EL CABECICUBO DE SERIES, DOCUS Y TV

Eugenio vs. Eugenio

El documental sobre el humorista Eugenio trató sin tabúes la adicción que sufrió el artista a la cocaína. La prensa lo recibió destacando solamente eso. Su hijo, contrariado, ha escrito una biografía de urgencia de su padre para contrastarlo. Tanto en la película como en su libro queda clara la dimensión de Eugenio, que coleccionó chistes desde que tenía 14 años y ensayó frente a un espejo durante horas su escueto show y hierática puesta en escena de humor blanco y surrealista, único en su especie. Son los medios los que solo han querido ver la droga

26/01/2019 - 

VALÈNCIA. En esta columna, que empezó a publicarse con regularidad hace seis años, elogiamos el libro sobre Camarón, El dolor de un príncipe, de Francisco Peregil en la editorial Libros del KO, y el documental sobre Antonio Vega, Tu voz entre otras mil, de Paloma Concejero.  Ambos trataban a sus protagonistas sin tabús. La adicción a la heroína, que marcó sus vidas y, por tanto, también sus carreras, no se escondía ni edulcoraba ni recibía un tratamiento con eufemismos y sobreentendidos. El documental del cantante de Nacha Pop tuvo su polémica con la familia y, en el caso de Camarón, la familia no autoriza nada que trate ese asunto. Como prueba, la reciente docu-serie sobre el cantaor De la isla al mito, excepcional por otra parte, pero que, como advertía Arcadi Espada, en seis horas no pronunciaba la palabra droga. 

El año pasado apareció un documental sobre el humorista Eugenio que, de nuevo, no escondía los problemas que el artista atravesó por culpa de las adicciones. Era solo el capítulo final de una serie de apartados en los que se repasaba toda su trayectoria, sin embargo, muchas reseñas sobre la película destacaban este hecho y titulaban por la cocaína. 

Casi al mismo tiempo del estreno, en septiembre, apareció la biografía Eugenio en Planeta publicada por su hijo y, durante un periodo, road manager de sus giras, Gerard Jofra. En el diario Las Provincias fue entrevistado y describía así la película: "Se hizo un documental en el que yo participé con toda mi buena voluntad. Pero Eugenio no fue el alcohólico ni el cocainómano que ahí están pintando. Simplemente, tuvo un desliz en los últimos cinco años de su vida".

La verdad es que no era eso lo que pintaba el documental, pero a raíz de cómo fue reseñado, es normal que Jofra lo entendiera así. De hecho, es comprensible que las familias de los artistas no quieran que se hable de estos asuntos porque, a la vista está, se convierten en lo más destacable de la trayectoria del finado. En algunos casos, que puedan dar lugar a todavía más morbo por los prejuicios habituales del respetable, podría ser lo único que importase a los periodistas. 

En Barcelona, gente que trató en lo profesional y lo personal a Eugenio guarda gran recuerdo de él. No sufría de ego, como tantos artistas. No era prepotente ni caprichoso, se le recuerda como alguien tolerante, generoso y que se daba a los demás. Ahora, que tenía un problema también te lo dicen. El quid de la cuestión, subrayado, es que Eugenio era mucho más que ese problema, porque como humorista fue realmente genial. 

El documental, con un material gráfico apabullante y gran riqueza de testimonios, es precioso y traza un perfil muy correcto del personaje y el ser humano. Se cuentan hechos y cada uno puede extraer sus conclusiones. Queda claro que la noche se tragó a un hombre inseguro; una persona que, además, tuvo que lidiar con una tragedia doble, que la fase más bonita de su carrera, cuando alcanzó un éxito espectacular, llegó justo cuando su mujer murió de cáncer. La mayor tragedia en el mejor momento. Lógicamente, esto le marcó. 

En el libro del hijo, no obstante, encontramos más detalles sobre su espectáculo. Ensayaba durante horas delante de un espejo. Su repertorio de chistes no fue algo accidental, los coleccionaba desde que tenía 14 años. Eran su pasión. Durante el servicio militar, en las guardias, se dedicaba a inventárselos. Una anécdota da cuenta de su sentido del humor surrealista y procaz. Un día se disfrazó de médico en el cuartel y le pintó los testículos con yodo a todos sus compañeros. 

De la dimensión de su éxito hablan sus cachés. Pasó de cobrar 5.000 pesetas por actuación a 400.000, en una época en la que el sueldo de un obrero eran 40.000. Radio Futura, el grupo de pop con más éxito de principios de los 80 hasta la irrupción de Pegamoides, cobraba 175.000 por bolo. Camarón, 125.000. En el gremio del humor, Martes y Trece, 250.000. Los más grandes, Tip y Coll, estaban también en las 400.000. 

Vendió cantidades inimaginables de casetes, pero como tantos artistas que se compraban en gasolineras, no vio un duro. Le timaron. Aunque la distribución le sirvió para hacerse una promoción bestial que fue lo que le catapultó. 

Es interesante cuando el hijo cuenta que llegó un momento en el que no podía comerse una pantera rosa o un tigretón sin encontrarse dentro chistes de su padre. Pero, paradójicamente, fue un padre ausente, como bien refleja la película. El hijo cuenta que pasó muchos cumpleaños y reyes sin que le hiciera regalos, pero que otros días le podía "dar el siroco" y comprar cantidades ingentes de juguetes. Los otros hijos que tuvo, de diferentes parejas, también lidiaban con la falta de una figura paterna cercana. 

Se subía a casa a la gente con la que acababa de marcha cuando cerraba todo en Barcelona. Su hijo así conoció a El Rubio antes de que participara en el secuestro del Banco Central de Barcelona. Por un atrevimiento de su manager, le colaron contra su voluntad en un festival de Adhesión a la Guardia Civil con artistas de extrema derecha. El público gritaba consignas franquistas y rezaba padre nuestros. Eugenio solo se llevó un recuerdo de aquel día, un cartel en un bar que decía: "Prohibido blasfemar sin motivo". 

De la época en la que el documental cuenta que le dio por lo esotérico, el hijo añade en sus memorias que tuvo que echar de casa a un chamán que pretendía que Eugenio pusiera a su nombre su apartamento. 

Fue Eugenio quien le propuso a Chicho Ibáñez Serrador que contratara a dos hermanos que había visto en una sala de fiestas, eran Los Morancos. Hicieron un papel secundario en una gala de 1,2,3 y de ahí lograron meterse en el programa de Nochevieja de 1985 con el que se colocaron en el mapa. 

La meticulosidad con la que trabajó su personaje queda reflejada en el hecho de que llevase un registro del público que metía en cada lugar para saber qué chistes gustaban en cada lugar. Quiso hacer una chiscoteca, una enciclopedia popular de chistes abierta a todo el mundo. Una idea que se le ocurrió antes de internet. 

Su único truco sobre el escenario era fijarse en los que se reían del público y seguirles la corriente. Nunca recurrió a chistes violentos ni políticos. Hacía un humor blanco y surrealista. El más difícil, qué duda cabe. A su hijo le dejó una enseñanza: "la vida hay que tomársela a broma, pero vivirla en serio" 

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