GRUPO PLAZA

‘BABY BOOMERS’

La covid-19 también se ceba con la segunda juventud

A 650.000 nacimientos por año durante dos décadas, los baby boomers son la generación más numerosa de la historia; también la de mayor poder adquisitivo. Pero llegó la pandemia y lo cambió todo

| 19/12/2020 | 13 min, 2 seg

VALÈNCIA. En febrero de 2020 se editaban en la redacción de Plaza las fotografías de grupo de un reportaje sobre baby boomers y su carrera hacia la jubilación.  Las instantáneas procedían de la asamblea general de la cooperativa valenciana Resistir donde en una sala abarrotada de mayores de cincuenta se analizaban las oportunidades del cohousing, término de moda y que viene a representar un sistema residencial colaborativo. «A mí particularmente me horroriza la idea de acabar mis días en la cama de una residencia de la tercera edad. No tener autonomía y verme solo», explicaba el presidente, Martín García. Como si lo viera venir comentaba: «Queremos ser dueños de nuestro espacio y tiempo, cosa que las residencias actuales no te permiten, y queremos convivir, y no solo entre mayores sino en espacios intergeneracionales».

«No es la soledad —comentaba Rosa Crespo, la secretaria de la cooperativa—; muchos de nosotros tenemos hijos y viviendas en propiedad, pero no queremos ser un peso para ellos. Lo que fue normal para las generaciones anteriores ahora no lo es. Y algo fundamental: este tipo de vivienda nos permite plantearnos un modo de vida más sostenible y colaborativo».

Nueve meses después y en plena segunda ola del coronavirus, Martín y Rosa siguen creyendo, más si cabe, en el modelo que, como señalan, parte de dos principios: convivencia e independencia, y están dispuestos a pelearlo dentro de las propias administraciones. Lo que ocurre es que los «dueños de su espacio y tiempo» han pasado a ser en la pandemia población de riesgo, y han perdido buena parte de esa voz que se habían ganado a pulso. «Esto me ha servido para reafirmarme en la idea de que las residencias son campos de exterminio», indica García.

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Rosa en este lapso de tiempo dejó la cooperativa. Comenta que en parte ha tirado la toalla aunque sigue creyendo en la idea de las viviendas colaborativas. Ahora intenta cumplir ese objetivo desde una nueva asociación, denominada Garba, pero el propósito no pinta fácil. «Después de pasar el encierro en la soledad, sin poder ver a mis hijos, estoy más convencida si cabe de que este modelo me habría permitido tener a mis vecinos al lado, un jardín donde moverme, porque yo si no me muevo empeoro y puedo quedarme inválida; todo habría sido más humano, pero me planteo si llegaré a ver en vida este proyecto realizado», indica desanimada. Ejemplos de cohousing hay muchos en España.

La cooperativa Resistir se fundamenta en unos quince proyectos a nivel nacional y europeo de gran éxito que tienen una estructura de autogestión, pero «las administraciones aquí no se lo creen, y encontrar suelo y financiación con los bancos es imposible», se lamenta Martín. Su último cartucho, un inversor que ha comprado un suelo en cuyo proyecto los miembros de la cooperativa pasarían de propietarios a inquilinos. Ahora queda por ver si algún político les llamará para ponerles las cosas algo más fáciles.   

Ya no navegan en la cresta de la ola

En España hay más de doce millones de personas entre los 50 y los 69 años. En la Comunitat Valenciana, el 19% de los habitantes supera los 65 años de edad y las previsiones demográficas hablan de que la población mayor se duplicará en el año 2050 mientras la natalidad se desploma. En su mayoría encaran los últimos años de vida laboral con la vista puesta en la recién aprobada reforma de las pensiones en la que la jubilación activa, la que permitiría cobrar una pensión y poder seguir trabajando, no se ha contemplado. Para millones de boomers que, de sopetón, han pasado a ser ese trabajador del que las empresas están deseando deshacerse, es un gran escollo. Plantillas del Banco Santander, Telefónica, Iberia, Caixabank o Navantia han puesto en marcha una lluvia de prejubilaciones con sus empleados mayores de cincuenta años.

Según datos del Ministerio de Seguridad Social, entre el 2014 y 2019 esas jubilaciones anticipadas ya se incrementaron en un 66% pero ahora se añaden los más de tres millones de cierres, ERE o ERTE donde la tónica empresarial ha sido priorizar la salida de los empleados de mayor edad con una media del 80% de su salario hasta llegar a la jubilación. El 46% de jubilados proceden del sector privado, con menos de 65 años, mientras que las administraciones públicas tienen unas plantillas claramente envejecidas. El denominado ‘edadismo’ o ‘viejismo’ se ceba con esta generación y la gran mayoría de los proyectos que se dedicaban al age management, o cómo enseñar a las empresas a dejar de ser edadistas y a los mayores, los séniores a reciclar su vida laboral útil, están en suspenso.

Enseñar a pasar de contable a analista de datos o de secretaria —en femenino— a curador de contenidos era la labor de Laura Rosillo, responsable de la red de talento sénior Cooldys. Esta baby boomer, funcionaria en excedencia que cambió el estancamiento de un puesto administrativo por un proyecto emprendedor, se zambulle en su cuarto ciclo laboral, eso sí, cambiando su Barcelona natal por el campo. «Yo soy barcelonesa, pero en la pandemia me he ido al campo y he tomado la decisión de quedarme. Con la covid nos hemos encontrado una tragedia. De pasar a ser una generación que podía aportar mucho (ya sabes los sesenta eran los nuevos cuarenta), a ser población de riesgo. Yo misma, con sesenta y cuatro años pensaba que tenía todavía una vida laboral larguísima, y ahora nos vemos apartados. El edadismo se ha multiplicado al 100% y las empresas no saben cómo gestionarlo», señala. 

Lejos de verse como estorbos, los baby boomers denuncian que en esta crisis sanitaria se ha roto el ascensor social y que el sistema que diseñaron les ha defraudado. «La obsolescencia programada se ha cebado con esta generación y está derivando en importantes cuadros depresivos», explica Pilar Rodríguez, presidenta y fundadora de la Fundación Pilares, y quien fuera la directora general del Imserso. En la investigación Las personas mayores que vienen que ha llevado a cabo esta fundación sobre una muestra estudiada de seis millones y medio de habitantes, el 62,7% de esos baby boomers entre cincuenta y setenta años ayuda económicamente a otros familiares, sobre todo a hijos mayores de veinticinco años. También acogiéndolos en sus casas, cuidando a familiares enfermos en situación de dependencia o haciéndose cargo de los nietos mientras los padres trabajan. 

«Es un perfil empático, solidario, tiene más nivel adquisitivo, también mayor formación y quiere organizar su tiempo libre. La gran mayoría de los encuestados hace voluntariado, que en el 65% de los casos les gustaría centrar en la idea de legar su experiencia y conocimientos a los más jóvenes, pero pocas ocasiones comprueban que ese saber es aprovechado por la sociedad. Con la pandemia ese potencial se ha dilapidado y se ha agudizado el estereotipo de carga para el sistema y de peligro. Poco más y nos cambiamos de acera cuando vemos a una persona mayor», comenta Rodríguez. 

Sacramento Pinazo, presidenta de la Sociedad Valenciana de Geriatría y Gerontología y profesora de Psicología social de la Universitat de València, explica cómo la covid-19 lo frenó todo. «Los datos indican que está creciendo el número de afectados, pero sobre todo crece el de la generación de dieciocho a veinticinco años; sin embargo, los que se quedan en sus casas (o residencias) sin salir son las personas mayores. Las escuelas o los polideportivos han abierto con medidas pero los centros de mayores no. La discriminación por edad ha llevado a establecer medidas diferenciales que impiden a las personas mayores hacer lo que niños, jóvenes o adultos sí pueden. Por todo esto hablamos de edadismo: no afecta por igual la nueva normalidad a unas edades que a otras», explica.

Pinazo da cuenta de las importantes consecuencias para la salud de este confinamiento discriminativo. «En aquellas personas con más dependencia para realizar las actividades de la vida diaria, la falta de relaciones sociales cotidiana afecta a su salud emocional; en las personas que viven en instituciones sobre las cuales se han dictado unas normas de confinamiento desde la Administración Pública «iguales para todos», pero también para muchas personas que viven en sus domicilios y que el miedo colectivo a un contagio ha llegado a impregnarles de tal modo que temen salir a la calle y han reducido mucho su vida fuera. Por otro lado, la solución «cierro las puertas de todos los centros municipales para mayores y ya está» es la más fácil pero la peor que se podía tomar», indica.

Incómodos pero pudientes

La agenda de la periodista Rosa María Calaf pasaba antes de la covid-19 por una media de varias ciudades a la semana en continentes distintos. Durante cuatro décadas en primera línea del periodismo y desde su jubilación, en las avanzadillas de la defensa de la profesión, Calaf nunca ha parado hasta ahora. «Desde mi adolescencia nunca he dormido tantos días seguidos en mi cama. Para mí, la jubilación se produjo sin ningún tipo de trauma porque psicológicamente me preparé para ello. Es curioso que la sociedad no nos prepara para las cosas más importantes: ser madre, padre o para el envejecimiento», señala desde su casa de campo a la que se ha decidido mudar cuando la pandemia la «frenó en seco».

«La incapacidad que se nos presupone —señala— no se corresponde con la realidad, pero ahora, además de a la condescendencia del entorno y a las limitaciones imaginarias que se nos achacaban cuando pedíamos tener derecho a la opción de elegir cómo encarar nuestra vejez, se le añade la enorme discriminación y estigmatización que ha agudizado la pandemia —explica—. Hay un caso del que me quejaba mucho cuando podíamos viajar y es la legislación en cuanto a los seguros de viaje. Cuando realizamos expediciones en mis viajes profesionales, por ejemplo, a Sudán, a Mongolia… me encuentro en el límite de edad para que me hagan una cobertura porque se me presuponen unas limitaciones, pero ahora nos enfrentamos a serias consecuencias para la libertad individual, que por supuesto termina donde empiezan los derechos de los demás. La cuestión es que esta crisis, que inevitable y necesariamente implica avances y retrocesos en los derechos, los apliques de forma equitativa a todos, y no caigamos en la creación de guetos», explica Calaf.  

Y si el edadismo pasa factura a esta generación, con las que se ceba es con las mujeres. Su legado han sido derechos como el acceso a la educación, al mercado laboral, al divorcio, al control de la sexualidad, pero ahora esas mismas pioneras no tienen referentes en los que mirarse. La escritora Anna Freixas, autora del libro Tan frescas, las nuevas mujeres mayores del siglo XXI (Paidós), comenta que «somos mujeres que pudimos trabajar por lo que ahora somos viejas con pensión propia. Y eso hace que las posibilidades de vivir sean otras —comenta—. «Yo reivindico las palabras vieja, mayor y anciana, y destierro la palabra abuela porque no todas lo somos y no tenemos por qué enrolarnos en una segunda maternidad con los nietos. Menos amor merengue y más libertad para las viejas», sentencia Freixas. En la práctica, es el mercado el que únicamente reconoce el poder adquisitivo de la economía de canas, pero en el caso de las mujeres mayores, según parece, el dinero en estos meses ha ido a parar a otros fines. El confinamiento no ha hecho más que incrementar la crisis del cuidado aumentando la carga de trabajo de la mujer, que, según la OIT, asciende al 76,2% de todas las horas del trabajo de cuidado no remunerado. El triple que en el caso de los hombres. Y tan frescas. 

Ya no tan amigables 

La Organización Mundial de la Salud (OMS) ya puso el marco teórico desde hace años sobre ciudades amigables con las personas mayores a partir de indicadores como la accesibilidad, el nivel de participación, actividades intergeneracionales o la vida cultural, que poco a poco van tejiendo espacios para todos. La Comunitat Valenciana cuenta con nueve municipios que forman parte de la red. Mislata es de los pocos que tiene este sello y un plan local propio. Salvador Almenar ha sido hasta hace un par de meses el jefe del servicio de Bienestar Social del municipio. Durante la pandemia y con sesenta y tres años, se ha prejubilado. «Corremos el riesgo de que la visión de lo público se centre en lo asistencial y en la protección y se acabe invadiendo el espacio de la libertad en la toma de decisiones, especialmente sobre cómo queremos envejecer. Yo con mi edad, estoy en el umbral, y temo que me marquen las decisiones sobre mis movimientos, dónde vivir, cómo vivir —señala—. Un ejemplo reciente son las propuestas de residencias medicalizadas. Yo me pregunto si estando bien a alguien le gustaría vivir en un hospital. La gente quiere vivir en aquello que más se parezca a una casa. Con ello quiero decir que ambas perspectivas, la de ver a las personas mayores como problema sanitario, pero también la de la sobreprotección administrativa, pueden acabar siendo actitudes dañinas», concluye.  

Ese parece el gran desafío de una revolución demográfica marcada por la covid-19. El ámbito académico lo tiene claro, y avisa de lo rápido que avanza sin una estrategia política a la vista. Joan Romero, excatedrático de Geografía de la Universitat de València, exdirector de la Cátedra Prospect 2030 y recién jubilado, explica que «los ciclos políticos son tiránicos y a veces no permiten plantear programas de más de cuatro años —comenta—. Es fundamental que nos planteemos una transición hacia la jubilación y el envejecimiento que sea gradual y flexible, y que ahí estén las políticas públicas para ofrecer alternativas para capitalizar su potencial y permitirles seguir siendo actores en la sociedad. Lo contrario es traumático». Laura Rosillo añade: «Tengo sesenta y seis años y me quedan otras dos o tres décadas por delante. Recomiendo a mi generación que planifiquen la longevidad y siga reclamando su espacio». Aunque les haya azotado la ola de la covid. 

* Lea el artículo completo en el número de diciembre de la revista Plaza

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