VALÈNCIA. Vicente Gabarda dice que le han hecho tantas entrevistas que ya se ha acostumbrado a que cada periodista entre proclamando que la suya va a ser la mejor. Lo suelta y luego emite una risita por lo bajini. No se libran tampoco los fotógrafos. Vicente afirma que todos quieren las mismas fotos. Pero eso sí, después de pisotear al gremio, se muestra amable y gentil ante todas las preguntas y atiende con paciencia todas las propuestas para que pose en cada rincón de Bodega Baviera, que es algo así como la versión etílica de la Librería Solaz. Un lugar donde se palpa la historia, donde casi no hace ni falta el discurso de su dueño, donde las botellas, los utensilios, los toneles y el olor a humedad en esta especie de cava dicen tanto como las anécdotas que Vicente repite como un lorito.
Este churro que acabó hablando valenciano ya hace tiempo que asumió con naturalidad su condición de personaje, y, aunque lleve años jubilado, acude cada día a Bodegas Baviera para no decepcionar a la clientela que cruza por la puerta y espera verle allí dentro, como si fuera un tótem. Si Vicente perdura es que el orden permanece inalterable. Así que pasa los días con la mascarilla puesta dejándose ver, esperando que alguien le pida consejo para elegir un vino que maride bien con una lubina, por ejemplo. Clientes que acepten su consejo para que deje en la estantería esa botella tan cara que había seleccionado y, a cambio, se lleve otra tan desconocida como barata. Aunque no sea esa una tarea sencilla, pues muchos buscan antes impresionar que echarse un buen vino al gaznate.
Su hija, Cuca, le deja hacer mientras ella dirige el tinglado. Porque Vicente, que tiene 77 años, ya no gobierna, pero sí perdura su sello. Solo hay que pararse un segundo, mirar a tu alrededor y escuchar. La música clásica llena la bodega y rebotan las notas contra las botellas, a cientos, que hay por toda la planta baja de esa calle, la calle Corretgeria, que apunta hacia el Miguelete.
Suenan los violines y los vientos por el hilo musical a un volumen que no cansa, que puede, incluso, pasar desapercibido, pero que te enriquece el alma mientras escudriñas las botellas en este templo del vino. Todo está lleno de estanterías repletas de botellas de toda índole. Blancos, tintos, rosados, espumosos… Vinos caros y vinos baratos. Caldos buenos y caldos peores. De la Rioja, Ribera del Duero, el Priorato y, por supuesto, de València. Aunque Vicente no niega que él militó en el bando de los detractores de los vinos de la ‘terreta’.
El tendero señala a Pablo Calatayud como uno de los culpables de la eclosión del vino valenciano. Y que nada hubiera sido lo mismo sin el empeño del propietario del Celler del Roure, de Moixent. “Él fue un pionero de los vinos valencianos cuando nadie en València creíamos. En 2000 o 2001. Pablo Calatayud contrató a Sara Pérez para quitarse el sambenito de que en València se hacen vinos malos. Ella le dijo que se comprometía a hacer un buen vino siempre que conociera la tierra y pudiera vivir un ejercicio completo: los nueve meses completos desde que sale la primera hoja hasta la vendimia, para entonces elegir las uvas. Ahí empezó un poco a catapultar los vinos valencianos bien hechos”.
Aunque Vicente asegura, quizá por no perder la equidistancia, quizá porque sea verdad, que no tiene un vino favorito. “A mí me gustan mucho los vinos de cosecha, ese vino me interesa mucho. Vinos de la zona de La Guardia. O un cosechero de Sinarcas, arriba de Utiel, al lado de Castilla-La Mancha. Me gusta conocer al padre de la criatura y el sitio de donde viene, para tener argumentos reales. No puedo huir de lo comercial, pero busco gente sin trampa sin cartón. Por eso admiro a Pablo Calatayud o a Toni Sarrión, del Mustiguillo. Son dos maestros”.
Son las cuatro de la tarde y solo se escucha la voz de una soprano. La tienda no abre hasta dentro de hora y media y la calle está tranquila. No es día de jarana y la zona se mantiene en calma. Allí dentro huele a madera y a humedad. No abunda la luz y dentro resplandece el haz de un flexo sobre la mesa de escritorio, llena de papeles, en la que aún trabaja Vicente Gabarda.
El bodeguero es de Villar del Arzobispo, donde su abuela regentaba la cantina, “un bar de borrachines” donde se crio Vicente. Su abuelo fue agricultor y constructor de obra. Y en casa, siempre, como afición, la música. “Para mí fue como una religión que profesaba a diario”. La familia vivió en La Serranía hasta los años 60, cuando su padre adquirió por traspaso Bodegas Baviera, una casa fundada en 1870 que se convirtió en un negocio boyante de venta de vinos, aceites y licores a granel, que llegó a tener cinco establecimientos en València. El local original estaba en el número 28 de la misma calle, pero los largaron de allí y corrieron unos pocos números para hacer una réplica de la bodega un poco más allá. En 2015 hicieron la restauración y tres años más tarde, el museo, la obsesión de la que Vicente no para de alardear.
El museo no está a la vista. Primero hay que llegar hasta el fondo del local, girar a la izquierda, y, después de cruzar una cortina y un espacio intermedio, volver a girar a la izquierda -el inmueble tiene forma de u- para entrar en una sala estrecha y profunda donde las paredes están forradas de botellas antiguas, botellas singulares y una colección interminable de botellitas del tamaño de esas que se encuentran en el minibar de los hoteles. Y en el centro, a contrapié, decenas de instrumentos antiguos. Ahí se mezclan sus dos pasiones: el vino y la música. Dos fijaciones que no solo las ha proyectado ahí dentro sino también sobre la vida de sus hijos, pues una es bodeguera y el otro instrumentista. No le interesa nada más.
Lo de los instrumentos, más allá de su fervor por la música, dice que es para saldar una deuda, el desprecio que hace décadas mostraron muchas personas, él incluido, hacia esos objetos viejos que aparecían por los desvanes, instrumentos que hoy adquieren el valor que tiene lo añejo. No tanto en los vinos, pues él niega que los vinos antiquísimos sean mejores, como en la música. “Hace unos años recapacité y entendí que merecían que les rindiera culto”. El bodeguero está en contacto con anticuarios que viajan por todo el mundo y que vuelven de Francia, del norte de Italia o de los Balcanes con viejos instrumentos que saben que cautivarán a Vicente.
El bodeguero cuenta todo esto con un tono digno de narrador, modulando la voz, con un hablar pausado que capta la atención con facilidad. Al entrar en la tienda se ha quitado la gorra y un chaleco de fotógrafo, y deambula por ahí con unas sandalias, un pantalón de lino y una camiseta de algodón. Y mientras cuenta sus historias te mira a través de unas gafas redondas y suelta el carrete de sus recuerdos, como el de aquel día que un hombre le llevó un clarinete lleno de barro metido en una bolsa de plástico. “El instrumento apareció en un rincón de un local de los poblados marítimos que se inundó en la riada del 57. Resultó que el barro creó una pátina que protegió el instrumento”, rememora.
La calle Corretgeria no se parece en nada a la que descubrieron los Gabarda cuando se llevaron el negocio de los Baviera, una familia de Picanya en la que nadie quería continuar con la venta de vino y aceite a granel. Un aguardentero de Llíria, donde había cinco o seis destilerías, abastecía a los Baviera y también a la abuela de Vicente en la cantina de Villar del Arzobispo. El hombre le comentó que iba a quedar libre el negocio. La mujer no se vio con ánimo, pero pensó que su hijo y su nieto sí podían lanzarse. “El negocio era impresionante”, adelanta Vicente, la quinta generación entre los Baviera y los Gabarda, antes de levantarse para traer una fotografía apaisada en blanco y negro. “Fijaos qué hermosura. Hubo que echarlo todo. Fue una inmoralidad. La justicia dictaminó que era un traspaso improcedente, bien, pero eliminar un local con más de cien años de historia, que era un museo, fue una inmoralidad. No pudimos meter los mismo barriles, que eran más altos que este bajo, pero mantuvimos el reloj, que es un emblema de la casa, los barriles más pequeños y parte de los utensilios de la época. Nosotros le dimos continuidad”.
Vicente dejó atrás sus intentos por ganarse la vida tocando el saxo en una orquestina y se puso a ayudar a su padre. La calle tenía varios tiendas de antigüedades, una vieja droguería, tres hornos y, honrando el nombre de la calle, tiendas de guarnicioneros para vestir las caballerías o hacer cinturones o fundas para las pistolas. “Solo queda un superviviente de aquella época que se dedica a la reparación de calzado”, lamenta Vicente.
La clave, al principio, estaba en los proveedores. “La antigua dueña nos enseñó algunas fórmulas para hacer mezclas. Porque los productos a granel no tienen nombre y apellido, así que, para diferenciarte de la competencia, tenías aceite de Espadán, de los Montes de Toledo y del Bajo Aragón. Nuestra arma secreta era el origen y la procedencia de los productos; eso te daba una personalidad propia”.
Todo cambió a principios de los 80, cuando se produjo el envenenamiento de miles de personas en España por el consumo de aceite de colza desnaturalizado. “El Estado prohibió el uso y la comercialización del aceite a granel. Nos quitaron la placa que nos autorizaba a venderlo con la promesa de devolvérnosla, pero han pasado cuarenta años y no la hemos vuelto a ver…”. Al mismo tiempo se generalizó el embotellado de los productos y fueron desapareciendo las licorerías, muchas de ellas valencianas. “Aunque nosotros, por puro romanticismo, tratamos de mantener viva esta ilusión de tener productos a granel. Y vienen muchos nietos de antiguos clientes míos”, indica señalando los barriles con mistela de Teulada, vino dulce de Málaga, jerez oloroso seco, moscatel de Xaló…
Su colección, tanto de instrumentos como de vinos y licores antiguos, ha disparado su reputación. Algunos, seducidos por alguna rareza, intentan engatusarlo con generosas cantidades de dinero que él rechaza sin pestañear. “Son productos que ya no existen ni existirán y yo tengo el gusto de tenerlos”. En la bodega hay entre 1.500 y 1.800 referencias. Y de colección, solo de las pequeñas, acumula ocho mil unidades. La botella más antigua que hay en su establecimiento es una de Martini de 1922. “Hace unos años se la enseñé al delegado de Martini y me dijo que le gustaría mucho tenerla en su despacho. Le contesté que se tendría que conformar con una fotografía”.
Vicente recuerda algunos licores singulares, como el que elaboraban los carmelitas descalzos en el Desierto de las Palmas, en Castellón. “O el licor Calisay, que lo inventó un catalán, el señor Mollfulleda, con una base de vino quinado y plantas medicinales. Un secreto suyo. José María Ruiz-Mateos compró el licor a principios de los 70 para incorporarlo a Rumasa, pero diez años después el Gobierno, de la mano del ministro Miguel Boyer, expropió su holding, que tenía empresas como Calisay o el Gran Duque de Alba, uno de los mejores brandis que había en España, que lo fundó su abuelo, Zoilo Ruiz-Mateos. Es un brandi muy buscado por los nostálgicos y a mí me gusta mostrárselo”.
Durante todos estos años, Bodegas Baviera ha recibido clientes de toda índole. Pero Vicente recuerda sobre todo a dos músicos sobresalientes que acudieron a su rincón de la calle Corretgeria atraídos por sus instrumentos históricos. Uno fue Wenzel Fuchs, el clarinete solista de la Filarmónica de Berlín. “Entró y se quedó de piedra. Pidió tocar su primer instrumento. Le pregunté cuál era y me señaló una trompeta de Leningrado. Un profesor le dijo que no tenía capacidad pulmonar y que si quería ser músico necesitaba cambiar de instrumento. Y disfrutó como un niño con la trompeta. Se nos hizo las cuatro de la mañana en la bodega”. Aquella fue una velada mágica. Fuchs pidió a Vicente que descorchara una botella de Pago de Carraovejas y se entregaron a la charla y a la música. Ya de madrugada, se fue al hotel, recogió la maleta y se marchó directo al aeropuerto mientras seguía paladeando una noche inolvidable.
Su otro gran hito fue recibir a Dale Clevenger, trompa solista de la Orquesta Sinfónica de Chicago. Este músico excepcional salió de su ciudad y, tres vuelos después, aterrizó exhausto en València. Vicente le ofreció una cama en su casa, en el piso de arriba de Baviera, y al despertarse, hambriento, Clevenger se fue hasta la cocina y descubrió un plato con restos de la comida. “Subí y me lo vi devorando las sobras del arròs al forn que había hecho mi mujer a mediodía. Me dijo que aquello le parecía un manjar”.
Por la tarde bajó a la bodega, adonde acudió su amigo Zubin Mehta, entonces director titular de la Orquestra de la Comunitat Valenciana. Clevenger chapurreaba algo de italiano y Vicente, que trata de explicar la trascendencia del momento diciendo que es como si le hubiera visitado Rafa Nadal o Meryl Streep, se deleitó con su erudición. “Si hubieras visto a este señor de 65 años emocionarse cuando tenía en sus manos el instrumento que solamente había visto a través de catálogos y grabados de época. Al ver que lo tenía en sus manos y que encima sonaba, fue algo mágico, como contemplar a un niño en una juguetería”.
Su hija, Cuca, tiene tres hijos: Dani, Darío y Clara, de catorce, nueve y dos años, respectivamente, y ahí ve Vicente una rendija por la que vislumbrar la continuidad de Bodegas Baviera. Por si acaso, como para alentarlos, ha colgado encima de un arco tres azulejos con sus nombres y el año que nacieron. Mientras ellos crecen y se acerca el momento de la sucesión, él sigue acudiendo a diario al negocio para recibir a los clientes y a los periodistas presuntuosos.