VALÈNCIA. Hace diez años llegó una de esas series que marcan un antes y un después, de las que hay pocas. Lo que llamamos un hito. Apareció Mad Men con su recreación sofisticada de los años sesenta del pasado siglo y ya nada fue igual. Nos deslumbró. En aquel momento, y ahora también, se trataba de una serie inclasificable, distinta e impredecible, que conseguía sorprender no por locos giros de guion, por cliffhangers angustiosos o por sus efectos especiales, sino mediante la evolución de unos personajes extraordinariamente bien construidos e interpretados. Como si el concepto de “serie de personajes” se hubiera inventado para ella.
Don Draper (Jon Hamm) es el centro de un mundo de apariencia elegante y refinada que, en realidad, constituye una jungla de miseria moral y cinismo. Lo que viene siendo la jungla del capitalismo descarnado, vaya: competición, individualismo, codicia, afán de poder y dinero. Y nada mejor que el mundo de la publicidad para ponerlo en evidencia. El mejor publicista, el que representa el ideal del triunfador social es Don. Todos los hombres quieren ser como él y todas las mujeres le desean. Un perfecto ejemplar de macho alfa, solo que muy complejo e insatisfecho a pesar de su éxito, consciente de que es un farsante en caída permanente desde el primer hasta el último capítulo, como ilustra a la perfección su mítica cabecera. Mantiene relaciones con muchas mujeres, a las que, en algunos casos, desprecia, y con las que se comporta como un canalla. Pero lo cierto es que son las mujeres (sus amantes, sus esposas, su hija, sus colegas) las que le ponen en su sitio, las que le obligan a enfrentarse a sí mismo, por amargo que sea el ejercicio y el resultado.
La historia de Don es la de un hombre emocionalmente roto, incapaz de amar y de aceptar que puede ser amado. Sin embargo, lo que en origen parecía la historia de este hombre resultó ser muchas cosas más. Entre otras, la crónica de una época, un ensayo sobre el papel de la publicidad (¡esa secuencia del carrusel de fotos al final de la primera temporada!) e, inesperadamente, el relato de la lucha de un grupo de mujeres en un universo profundamente masculino y sexista.
Betty Draper (January Jones) representa todo lo que Betty Friedan (¿casualidad la coincidencia en el nombre?) expuso en La mística de la feminidad (1963), uno de los libros clave del feminismo. En él, Friedan habla del confinamiento en el hogar de las mujeres de clase media, tras la II Guerra Mundial, condenadas a ser exclusivamente esposas y madres porque ese es el único papel que la sociedad les reservaba. Ser moderna e inteligente consistía en ser capaz de llevar una casa llena de electrodomésticos, tal como expresaban los anuncios inventados por agencias de publicidad como Sterling Cooper. Con los tacones puestos y peinado de peluquería impecable, la función de estas mujeres era ayudar en cuerpo (en el estricto sentido de la palabra) y alma a su marido en su carrera profesional y proveerle de todo lo que necesitara para triunfar en el mundo capitalista. Betty Draper es el epítome de este rol frustrante y limitador. Su imagen en bata, cigarrillo en los labios, disparando en el jardín a las palomas, uno de los momentos más recordados de la serie, podría ilustrar perfectamente el libro de Friedan y lo que ella llamó el malestar sin nombre de esas mujeres, malestar que es el mismo que encontramos, de forma abiertamente dramática y con mucha menos ironía en Vía revolucionaria (Revolutionary Road), la magnífica novela de Richard Yates publicada en 1961, a la que Mad Men evoca en no pocas ocasiones.
En cualquier caso, el malestar podía no tener nombre, pero era absolutamente real. Y si no que le pregunten a los otros dos grandes personajes femeninos de la serie, Joan Holloway (Christina Hendricks) y Peggy Olson (Elizabeth Moss), o a prácticamente todos las mujeres que en ella aparecen. En realidad, la serie coge unos cuantos estereotipos femeninos, la esposa, la joven tímida y virginal, la mujer florero, y los rompe sin contemplaciones, mostrando a mujeres complejas y reales ahí donde, en origen, solo veíamos clichés. Joan y Peggy, y más avanzada la serie también Megan (Jessica Paré), la segunda esposa de Don, no hacen más que batallar, cada una a su manera, por salir del rol con que son marcadas y del destino que supuestamente les espera.
Peggy es, tal vez, el personaje que mejor muestra la lucha que en aquellos años las mujeres tenían que librar por conseguir salir del estrecho mundo al que eran destinadas, y su evolución es, junto con la de Don, la más llamativa de la ficción. Recién llegada a la agencia comienza como secretaria; la primera temporada muestra su amargo proceso de aprendizaje consistente en entender cuál es su lugar en un mundo de hombres. El problema es que ese lugar no le gusta nada y no puede evitar tener opinión propia y expresarla. De la muchacha de apariencia tímida y desconcertada del inicio a la poderosa mujer, firme y segura de sí misma, de los últimos capítulos, hay todo un mundo. Justamente el de los profundos cambios sociales y de pensamiento que se dan en la década de los sesenta, y que la serie cuenta y enlaza de forma magistral con la vida de los personajes.
Que, de entre todas las mujeres de la serie, Don no mantenga interés romántico o relación sexual alguna con Peggy y con Joan demuestra que la serie nunca va por caminos fáciles ni trillados (en cualquier otra serie esto hubiera sucedido). De hecho, mantiene una relación de respeto y amistad con ambas que es muy de agradecer. Peggy y Don se parecen mucho. Nunca están satisfechos e intentan avanzar sin mirar atrás, reiventándose cuando es necesario. Su relación es uno de los grandes aciertos de la serie y las escenas y conversaciones entre ambos ofrecen algunos de los mejores momentos. Por su parte, Don y Joan se respetan mutuamente, se reconocen en el otro, ambos tan bellos y deseables, y tan atrapados en su imagen, y se tratan de igual a igual.
Y en estas estábamos, tan felices con Mad Men, cuando su creador, Matthew Weiner, es acusado de acoso sexual por una de las guionistas de la serie. Estupor. Cortocircuito. ¿Cómo es posible que alguien que ha escrito estos personajes femeninos sea un acosador? ¿El que creó a Don Draper y fue haciéndolo añicos implacablemente durante siete temporadas? ¿El que escribió aquello de “lo que llamas amor fue inventado por tipos como yo para vender medias”? ¿El que convirtió a Peggy en icono feminista? ¿El que diseccionó el sexismo y nos puso ante los ojos el machismo estructural que subyace en el capitalismo? ¡Pero si la serie es feminista! ¿Qué pasa aquí? Como con Louis C. K., otro caso desconcertante a la vista de su obra, habrá que recordar que una cosa es la teoría y otra la práctica, una la ficción y otra la realidad. No es el primer hombre, ni será el último, que en esta cuestión, en la relación con las mujeres y en la expresión del deseo, manifieste una gran distancia entre lo que dice y lo que hace. Tal vez no haya contradicción, por más que nos cueste entenderlo, porque una cosa es el creador y otra su obra. Habrá que ver si Weiner afronta las consecuencias de sus acciones y está a la altura de su personaje, ese Don Draper capaz de romperse y enfrentarse a sí mismo hasta descubrir quién es de verdad. Mientras tanto amemos la obra, que sigue siendo excelsa, a pesar de su autor.
A finales de los 90, una comedia británica servía de resumen del legado que había sido esa década. Adultos "infantiliados", artistas fracasados, carreras de humanidades que valen para acabar en restaurantes y, sobre todo, un problema extremo de vivienda. Spaced trataba sobre un grupo de jóvenes que compartían habitaciones en la vivienda de una divorciada alcohólica, introducía en cada capítulo un homenaje al cine de ciencia ficción, terror, fantasía y acción, y era un verdadero desparrame