que es un autor imprescindible para entender el marasmo de una época, la nuestra, y la crisis de un régimen que ha entrado en una fase terminal. Su maestro Galdós hizo lo propio con la Restauración canovista.

Al final comemos en el bar. Observo el interior de este local sencillo y me pregunto si Chirbes, marxista lúcido y hedonista, concibió aquí a personajes como los constructores Rubén Bertomeu (Crematorio) y Carlos Císcar (El disparo del cazador) y a Esteban, el protagonista de En la orilla, el carpintero obligado a cerrar su negocio por la crisis.

Mientras tomamos café, el personal del bar celebra el cumpleaños de un muchacho. Estoy adormilado y preferiría no tener que coger el coche. Me quedaría unas horas más en Beniarbeig y pasearía de noche por el camino que tantas veces recorrió el escritor con sus perros, de cuya suerte nada se sabe. Quizá Beniarbeig no lo sepa, pero su nombre será recordado por la voz valiente de un narrador llamado a perdurar en la memoria de unos escogidos, una memoria más poderosa que la indiferencia de la inmensa mayoría de sus paisanos. 

Foto: JESÚS CÍSCAR

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