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La nave de los locos / OPINIÓN

La pupila azul de Azorín

Se cumplen cincuenta años de la muerte de Azorín. El desinterés de la mayoría de las instituciones por recordar al escritor de Monóvar contrasta con el despliegue oficial de actos para honrar la memoria de Miguel Hernández. A Azorín se le margina por franquista y a Hernández se le reivindica por antifascista

17/04/2017 - 

Según los cálculos más optimistas, somos 183 los hombres y mujeres que seguimos leyendo a Azorín. Algún especialista en su obra, en concreto el profesor de Literatura de la Universidad de Wisconsin (Estados Unidos), William H. Spencer, sostiene que el número de lectores supera los 300, hipótesis que se nos antoja inverosímil por excesivamente generosa.

Los lectores de Azorín somos pocos pero acaso seamos los mejores. Puedo hablar por mí. Allá donde hay un acto para recordar al maestro, allí voy yo. Sin embargo, el pasado 2 de marzo no pude asistir al acto que el Ayuntamiento de Monóvar celebra cada año en su recuerdo. Ese día se cumplieron cincuenta años de su fallecimiento. José Martínez Ruiz fue el último en morir de la generación de 98. Quedó dicho que a Azorín se le lee poco, más bien nada. Otros compañeros suyos como Baroja y Valle-Inclán han resistido mejor el paso del tiempo. Pero nunca me he guiado por las modas, menos en literatura. Hay escritores que creemos olvidados y luego reaparecen sin una razón clara. Azorín podría ser uno de ellos.

Si tengo que elegir entre los alicantinos Azorín y Miguel Hernández, me quedo con el primero sin dudarlo, con el cínico y oportunista Azorín, el dandi del paraguas rojo

Yo, que estoy empeñado en saber escribir, vuelvo a las páginas de Castilla y Los pueblos para aprender de él. Muy pocos autores españoles del siglo XX escribieron una prosa tan limpia y enemiga de la retórica y las metáforas, de periodos cortos y sensibilidad larga. Si escribir es dar con la palabra precisa para nombrar una realidad, Azorín era un maestro en dar con ella. Lector impenitente de Montaigne, convirtió su vida (la real y la imaginaria) en materia narrativa de su obra. Pero también nos descubrió lo mejor de nuestro pasado limpiándolo de excrecencias imperiales, un pasado que se miraba en los nombres de los clásicos, en Fray Luis de León, Santa Teresa, Cervantes, Garcilaso.

Si algún día preguntáis por mí y nadie os da fe de mi paradero, buscadme en la casa-museo de Azorín en Monóvar. La visité, siendo un joven periodista, hace más de veinte años. Lo que más me sorprendió de ella fue la biblioteca. Allí había miles de libros de todos los géneros. Recuerdo haber visto muchos manuales de Derecho (carrera que estudió en Valencia pero que no acabó) y ensayos de Nietzsche. Todos los que admiramos su obra deberíamos visitar, al menos una vez en la vida, esa casa-museo, nuestra Meca literaria. No deberíamos buscar excusas para viajar a Monóvar en el año en que se celebra el cincuentenario de su muerte. Hacedlo.

Lástima que la voluntad por conmemorar ese aniversario haya sido tibia y desganada hasta hoy. Azorín, que de joven fue anarquista y ya de mayor se hizo franquista por conveniencia, no cae bien a nuestras autoridades. En el mejor de los casos les resulta indiferente. El desinterés por reivindicar su obra contrasta con el despliegue oficial de actos para recordar a otro escritor alicantino, Miguel Hernández, en el 75 aniversario de su muerte. Si todo sigue como hasta ahora, acabaremos un poco hartos del poeta de Orihuela, no tanto por su culpa, que no la tiene, sino por todos sus seguidores oportunistas que lo utilizan más como pretexto ideológico que como valor literario.

Hernández, poeta notable, acabó siendo comunista y combatiendo en el ejército republicano en la guerra civil. Eso siempre es un mérito a tener en cuenta por los mandarines de la cultura que acaban fijando el canon literario. A Azorín se le margina por franquista y a Hernández se le reivindica por antifascista. La interpretación ideológica de sus obras ha influido en la valoración que tenemos de ellas: cicatera con la del primero y complaciente y generosa con la del segundo.

El cínico Azorín frente al idealista Hernández

Además de la ideología está la vida de cada uno, claro. El cínico y oportunista Azorín murió de viejo en la cama, con más de noventa años, tuvo demasiado tiempo para traicionar y traicionarse, mientras que Hernández era un joven idealista cuando dejó este mundo, después de un largo y sórdido trasiego por cárceles franquistas. Una muerte pequeñoburguesa, de mesa camilla, frente a una muerte dramática y épica. No hay color. Por eso es comprensible que el autor de El rayo que no cesa tenga más tirón entre los lectores que quien escribió La voluntad.

Pero si tengo que elegir, me quedo con Azorín, con el cínico y oportunista Azorín que se levantaba a las cuatro de la madrugada para escribir sus ensayos y sus artículos en el ABC.

Cada vez que visito Madrid me acerco  al edificio donde vivió, en la calle Zorrilla, detrás del Congreso de los Diputados. Entonces cierro los ojos y me lo imagino saliendo del portal con su paraguas rojo. Mi amigo y exprofesor José Julio Perlado me contó cómo se enteró de su muerte. Su periódico le mandó a cubrir la noticia. Al llegar lo recibió la viuda, que lo dejó pasar. Azorín, el hombre obsesionado con el tiempo, era pasado. Mi amigo entró en la habitación donde el escritor estaba de cuerpo presente. Se asomó al féretro. Uno de los ojos del maestro permanecía abierto. Nadie se lo había cerrado. Su pupila era azul. Azorín tenía los ojos azules, como Gabriel Miró. Al poco rato comenzaron a llegar parientes de Monóvar que saludaron a mi amigo confundiéndolo con un familiar del finado. Al día siguiente un diario de Madrid publicó el excelente artículo de Perlado. Yo aún no había nacido.

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