Hablemos de torturas. Hablemos de esa versión chill-out del “Creep” de Radiohead que algún responsable de sala decidió que maridaba bien con tu lubina a la sal. Advirtamos por un momento lo inquietante que resulta esa elección, y no solo por ser cursi, hortera y del todo innecesaria (que también). Me pregunto quién puede reengancharse a la conversación que tiene lugar en la mesa ante la reinterpretación “animadita” de una canción que habla de un adolescente feo, deprimido y sumido en una gigantesca crisis de identidad ¿Es que no hay nadie al volante?
Recuerdo aquella vez que reservé mesa para comer un domingo con la familia en un céntrico restaurante de una ciudad cuya ubicación no voy a desvelar. Era nuestra primera visita, y mis expectativas eran razonablemente altas. Imposible olvidar mi desconcierto al descubrir en medio de la sala un imponente altavoz, muy grande y de diseño bastante agresivo, que emitía una “ambientación musical” electrónica cuyos parámetros de volumen y bpms eran absolutamente adecuados… para un after. Tras un rápido paneo visual al local, empecé a elaborar la sospecha de que en la cocina de ese restaurante, supuestamente tranquilo y formal, se gestaba una fiesta lúdico-laboral a la que nosotros, los pobres comensales, no habíamos sido invitados (excepto para el momento de pagar, claro).
Expulsados de nuestras respectivas burbujas por esa música del todo extemporánea, los clientes cruzábamos nuestras miradas de una parte a otra de la sala con una mezcla de empatía y estupefacción. La situación era al mismo tiempo enervante y cómica. Movida por el sentido de responsabilidad que me generaba el hecho de haber arrastrado a ese lugar a toda mi familia, pedí -rogué- que alguien bajase el volumen o pusiese fin a ese dislate. Los camareros sonreían y decían que sí de una forma un poco extraña, pero aquello no paraba.
Otro cliente, más diplomático, propuso un trueque: el techno por cualquier otra cosa. Y entonces…. entonces fue cuando pincharon una canción de Shakira que hablaba de cobrar muchas facturas o no sé qué. Fue ahí cuando asumí que ese restaurante se había transformado en una fábrica de baile demasiado grande para mi corazón pequeño. En ese momento concluí que la única manera de que un hilo musical no constituya un estorbo para los demás es buscar un estilo agradable, pero algo anodino, que no sea muy reconocible y no encaje completamente con el gusto de nadie en particular.
Pensemos en una cuestión que debería ser obvia, pero que al parecer no lo es tanto. El concepto de “éxito musical” es el fruto de una tiranía de las mayorías que deja a una pequeña parte de la población completamente desamparada. Para mí, la canción de Izal que se supone que le gusta a todo el mundo es como una gota china que va horadando poco a poco mi psique. Del mismo modo, aunque me gusta el black metal noruego, jamás se me ocurriría pinchar a Burzum en mi restaurante (y eso que creo que maridaría estupendamente con un plato de sesos rebozados).
Valga todo este prólogo para afirmar que la ambientación musical de un restaurante no es una cuestión baladí. Se sabe, por ejemplo, que ejerce una función subliminal muy importante a la hora de inducir el consumo en tiendas de ropa. En los restaurantes, por el contrario, no es previsible que el último hit de Daddy Yankee te motive a pedir cuatro raciones de croquetas en lugar de una.
Podría argumentarse que el hilo musical en un restaurante está destinado a almohadillar silencios incómodos o a camuflar sutilmente el sonido de la masticación de un compañero de mesa. La realidad, sin embargo, es que un restaurante no es un velorio, sino un espacio público lleno de vida y movimiento. Tiene su propia banda sonora: el ir venir del personal, el tintineo de cubiertos y la vajilla, la conversación en torno a tu mesa y el ruido blanco del murmullo general. No necesitamos una lista aleatoria de Spotify para convencernos de que nos lo estamos pasando bien.
Como todo esto es muy subjetivo, he contactado con otros tres periodistas gastronómicos para recabar su opinión sobre esta controvertida cuestión: ¿Es imprescindible el hilo musical en los restaurantes?
“A mí, por lo general, no me gusta el hilo musical en los restaurantes, porque creo que entorpece la experiencia -afirma Jesús Terrés, socio fundador de la agencia Lobo y de Guía Hedonista-. Yo busco el silencio para poder charlar. El silencio es parte de la experiencia de una comida. Un platito, gente maja con la que hablar, no hace falta música, ni interrupciones de camareros, ni nada más. Ahora bien, hay dos excepciones: una es cuando la música no es acompañante, sino casi protagonista. Recuerdo el proyecto de Ferran y Alberto Adrià con el Cirque du Soleil en Ibiza -Heart-, que fue una de las experiencias de mi vida, con un concierto en mitad de la sala, etcétera. También es el caso de Alchemist, en Copenhague. En esos casos sí que me interesa, y me gusta mucho. Un segundo caso en que no solo perdono, sino que me gusta la música, es el de los locales nocturnos, tipo Hakkasan en el Soho (Londres) o Salmon Guru (Madrid), donde cenas con cócteles, hay barra y la música no solo molesta, sino que es imprescindible porque vas a divertirte. Es también el caso del primer Streetxo en Callao. Son sitios que molan, pero tienes que saber a dónde vas. A mí lo que me molesta es que vayas a un restaurante normal a comer, y que te planten el hilo musical”.
“El tema de la música en los restaurantes es algo que puede parecer un tema menor hasta que el hilo musical te arruina una comida -opina, por su parte, Paula Pons, directora de Guía Hedonista-. No recuerdo lo que sonaba de fondo en muchos sitios, pero sí en otros donde la música fue, o perfecta, o un espanto. Esto es lo que más recuerdo en Streetxo. Comí de lujo pero no escuché una palabra de lo que decían mis amigas (ni ellas tampoco) a 20 centímetros. Sé que la transgresión y el volumen de la música es marca de la casa, pero me pareció insoportable”.
“En el otro extremo -añade-, para una cena tranquila e íntima me gusta el jazz. La playlist de Ausias, en Pedreguer, la última vez que fui, fue perfecta. Muy parecida a lo que suena en El Poblet. Recuerdo también la de Memoria Gustativa (una buena selección del indie que suelo escuchar), la única pega es que entre plato y plato me daban ganas de levantarme y ponerme a cantar. De la barra de Vuelve Carolina también he salido más de una vez con el corazón (además del estómago) contento y el cuerpo pidiendo más madera. Un preliminar perfecto para irse luego a bailar”.

Preguntamos ahora a Miguel Ayuso, director de Directo al Paladar, músico y gran melómano. “Soy muy crítico con la música de los restaurantes, porque entiendo que mucha gente no se fija, pero a mí es algo que me incomoda especialmente. Y lo que más odio, con mucha diferencia, es lo de la Nouvelle Vague, o como se llame, que son las versiones de bossa nova de los clásicos del rock. Es algo que no soporto y que está en muchísimos bares”. “Otra cosa que no aguanto -continúa- es el típico hilo musical de pop español que se presupone, sin ningún criterio, que le gusta a todo el mundo. Es una música que además te distrae muchísimo de la comida, porque son canciones que conoces, pero no estás en un ambiente de estar bailando”.
“Yo creo que la música de un restaurante -no de un bar de copas- tiene que acompañar la comida. A mí sí me gusta que haya música, pero que sea una cosa que esté de fondo, que no te moleste. Hay muchos tipos de música para eso, principalmente algunos tipos de jazz, música ambient, música clásica contemporánea. Son géneros que le van bien a un restaurante gastronómico. Luego está el modelo de restaurante “canallita”, donde te ponen techno a muerte o rock nacional tipo Barricada, y a mí eso también me incomoda bastante”.
Ayuso finaliza con una observación bastante acertada: “Es importante también que vayan cambiando la música de vez en cuando, porque hay sitios donde ponen siempre la misma música, de modo que si vas con frecuencia acabas atoradísimo”.