Comer

HEDONISMOS

La comunión del tomate o los placeres perdidos

Por aquel entonces (yo tendría unos once años) los sábados, con la insistente cantinela de mi abuela, a trancas y barrancas, lograba despertarme.

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Ahora que lo pienso: es curioso cómo en mi niñez el sueño me atrapaba de forma irredenta, impidiéndome despertar con la rapidez con la que lo hago ahora. En aquella época repetía habitualmente que no quería crecer, y al escucharlo, a mi madre se le encogía el estómago pensando que ese mantra era un mal augurio. Pero en mi deseo solo subyacía una intención puramente hedonista: mi niñez era demasiado feliz y no quería desprenderme de todo lo que me gustaba. Enfrentarme al mundo me parecía el peor de los escenarios.

Ya en esos tiempos, la comida y ciertos actos relacionados con ella me daban un gran placer. En esas mañanas de los sábados iba con mi madre a la plaza y, en algunas ocasiones, mi padre también aparecía y terminábamos los tres tomando algo en el único bar que había. Aquel bar de mercado no era como el Pinotxo*, ni siquiera se le acercaba, pero sí era un lugar donde tomar un almuerzo suculento y en el que los biquinis, pepitos y panes de Viena con lomo con pimientos marchaban a buen ritmo, al mismo que salían de la barra, desfilando con presteza, las medianas para los adultos. 

Ir a la plaza era para mí uno de los mejores estímulos de la semana, junto a mi ritual con mi vecina Bea cuando estaba ya de vuelta en casa. Pocas cosas tenían entonces un atractivo tan intenso que me hiciera abandonar el cómodo y tentador abrazo de Morfeo. ¡Bendita abuela que insistía e insistía para que saliera de esa madriguera de algodón sin dejarme nunca por imposible! 

Arrastrando el carrito de la compra con su mano derecha, mi madre intentaba con poco éxito sujetar la mía con su izquierda. No era tarea fácil porque yo entonces era una niña más bien escurridiza, con una curiosidad implacable que aún mantengo. A pocos metros de llegar al mercado, las voces de las tenderas y tenderos de las paradas, el griterío de las señoras pidiendo la vez y el de las gitanas vendiendo bragas ya anticipaban el bullicio sabatino que se vivía en su interior.

Cuando llegábamos, mi madre elegía la parada con menos cola. No me malentendáis. Ella tenía sus paradas fijas, pero si en la frutería intuíamos que había que esperar menos, allá que íbamos, la cuestión era elegir el lugar menos concurrido. Ya en la cola de nuestra parada de destino, a los pocos minutos le pedía a mi madre escaparme para pedir la vez en la frutería. Así ahorrábamos tiempo y yo lograba que me atendieran antes de que ella viniera: eso me permitía elegir los tomates, por los que siempre he tenido una adoración que hoy pervive, y pedía también el resto de la lista de la compra. Con suerte, además, lograba sisarle algunas monedas del cambio. 

Aunque me fascinaban casi todas las paradas del mercado, la única que evitaba a toda costa era la de los despojos. Cuarenta años después, a los menuts les sigo teniendo la misma aversión de entonces.

En la charcutería, sin embargo, procuraba ponerme en primera fila donde, sigilosamente, mi mano se arrastraba hasta la rueda de chicharrones a granel para coger un pellizco. ¡Qué bocado tan delicioso suponía aquel inocente acto delictivo! 

En la parada de legumbres recuerdo sentirme reconfortada con el calor que emanaba de las cocciones. ¡Qué gran costumbre catalana el preparar a diario legumbres recién cocidas! No querría que jamás se perdiera.

En aquellos tiempos, los alrededores de la localidad estaban llenos de huertos particulares que vendían sus productos a las fruterías. Las hortalizas me hacían salivar mientras lucían en el mostrador y cuando era época de tomates (si es que no lograba comprarlos yo sola con la excusa de pedir la vez) le insistía a mi madre en elegir los más variados y feos posibles. No sé por qué, las hortalizas irregulares siempre me han parecido las más auténticas.  

Volvía a casa con dos botines diferenciados: las monedas de la sisa, que me servían esa semana para comprar el último Don Miki, y los tomates irregulares y feúchos que comía siguiendo una rigurosa liturgia con Bea, la vecina del edificio de al lado.

De ella, no podría decir que fuera mi amiga. Su casa hacía esquina con la mía y nuestros balcones distaban apenas tres metros. Cuando volvíamos de la plaza, enseguida salía al mío y llamaba a Bea a grito pelado para presumir ante ella de mis tesoros, que no eran otros que un par de tomates que mi madre me dejaba sazonar para tomarlos a mi antojo. Ante su atenta mirada, lo primero que hacía era aspirar profundamente su aroma y regodearme en él.

Con lentitud y, todo sea dicho, poca destreza, los cortaba por la mitad, les añadía una pizca de sal y acababa el aderezo con pimenta blanca recién molida ¡Hmmmm! Los comía despacio, a conciencia, relamiéndome con la jugosidad del tomate y su zumo deslizándose por las comisuras de mis labios. Cuando llegaba el turno de Bea, ella hacía exactamente lo mismo: me presentaba sus tomates (nunca supe, por cierto, si Bea se la ingeniaba para comprarlos ella como hacía yo en el mercado), los preparaba de la misma manera y los degustaba con fruición. Después de ese ritual sabatino de periodicidad casi religiosa, hablábamos largo y tendido de las sensaciones vividas con la degustación, del rubor del tomate, de la tersura de su piel, de la carnosidad de su interior, de la dosis de sazón…

Raro era, pero a Bea nunca la vi fuera de nuestro rincón. Jamás estuve junto a ella y nunca hablamos más allá de las conversaciones de balcón. Entre nosotras solo hubo una comunión: la del tomate.

 

*Pinotxo: bar mítico del Mercat de la Boqueria.

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