Huarache. Solo su nombre ya alimenta. Sus sílabas y su sonoridad son en un aperitivo, un snack de lo que viene a continuación.
Me cuenta José Gloria desde Madrid, donde ha ido a recoger el sello que concede la Embajada de Mexico a los restaurantes mexicanos de España que verdaderamente son fiel reflejo de su gastronomía, que allí el huarache es una chancla, una zapatilla. Es también un platillo callejero que puedes encontrar en cualquier esquina, como la garnacha, las arepas o el sope. Es una torta en forma ovalada que se elabora con harina de maiz nixtamalizada que se fríe en aceite y sobre la que descansan los ingredientes: frijoles, cebolla, nata… En Acapulco, el bar que montó Gloria hace un par de años –y con el que hizo crecer el panorama gastronómico de la ciudad– le añaden salsa verde para darle un poco de acidez y trocitos de chorizo antes de que un delicado velo de lomo bajo en forma de carpaccio acabe por completar el plato.
“Hicimos varias pruebas y el carnicero un día me propuso probarlo con esa zona del lomo bajo, que es una parte muy buena. Me gustó el contraste entre el calor y el frío. Me encanta el resultado, le da un toque especial”, explica el cocinero mexicano. Por si fuera poco, el huarache va acompañado por una salsa tatemada –el tomate, el chile a llama– a la que se añade tuétano que marcan en la plancha y pasa luego por el horno. Es una barbaridad de plato. Un bocado al que siempre quiero volver (creo que en todas mis visitas a este bar lo he pedido).

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No soy objetiva con Acapulco. Me fascinó todo lo que salía de la cocina desde el primer día. Tiene algo con lo que me siento en casa. Creo que tiene una propuesta y una personalidad únicas, y también, que no tiene el reconocimiento que merece. A esta ciudad, a veces, no hay quien la entienda.