Arena blanca, aguas transparentes y de un azul turquesa inolvidable, atardeceres mágicos… La isla pequeña de las Pitiusas es un amor de verano loco y duradero
VALÈNCIA.- Cada verano tiene su historia de amor, pero hay una que siempre vuelve: Formentera. Desde hace un par de veranos hago una escapada exprés para darme un chapuzón en sus aguas turquesas y volver a casa. Una pequeña tradición gracias al fast ferry de Baleària que te permite regresar en el mismo día. Pero tocaba hacer un viaje de más días para descubrir ese paraíso en el que la rutina es una bendición y no una cárcel. No quería novedades sino nuevas sensaciones, volverme a enamorar de ese hipnótico turquesa y contagiarme del lento ritmo insulano que tanto necesitaba para cargar las pilas.
Una escapada que ha supuesto la primera vez para muchas cosas. En viajar con las medidas de seguridad impuestas por el Gobierno —control de la temperatura, uso obligatorio de la mascarilla en todo el trayecto…—, en subir el coche a un barco y ¡en entrar al puente de mando! Sí, sí, donde están todos esos botones que apretarías compulsivamente para ver qué ocurre. Tranquilidad, que el capitán del buque, Lluis Torres, no me dejó tocar nada. Eso sí, menudo grito pegué cuando tocaron la bocina tres veces antes de atracar en el puerto. Creo que aún se están riendo de mí.
Después de haber pasado el trago de bajar el coche del fast ferry Ramon Llull de Baleària tenía tres días para descubrir esta pequeña isla y recorrer mil veces los 37 kilómetros de esa carretera que la atraviesa. Eso sí, con mucha precaución porque por esa larga recta circulan cientos de motos y de bicis, y algunos coches y viandantes.
También ha sido el primer viaje en tomarme las cosas con tranquilidad y sin el agobio de poner el check a cada punto turístico. Haz lo mismo y déjate llevar porque si te empeñas en verlo todo no disfrutarás del viaje. Y así, sin darme cuenta, en mis primeras horas en la isla recreé aquellos escenarios de la película Lucía y el sexo de Julio Médem. Me bañé en la playa de Migjorn, situada al sur de la isla, piqué algo en un kiosko —no el de la peli— y me dirigí al faro de Barbaria.
Por esa larga recta que parece discurrir sobre un paisaje lunar, hermoso y desolado a la vez, me fui acercando al faro, que aún no estaba cortado para los coches. Decidí aparcar en una cuneta —ya me las apañaría para salir— y me acerqué caminando, disfrutando en cada paso de esa inusual calma. No había nadie y pude plantar el trípode para hacer fotos. No soy Lucía, pero alguna me quedó chula. Esa calma se rompió al llegar al faro, donde un grupo tocaba música y llenaba aún más de magia el lugar.
Después de dar un par de vueltas me adentré por ese pequeño agujero que conduce a una gruta. Al ver esa escalera sin sujeción me dio un poco de respeto porque, además, iba cargada como una mula. Por suerte, un chico muy amable me ayudó a bajar. Estaba a oscuras pero con la luz del móvil nos apañamos todos para no caer y llegar a ese fabuloso balcón natural en el acantilado, frente al mar abierto. Eso sí, me llenó de tristeza ver los grafitis y, no sé por qué, en la película me parecía más grande.
Después de disfrutar del atardecer me fui al hotel a descansar, que ese día había madrugado muchísimo para poder coger el ferry en Dénia. Además, al día siguiente quería ver el amanecer porque era una de las razones por las que me apetecía pasar varios días en la isla bonita. Me costó levantarme, pero fui directa a la playa del Llevant y casi con el tiempo justo (me perdí) vi un mar en calma, los tonos pasteles del cielo iluminando el horizonte y ese instante, casi etéreo, en el que el sol parece salir del mar hasta que se sitúa en lo más alto. Una pareja disfrutaba de aquel momento como yo, aunque ellos fueron más listos y se llevaron el café.
Si existe el paraíso estaría en la playa de Ses Illetes, con su arena coralina, sus aguas cristalinas que parecen un tapiz y esas pasarelas que te llevan al mismo cielo. Son tan tranquilas sus aguas que parecen una piscina natural y, si te fijas, en su orilla, verás tonos rojos, que es gracias a la unión entre los granos blancos de arena y los residuos de coral que emergen del mar.
La playa se encuentra en el Parque Natural de Ses Salines, al norte de la isla, y si accedes en moto o coche hay que pagar (tres y seis euros respectivamente). Una medida para evitar el colapso en los meses de verano y mantener el entorno protegido. Lo confieso, pasé casi el día entero allí. Entre chapuzón y chapuzón me dirigí hasta la isla de Espalmador. Cuanto más me acercaba allí más naturales eran las calas y me resultó muy divertido cruzar un tramo sin tierra, con las aguas de un lado y del otro haciendo fuerza para impedir que avanzara. ¿Para rematar el día? Una cerveza bien fresquita en el kiosko El Pirata, disfrutando del momento y viendo cómo la gente se venía arriba con canciones como Volare o Amics per sempre. Donde esté un buen clásico…
Estaba muy a gusto allí pero me hice el ánimo y me fui a visitar el Far de la Mola, situado en la punta oriental. También le llaman el faro de Julio Verne porque, dicen, aparece en su novela Hector Servadac. Sin embargo, no se menciona sino que se dice que Palmirano Roseta se encontraba en «la cima más alta de Formentera», que precisamente es aquí. Anécdotas aparte lo más interesante son sus acantilados, a más de 120 metros sobre el mar. Eso sí, si vas un miércoles o un domingo haz una parada en la aldea La Mola porque durante los meses de verano hacen un mercadillo de artesanía con mucho encanto. Cuando fui estaba cerrado, así que tengo una excusa para volver.
En mi último día y viendo que todavía no había buceado con el snorkel, me dirigí a aquellas calas que son más propicias para ver peces. Sin pensarlo mucho me fui a les platgetes des Caló, una serie de pequeñas calas de fina arena blanca poco masificadas e intercaladas con salientes rocosos. La mala pata es que me dejé las zapatillas y cada vez que entraba y salía era un show. Era la pardilla de la isla. Pero dio igual porque vi erizos, bancadas de peces enormes y… ¡una raya! Parecía una niña con zapatos nuevos.
Después de ir cambiando de cala en cala: Es Morts, Es Ram, Es Pujols… despedí Formentera en una de las playas con más encanto: Saona. No podía haber elegido mejor porque al margen de ser una playa muy tranquila, las típicas casetas de barcas en los laterales y los veleros y yates al fondo le daban un toque especial. Más mágico fue el atardecer, donde un sol gigante se ponía justo detrás de uno de los veleros.
Con una cerveza en el kiosko de Cala Saona, viendo entrar la noche, despedí mis chapuzones en esas aguas turquesas, pero también mis días de calma y tranquilidad. Eso sí, hasta el próximo año porque hay amores que nunca mueren.
* Este artículo se publicó originalmente en el número 69 (junio 2020) de la revista Plaza