Los periodistas Ramón Besa y Marcos López hacen memoria junto con el jugador de Fuentealbilla y otros protagonistas de su vida para contar la historia jamás contada, la que las cámaras no recogen
VALENCIA. ¡Iniesta de mi vida! El grito eufórico -casi cantado- de un Jose Antonio Camacho arrebatado por la emoción todavía resuena en la memoria de muchos; guste más o menos el fútbol, es difícil no dejarse llevar por la pasión de aquel minuto ciento dieciséis que acabó definitivamente de un zapatazo con las inseguridades y los complejos de una selección española que por fin terminaba de creerse lo que empezase con Luis Aragonés ante Alemania en dos mil ocho, tras aquel tanto de Fernando Torres que sacudió al país. El momento tiene todos los ingredientes necesarios para la épica: los jugadores exhaustos por la exigencia física y anímica de un partido trascendental en sus carreras que ha llegado hasta la prórroga, un rival correoso, áspero e incluso violento en ocasiones -para la posteridad la patada en el pecho de De Jong a Xabi Alonso-, una jugada que crece y va a más, a más, hasta que el balón llega finalmente a ese jugador pálido y silencioso que parece absorber la tensión y el griterío que le rodea como un agujero negro en mitad del césped, para de una manera aparentemente sencilla, del todo natural, batir al meta holandés Stekelenburg casi a cámara lenta. A continuación, una enorme cantidad de energía liberada como una deflagración, un sprint y un detalle para hacer más grande todavía el recuerdo: el héroe de Johannesburgo se levanta la camiseta y allí aparece un mensaje para su difunto amigo Dani Jarque. Ya está. Así se cocinan las fotografías para la historia.
Hubo más momentos memorables en el coliseo Soccer City, como el duelo entre Robben y Casillas, sí, y hasta allí se llegó gracias al esfuerzo de muchos, de los que se ven y de los que no se ven. Pero lo que evocamos y evocaremos cuando alguien invoque aquel encuentro del once de julio de dos mil diez, siempre será la figura de un Andrés Iniesta vestido de azul llevando a su equipo a lo más alto. Porque la memoria prefiere sintetizar y quedarse con lo realmente importante, con el resumen, con el punto crucial en que todo se resuelve. En el centro de estos desenlaces suele estar alguien, como diría Wolfe, elegido o elegida para la gloria. Personajes hechos de una pasta especial, con cualidades anormales, que se encuentran haciendo justo lo que mejor saben hacer en el momento indicado. Qué pasta es esta, en el caso de Iniesta, es algo que podemos descubrir en La jugada de mi vida, las memorias confeccionadas por los periodistas Ramón Besa, redactor jefe de El País, y Marcos López, redactor de El Periódico, en base a las confesiones de un jugador poco dado a hablar que se abre como nunca en este libro publicado por Malpaso.
Más allá de las loas y piropos dedicados a su persona, que ya hemos escuchado y leído hasta la saciedad debido al estatus de este deportista en su profesión y a causa de nuestra tendencia a encumbrar futbolistas, lo realmente interesante del libro son otros aspectos, como el paisaje costumbrista que se nos ofrece referente a sus años de niñez previos a La Masía, el vínculo con su tierra y con los suyos que tanto le hace sufrir al instalarse en Barcelona, sus llantos y su exacerbado sentimiento de soledad al separarse de sus padres para cumplir su sueño -algo por lo que otros muchos no derramarían ni una lágrima-, o su inquietante mala época previa al triunfo en el Mundial de Sudáfrica. Es este pasaje sin duda el más oscuro y revelador de todo el libro. Un episodio en la vida de Iniesta que comienza en el verano de dos mil nueve, un verano que lo tenía todo para ser el mejor: Stamford Bridge con aquel gol suyo para los anales del fútbol, la Liga, la final de Copa, y la Champions en Roma. Sin embargo, Iniesta se debilita poco a poco. Se consume, sin que nadie sepa la causa con certeza. Iniesta deja de ser Iniesta. Las lesiones hacen mella en su seguridad y en su autoestima, pero hay algo más, una negrura interior que le hace desmoronarse lentamente. Salta la alarma. Familia y club intentan reconducir a la estrella pero no saben por dónde empezar. Las pruebas muestran que su condición es la de siempre, y sin embargo no lo es.
En su interior crece un vacío que no atiende a razones: lo tiene todo para ser feliz, pero un filtro gris se interpone entre él y la vida que había llevado hasta el momento. Su rendimiento baja. Las lesiones se suceden. Sus preparadores y médicos se vuelcan en su recuperación, hay que frenar su caída. No puede ni terminar los entrenamientos que han diseñado exclusivamente para que se rehabilite, a veces se marcha a los diez minutos. Su mente va por un lado y su cuerpo por otro, ha perdido la armonía que le caracteriza, esa que le hace flotar más que correr, deslizarse, en palabras de Pep Guardiola, uno de los técnicos que mejor lo han conocido. El campeón está sucumbiendo a causa del efecto acumulativo. Qué es lo que guarda Andrés Iniesta en su interior que pudo tanto motivar una crisis de la gravedad de la que Besa, López y él mismo nos cuentan entre líneas, como propiciar éxitos asombrosos, es algo que conocerá quien lea La jugada de mi vida, una ventana al centro de este deportista que hunde sus raíces en La Mancha y del que se dice que sus músculos son de fibras blancas como los de una liebre del campo