VALÈNCIA. Cristina Vañó se ha pintado los labios esta tarde. Esta mujer de 53 años espera a los clientes sentada en una silla de plástico al lado de una mesa redonda cubierta con un hule y, sobre todo, pegada a un ventilador de pie que es el único alivio en esta pequeña tienda consagrada a la venta de la clòtxina en el Cabanyal. Ahí lleva toda la vida. Incluso hubo un tiempo, de niña, en el que vivía con sus padres en la trastienda. Ahora ya no. Ahora solo abre las puertas para reafirmarse cada día como uno de los templos de la clòtxina en València.
Aquel es un lugar sencillo. Una planta baja que hace esquina delante de un descampado en el que aparcan los coches. En medio, entre el solar y la tienda, se alza una pared, la parte trasera de un edificio, en verdad, en la que hay plasmado un mural con la firma de Eva tapado por una gran palmera. El lujo del hotel Las Arenas se enfrenta con la miseria de los okupas que viven su vida 'perrofla' en uno de los edificios de enfrente. Y allí, en aquella esquina modesta, a través de una puerta baja con una cortina verde de plástico, bajo un foco, se entra en este híbrido entre una pescadería y un colmado.
El origen de todo está en su padre. Julio Vañó tenía un vivero de clòtxinas y en 1982 decidió, junto a su mujer, Pilar, montar esta tienda en el Cabanyal para darle salida al producto. "Luego mis padres se separaron. Mi madre continuó aquí y mi padre se quedó con el vivero". Cristina siguió allí hasta que decidió casarse y tener a sus dos hijos. Cuando su madre se jubiló, en 2005, hace diecisiete años, ella tomó el relevo y siguió con el negocio hasta hoy.
Su progenitor era pescador y tenía una barca de trasmallo. Antes, el matrimonio había emigrado a los Países Bajos para trabajar durante siete años en la Phillips. "Allí nació mi hermana la mayor. Somos cuatro chicas y yo soy la segunda". La primogénita tiene una parada en el mercado de Rojas Clemente. La compró el padre y durante un tiempo se la repartieron entre Cristina y su hermana, pero no daba para tanto y al final una se quedó y otra volvió a la tienda de la playa.
Cristina cuenta todo esto mientras Javi, uno de sus hijos, deambula por la tienda y pega la oreja para escuchar la historia de su madre. Javi va para fisioterapeuta, pero ha ido a echar una mano para que su madre se pueda desentender de la venta durante un rato. Pero es una ayuda ocasional. Ni él ni su hermano, Miguel, el mayor, que es ingeniero químico, consagrarán su vida a la clòtxina como sí ha hecho su madre.
Hay turistas por todas partes este verano. Nada que ver con el aspecto que ofrecían aquellas calles en el origen del comercio. "El barrio era complicado. Solo había cuatro farolas. Por la noche, al salir, sobre todo en invierno, daba cosilla... Porque nosotros vivíamos dentro. Esto era la tienda y la casa estaba en la trastienda. Ya no. Esto no reúne condiciones para vivir. Mi madre vivió aquí hasta 2005 y, cuando se jubiló, ya se compró un piso y yo me lo quedé solamente como negocio".
Su madre aún vive. Su padre, en cambio, murió muy joven. Un cáncer de garganta acabó con él con 58 años. Qué lejos quedan los tiempos de la vuelta de los Países Bajos, cuando su padre cogía la barquita de trasmallo y salía a pescar mientras su madre atendía una parada de frutos secos en el mercado de San Pedro Nolasco, en el barrio de Morvedre. Cuando Cristina tenía siete años, aquel hombre y un amigo compraron el vivero. Años después murió su socio y ya se quedó solo con ese criadero de moluscos.
Ahora ya no venden el producto de su padre, pero cuentan con material de primera gracias a Juan Aragonés, un reputado proveedor. "El vivero lo vendimos y empezamos a comprarle a un compañero que trabajaba como mi padre, porque no todo el mundo trabaja igual". La clòtxina es el eje del negocio, el motivo por el que muchos clientes cruzan la ciudad solo para comprar sus bivalvos. El problema es que es un producto de temporada que, como nos encanta decir a los valencianos a todo el que nos escuche, solo hay en los meses sin erre: entre mayo y agosto. Cristina, por ese motivo, solo abre la tienda seis meses. Los otros seis, descansa. Eso sí, el tiempo que está abierta no para. De lunes a domingo. De sol a sol. A finales de septiembre cerrará y no volverá a abrir hasta principios de abril.
Aunque el cambio climático está modificando los tiempos. "El tiempo ya no es como era. A veces en marzo hace un calor que parece que estemos en mayo y el mar es como el campo: si se adelanta el calor, los cerezos y los almendros florecen, pues la clòtxina lo mismo. Si hace calor, empieza a engordar la molla. Si viene una ola de frío en mayo, que generalmente para la luna llena ya suele estar buena, lo que hace es desovar. Pero sí, lo normal es que esté buena en los meses sin erre".
El mostrador inclinado de acero inoxidable hoy está vacío y reluciente. Por la tarde suele ir menos gente y conservan las mallas repletas de clòtxinas en la cámara. De vez en cuando entra alguien en busca de una botella de agua o una bolsa de patatas fritas. Una lampara antigua comparte la iluminación con dos pares de tubos fluorescentes. Un reloj da la hora en una pared al lado de un cartel con el precio de los productos: clòtxinas, mejillones, canaíllas, caracoles, tellinas, percebes, navajas... Aunque ahora está todo recogido y lo único que hay a la vista son los estantes con bolsas de snacks y las neveras con las bebidas frías.
En ese pequeño establecimiento, en la esquina de Eugenia Viñes con Mare de Déu del Sufragi, Cristina se llevaba muchos días a sus dos hijos pequeños, los tumbaba en una hamaca y atendía a la clientela. "Yo los he criado a mi manera", comenta mientras su hijo se sonríe por detrás. No ha cambiado mucho el local desde entonces. El techo de uralita hace no valga la pena poner un aparato de aire acondicionado. Cristina ya está acostumbrada y por las tardes, que son mucho más tranquilas que las mañanas, a menudo saca la silla a la calle "para tomar la fresca como se ha hecho toda la vida en el Cabanyal".
No hay cuchillo de palo en casa del herrero. En la suya se comen cltxinas varios días a la semana. "Toda la vida ha sido así: a la plancha, en escabeche, con tomate, al baño maría... Las hacía mi padre. A él las que más le gustaban eran las que quedaban a final de temporada. Él, que también era buzo profesional, se tiraba a hacer la estacha y las cadenas del vivero, que es con lo que está enganchado para que no se vaya, y ahí había unas clóchinas enormes; esas las hacíamos a la plancha. Y estaban buenísimas. Aunque lo más común era hacerlas con ajo, limón, aceite de oliva, un poquito de pimentón y al vapor".
Jamás ha pensado en darle un giro a Clóchinas Las Arenas. "Esto no te vale para hacerte rico, pero te da para vivir y solo trabajo seis meses. Eso sí, seis meses sin cerrar ni al mediodía. Le tengo mucho cariño a este sitio porque yo me he criado en un vivero y esto lo abrieron cuando yo aún tenía trece años. El vivero, en aquella época, era como un chalet flotante para nosotros. Si hasta había días que pasabas las noches ahí. He estado siempre aquí". Entiende, eso sí, que sus hijos no tengan ese vínculo tan fuerte. Su hijo Javi estira el cuello y, sin mediar pregunta, se explica: "Yo no me veo currando aquí dentro todo un verano. Estoy estudiando Fisioterapia y espero tirar por ahí. Si no sale nada, pues nunca se sabe, pero en principio no".
Su madre asiente ante el argumento de su hijo y, para reafirmarlo, añade: "Esto es muy esclavo. Y yo no he conocido otra cosa, salvo los años que estuve en el mercado con el pescado. Desde que estaba todo plano porque no había ni desagües y en septiembre se inundaba en cuanto llovía. Anda que no he sacado yo agua y barro de aquí dentro. ¡Todos los años! Si tengo que dejarlo, me va a dar morriña... Luego, cuando pase por esta esquina, me dará pena. Esta ha sido mi casa. Aquí he vivido desde los 15 has los 27 que me fui".
Tantos años al lado de esas cáscaras negras le han servido para reconocerlas al vuelo. "La auténtica, la auténtica tiene un toquecito azul al final. Esto no tiene nada que ver con el mejillón, que puede tener muchísima molla, pero en sabor no nos gana nadie. Y en plena temporada, cuando la clòtxina está bien, en molla tampoco. Sin desmerecer al mejillón, ojo, pero este es un sabor muy fino. No tiene nada que ver".
Aunque no solo de clòtxina vive este comercio. "Entre semana tengo lo justito: el salazón, la mussola, el pulpo seco y el capellanet, que es muy típico de aquí del Cabanyal, y la clóchina, y a partir del viernes ya traigo tellinas, almejas, ostra valenciana, que se vende mucho también, canaílla, sepia, calamar... Sobre todo cosa de aperitivo, que no dé mucha faena en casa. La gente quiere hacer algo a la plancha y no complicarse mucho más".
Pero la fama le viene de la clòtxina. Cristina se esmera en cuidar que nunca decaiga, que siempre esté en el mostrador lo mejor de lo mejor. Y por eso -y porque le encanta- cada dos días hace unas cuantas, aunque solo sea un puñado para cerciorarse del tamaño, del sabor, de su textura... "Y los fines de semana hago y la pongo ahí en el mostrador para que la gente vea que está bien". A su favor, además del rastro que deja en el paladar, juega su precio, que no es excesivo en comparación con otras delicias salidas del mar. "Este año está a seis euros el kilo. Ha subido, como todo...".
Cae la tarde y siguen entrando extranjeros en busca de refrescos para combatir otro día insoportable de calor. Cristina mantiene sus joyas negras a bien recaudo y ya mañana las sacará al mostrador cuando la gente haga cola para comprar sus afamadas clòtxinas.