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EL CALLEJERO

Vicente, un niño de 87 años que no para de jugar

Foto: KIKE TABERNER
13/11/2022 - 

A los 87 años puedes haberte rendido en un sofá o puedes ser Vicente Candela. Este hombre trabajó mucho hasta que se jubiló. Varios empleos a la vez. Uno por la mañana, otro por la tarde, otro los fines de semana... En los huecos, sus aficiones y sus colecciones. Hasta que se jubiló. Entonces rellenó todo el tiempo con sus divertimentos. Y este hombre que ahora tiene 87 años pasó a reconvertirse en un niño, un chiquillo con dificultad para andar y que tiene que tomarse doce pastillas cada día, pero que se pasa todo el día 'jugando'.

Lo primero que llama la atención de Vicente es que tiene una metralleta en la lengua. Sus piernas son las de un anciano, como sus brazos amoratados, pero su cabeza no para. Tiene una memoria envidiable y una agilidad mental digna de un adolescente. Quizá el secreto sea que nunca ha parado de hacer cosas y que, a esos 87 años, sigue pensando que le quedan muchas otras por hacer. Que ya es decir.

Vicente es de Ruzafa. Su padre, que fue el secretario del alcalde de València Manuel Gisbert, murió muy joven y dejó a una viuda de 28 años a cargo de un hijo único. La familia, madre e hijo, salió adelante gracias a una pensión de 333 pesetas al mes y el auxilio de la abuela. "Yo estudié peritaje mercantil, pero en tercero me lo tuve que dejar para ponerme a trabajar. Entonces empecé de administrativo en Aguas Potables. Pero también he sido profesor y director de autoescuela durante treinta años. Escribí un libro con la jerga del automóvil porque no tiene sentido explicarle a los alumnos cosas que no entienden. Hice unos vocabularios de mecánica y circulación".

Por la mañana iba a Aguas Potables y por la tarde, a la autoescuela. "Yo he trabajado más horas que un despertador. Si trabajaba hasta los sábados, dando clase en los pueblos". Vicente y su esposa, Asunción, tuvieron un hijo, Fernando, que hoy suma 58 años. Este les dio dos nietos, un par de gemelos, ya treintañeros, que aparecen en una fotografía colgada en el despacho cuando aún eran dos renacuajos.

Foto: KIKE TABERNER

La primera de sus aficiones llegó por aburrimiento. Vicente contrajo una enfermedad en el hígado de niño que condenó a un chico de doce años a guardar reposo. Cada día, después de comer, tenía que sentarse en el sofá con una bolsa de agua caliente durante dos o tres horas. El médico sintió lástima por su paciente y un día llegó con un sobre lleno de sellos para mostrarle los encantos de la filatelia. "Fue mi maestro. Ahí me aficioné y ya seguí toda la vida". Ahora, siete décadas después, este aficionado cuenta con cientos de sellos perfectamente clasificados con una ficha que detalla el año de emisión, la imagen que aparece en la estampilla y algún dato más. 

Se hizo un Monopoly

Luego vinieron los trenes. No tiene tan claro el despertar de esta afición. Aunque en el fondo de su memoria cree encontrar el recuerdo de una vieja caja de madera de la que un día salió un antiguo tren de su difunto padre. "Él murió cuando yo tenía tres o cuatro años y no sé si fue así o me lo he ido inventando con el paso del tiempo. Lo que sí sé es que, años después, me convertí en cliente de la casa Crea y, más tarde, de Altarriba, aunque también iba de viaje a Madrid y Barcelona exclusivamente para ver trenes en miniatura. Trenes que usaba y jugaba con ellos. Me hacía yo mis maquetas y, cuando creció, mi hijo me ayudaba con la parte electrónica. Yo me dedicaba a la parte artística. En las tiendas especializadas te pedían un dineral por unos árboles de adorno, así que en diciembre cogía y me iba a El Corte Inglés, compraba un árbol de Navidad y con eso me hacía ochenta arbolitos por mucho menos dinero".

Foto: KIKE TABERNER

Los Candela llegaron a tener una docena de locomotoras. Casi todas alemanas, aunque también contaban con la histórica 333 de Renfe. Su hijo Fernando era capaz de hacer circular cinco al mismo tiempo. Él no conseguía pasar de tres. "A la cuarta, descarrilaban". Siempre le gustaron los juguetes clásicos y hoy, con la evolución de los tiempos, no le ve ninguna gracia a la Play ni a la Nintendo. "Yo me hacía los juegos de mesa. Desde un Monopoly a un Scrabble. Y toda mi familia tiene un parchís hecho por mí".

Vicente Candela cuenta su historia sentado en un viejo sillón dentro del despacho donde pasa muchas horas cada día. Una habitación forrada de estanterías de madera y llena de trastos. Por encima de las mesas pueden verse recipientes para análisis médicos, coches en miniatura y todas las enciclopedias que uno pensaba que no se habían vendido jamás y que, en realidad, están allí, en su casa. La estancia hace un rincón al fondo y allí hay un escritorio en el que un flexo ilumina una bandeja con siete u ocho sacapuntas, las caperuzas de los rotuladores, un pequeño lápiz y unas tijeras. Alrededor hay también reglas y escuadras. Y en el centro, un dibujo hecho con trazos de tinta negra sobre un fondo blanco. "Es una aldea de Ucrania porque la chica que tengo interna es ucraniana. La foto la saqué del National Geographic y es de un lugar de nombre impronunciable (Kryvorivnya)".

Tres mujeres cuidan de este octogenario: una rusa, una ucraniana y una bielorrusa. Curiosa terna. La rusa vivía en Ucrania y huyó de allí cuando bombardearon su edificio y perdió a dos hijas y un hogar. De la pared que hay frente al escritorio, cuelga una especie de hucha llena de monedas. Cuando está repleta, coge el dinero, le pide a la chica que esté cuidando de él que le acompañe a la filatelia que tiene cerca de casa y vuelve con un puñado de sellos.

Foto: KIKE TABERNER

La filatelia es una afición que decae a la misma velocidad que la correspondencia, el correo ordinario, y Vicente aún se acuerda de que la secretaria de Aguas de Valencia le entregaba cada día un montón de sellos recortados de los sobres que recibían cada día en la oficina. "Hay muchas temáticas. Me gustan mucho los de pintura, los que reproducen cuadros, pero también coches antiguos, locomotoras... Tengo una caja entera con trenes de todo el mundo. Fauna y flora, arquitectura, mariposas, setas... Es una afición muy cultural. Aunque yo entiendo que un chico de doce años lo vea menos atractivo que ponerse a jugar con la Nintendo".

La historia del metro

Durante años Vicente compraba dos periódicos cada día y se guardaba los recortes de todas las noticias que hablaban del metro desde que empezó a comentarse que València podía habilitar una red de tren subterráneo. La hemeroteca creció a tal ritmo que un día entró Asunción en el despacho y le lanzó una amenaza: "O salen todas esas carpetas llenas de recortes o sales tú...". A Vicente le dolía perder toda esa información, así que acabó donándole a Metrovalencia cuarenta archivadores atiborrados de noticias que recogían la historia completa del metro.

Está claro que Vicente Candela no ha tenido un minuto libre en 87 años. "Yo no me aburrido nunca. Yo respeto a todo el mundo, pero no puedo entender a esos jubilados que se pasan el día delante de la tele viendo partidos de fútbol. Eso es dejar escapar la vida. Yo solo veo la tele un rato por la tarde, cuando hacen los concursos. Llevo jubilado 27 años y no ha habido un solo minuto que me haya aburrido. Antes me podía quedar dibujando hasta las dos y al día siguiente me levantaba a las siete y pasaba más sueño que un tonto, pero me gustaba mucho. Hago el dibujo a lápiz y luego lo repaso con los rotuladores Staedtler de punta fina, de varios calibres, y así finjo que es un dibujo a plumilla".

Foto: KIKE TABERNER

A Vicente solo le atraen esos programas de la televisión que premian a las personas que adivinan palabras. Quizá porque otra de sus aficiones más llamativas haya sido la de hacer crucigramas. Pero no rellenarlos, no, hacerlos. "Yo soy un maniático de las palabras, las colecciono. Y por eso me aficioné a construir crucigramas. Primero dibujas el cuadro con las cuadrículas que quieres tener, luego haces el dibujo del interior, y una vez lo tienes diseñado, te toca rellenarlo de palabras. Hay que intentar poner palabras que no lleven dos vocales o dos consonantes juntas porque no se cruzan bien. Yo tenía plantillas con los diseños en forma de cruz. Las editoriales también te daban algunas instrucciones. Los verbos los quieren solo en infinitivo. Huyen de las palabras al revés. Quieren definiciones claras y cortas. Y les debía gustar los que les mandaba porque me decían que lo hacía muy bien".

Eso fue a principios de los 80. Había días que podía acabar tres crucigramas y con otros, en cambio, se le resistían una o dos palabras y no lograba desatascarlo hasta pasados cinco o seis días. Para facilitar su labor, siempre tan minucioso, se hizo varios archivos con palabras. Una caja para cada número de letras. Siempre, eso sí, apoyándose en un diccionario que es casi un incunable. "Es un diccionario de 1850. Me ha ayudado mucho, aunque aún daba la distancia entre los pueblos en leguas. Lo saqué del abuelo de mi mujer. Lleva una dedicatoria del 12 de noviembre de 1883 y está fechado en Monóvar. De ahí he sacado palabras antiguas que ya no salen en los diccionarios modernos. El libro está dedicado a los Reyes, que era lo habitual en la época. Lo he cuidado mucho; es una joya para mí". Vicente escribió a todas las editoriales de España y Argentina para ofrecer sus crucigramas y sopas de letras. Una de España acabó mandándole unos pocos cheques con nueve mil pesetas por sus trabajos.

Foto: KIKE TABERNER

La dedicatoria de su madre

Aunque hay un libro al que le tiene más cariño aún que al viejo diccionario con las páginas amarillentas. "Es un ejemplar de Edmundo de Amicis, un escritor italiano que escribía relatos cortos muy tristes y que le entusiasmaban a mi madre. Tengo ahí un ejemplar que me regaló ella un 8 de enero, cuando yo tenía ocho años". Vicente tiene que hacer un parón. La anécdota le remueve por dentro porque aquel libro llevaba una tierna dedicatoria: "Para mi hijito querido, que no olvide nunca a su madre". La dice del tirón porque se le hace un nudo en la garganta. "Es algo muy bonito, y más sabiendo la vida que llevó. Mi madre murió con 57 años, el día que hacía tres meses que yo me había casado. Reuní en una mañana a seis médicos en casa. Yo tenía una Vespa y fui a por ellos después de que sufriera una embolia. Pero no tenía solución. Yo tenía 27 o 28 años. Falleció cuando podría haber empezado a vivir bien porque yo ya ganaba un dinerito: me dedicaba a traer coches de segunda mano de Barcelona y Madrid. Cada viaje te pagaban mil pesetas, el avión de ida y la comida. Estuve años así. Hasta que a mi socio y a mí nos dio miedo tener un accidente de tanto viaje y decidimos alquilar un camión para traerlos".

Este hombre ha hecho de todo. Vicente asegura que ha llegado a trabajar en Aguas de Valencia, la autoescuela, la representación de una peluquería y la contabilidad de una fábrica de gaseosas: cuatro trabajos a la vez. "Y escrutador de quinielas. Los domingos por la noche, al acabar los partidos de fútbol, iba al edificio de Noel -una antigua cafetería del centro de València-, y allí arriba había un piso del patronato de quinielas donde había miles de boletos y sesenta o setenta tíos escrutando. Se buscaban fallos, no aciertos, porque era más rápido. A los tres fallos, fuera. Había días de entrar a las diez de la noche y acabar a las siete de la mañana. Entonces salía, me lavaba la cara, me tomaba un café con leche en Barrachina y a trabajar, que entraba a las siete y media".

No para de contar historias sorprendentes. Vicente ha tenido una vida muy entretenida. Tanto que decidió resumirla en un par de tomos desgajados en periodos de diez años. Lo hizo como un obsequio, o un legado, para sus nietos. "Es una autobiografía del abuelo Vicente, las memorias de un viejo, dedicadas a mis nietos. Ahí tengo sesenta o setenta años de mi vida en dos tomos divididos por décadas y al final de cada uno, añado unas fotografías de la época. Ahí está toda mi vida. He escrito muchas cosas: relatos cortos, cuentos y de todo". Y como para demostrar que es verdad lo que dice, señala una vieja máquina de escribir, un clásico en su momento, la Lettera 35 de Olivetti.

Foto: KIKE TABERNER

Este octogenario asegura que uno de los años más importantes de su vida fue 1964, un año con tres hechos trascendentales en los que el destino fue especialmente caprichoso. "Me casé en San Valero, como toda mi familia, un 8 de enero, el 8 de abril murió mi madre y el 8 de octubre nació Fernando. Pasé de ser un chico soltero que vivía con su madre a ser un chico huérfano y padre en menos de un año. Mi hijo nació a los nueve meses exactos de casarnos. ¡Vaya puntería!". 

"No hablemos de salud..."

Ahora su vida es un poco más sosegada. Hoy se levanta temprano y se pone a leer, a dibujar, a escribir o a ordenar sus sellos. Y así se tira todo el día. Cuando se jubiló, hace 27 años, decidió reunir en una asociación a todos los jubilados de Aguas de Valencia. "Hablamos con el director y nos dio un local en Vara de Quart, ordenadores viejos que iban a tirar, un armario, varias mesas... Conseguí a casi doscientos socios y comencé a organizar algunas actividades y a ayudar al que lo necesitaba contratando a un abogado. Organicé muchas cosas. También he dado varias charlas para mayores en el Ateneo: sobre cómo usar un móvil, salud, higiene, distracciones... Me pagaban por cada cursillo que daba".

Foto: KIKE TABERNER

Su cabeza es una computadora. Aunque él dice que no está tan bien como aparenta. Que toma mucha medicación y que duerme con un aparato para la apnea. "Mejor no hablemos de salud...". Rápidamente se pone a hablar de otro asunto y asegura que siempre ha sido igual de nervioso. Vicente intuye que llega el final y lanza entonces una especie de mensaje de despedida: "La vida no hay que dejar que se queme. Hay que aprovecharla y hacer muchas cosas. Yo estoy muy satisfecho de la vida que he llevado. En los cursillos que daba yo de preparación para la jubilación, les decía que tenían el mejor tesoro del mundo: tiempo libre. 'Ahora es cuando puedes hacer lo que te dé la gana', les insistía".

Nos vamos y él sigue hablando a lo lejos. De que muchos días, ya jubilado, se despertaba y le preguntaba a su mujer qué quería hacer, y que entonces cogían y se iban a comprar a Alicante, o a Barcelona a ver una exposición o a Madrid a comerse un cocido y de vuelta a casa. "Porque la vida es maravillosa", sentencia con su cara de niño escondida tras la máscara del hombre adulto.

Foto: KIKE TABERNER

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