Hace tres décadas que formo parte de la diáspora canaria en Madrid. Cuando aterricé en esta ciudad en la que he vivido más tiempo que en la isla en la que nací no se encontraba el cilantro en ninguna tienda de Villaverde Bajo. Tampoco nadie sabía lo que era un chayote y muy pocos entendían lo que era un aguacate, así que ni hablar de potaje de coles con gofio o papas con costillas y en Colmenar Viejo me llegaron a preguntar si en Canarias vivíamos en cuevas. Corría el año 1993 y buscaba mi lugar en el plato caliente.
Pero en toda la ciudad solo había uno: La bodeguita del Caco, en la céntrica calle Echegaray. Era de un grancanario inmenso conocido sobre todo por una canción con la que en aquellos años se nos identificaba: “¿Qué haces tú aquí, una gaviota en Madrid?”. Esa y otra que además de pegadiza fue didáctica: “La rica salsa canaria se llama mojo picón”.
Al paso de las décadas las papas arrugadas se convirtieron en un plato habitual en las cartas de picoteo de La Latina. Descontextualizadas, sin la variedad que las hace especiales —papas antiguas de Canarias o papas bonitas— ni otros platos canarios a los que acompañar. Y lo que se me hacía más extraño, el mojo. Nunca verde hecho con cilantro y pimienta verde, sino aguachirre rojo con ingredientes que no conseguía terminar de identificar.
En aquellos días de finales del siglo XX descubrí el Mercado de los Mostenses al que convertí en refugio. Los productos de la migración desde América central y del Sur y el Caribe lo habían tomado con ramos frescos y abundantes de cilantro, pimientas piconas, chayotes envueltos uno a uno en plástico como si fueran joyas, mazorcas frescas de maíz y rajas de calabaza naranja rojizos por dentro, verdes por fuera.
Entonces algunos comerciantes de otros barrios rodeados de restaurantes comenzaron a traer papas canarias a Madird. Eso sí, a unos precios que nunca se habían visto para un tubérculo. Fue el momento en el que media papa negra se daba la mano con un nigiri de un pez tan habitual en las costas canarias como la vieja. Aquello fue en el Kabuki de Ricardo Sanz y ya habíamos estrenado con creces el siglo XXI. El estilo nipón pegaba tan fuerte que no solo llegó al Archipiélago sino que se quedó hasta la actualidad en los restaurantes de nivel.
Pero casa es otra cosa.
Y casi llegué a encontrarla junto a mi amigo Pedro Aruca en el 2006 cuando inauguraron El Escaldón en el barrio de La Latina, pero tras el impulso de los primeros meses vino un periodo de cambios que nos alejó.
Y entonces pasaron los años y se abrió la tiendita Siete Delicatessen en el mercado de San Antón en Chueca y más tarde Picón Madrid en el mercado de Vallehermoso, ambos ya cerrados. El Perenquén sigue adelante en el Mercado de San Fernando en Lavapiés con una idea similar a los anteriores, mientras que DeTenderete con platos de siempre y algunos tuneados por los nuevos tiempos es el sitio para compartir.
Bebidas de marcas del Archipiélago, picoteo, algunos productos envasados como el almogrote. Detalles para engolosinar la nostalgia y que siempre tengo en la despensa como talismanes. La sal de las Salinas de Fuencaliente, la Miel de Palma de La Gomera, el Gofio de El Amparo en Icod, azafrán de mi tía, papas escogidas por mi madre. Pero me cuesta entablar el discurso de la cocina que añoro en mis propios fogones. Cuestión de supervivencia emocional, supongo.
Así que cuando Roge de la Academia de Gastronomía de Madrid me habló del off que harían en el restaurante Gofio con Safe, Aída, Alberto, Niuska y toda la crew me apunté a ciegas. Roge me habló de lo que le apetecía conocer esos “guisotes” canarios, es decir, nuestros compuestos. Se trata de una elaboración que marca el recetario canario desde el siglo XIX hasta comienzos del siglo XXI. En recetascanarias.org, el repositorio libre online en el que he trabajado en los últimos años, se puede observar cómo los compuestos son los platos más habituales en todos los recetarios manuscritos hallados en archivos y centros documentales. Los hay de verduras, legumbres, carnes o pescados y mariscos y su base suele ser una fritura con cebolla, tomate y pimiento.
Las garbanzas compuestas, las papas compuestas, los tollos compuestos o la carne cabra compuesta, son solo algunas variedades de este guiso que se ganó tener una olla en honor a su nombre en las cocinas canarias del siglo XIX, la compuestera.
En la nueva localización de Gofio en la madrileña calle Caballero de Gracia 20 (paralela a Gran Vía) se sirvió durante esa cena especial para los académicos un compuesto de calamares en una olla grande que cada vez que la removían con el cucharón nos bautizaba de aroma. El mismo de la casa de mi primo Carlos en Garachico durante las fiestas de San Roque hace años.
Después, unas papas con costillas y piñas, las de siempre, pero, igual que el compuesto de calamares o las salchichas de conejo en salmorejo, pasadas por el refinamiento y la elegancia de la sencillez visual y en el paladar pero con la complejidad de años de historia y canariedad máxima.
Volver fue como un helado de guayaba con cobertura salada de chocolate blanco y cilantro. Recordar mi primera vez en Gofio con Juato, Pedro Aruca, Ari y la pequeña Lúa cuando abrieron en 2015. Desde entonces, Gofio es ese equipo de personas que son casa.