¿Dónde están los límites del humor? ¿De qué se nos permite reírnos y de qué no? Barba da un repaso a la fascinante historia de la risa en este ensayo publicado por Alpha Decay
VALENCIA. Que el capítulo más hilarante de este compendio de textos sobre la risa del fantástico Andrés Barba sea precisamente aquel dedicado a las pifias en la retórica de un tipo tan peligroso como George W. Bush, dice mucho acerca de qué nos hace reír. Sus payasadas involuntarias, por ejemplo, llevaron al corresponsal político de Fox News Tucker Carlson, a decir de él que lo más parecido a asistir a un discurso suyo era ver a un borracho cruzar una calle cubierta de hielo: “Uno sabía que iba a llegar al otro lado, pero no sin antes haber pegado un buen número de patinazos”. El que fuera uno de los hombres más poderosos sobre la faz de la Tierra, aquel que presidía la primera potencia mundial bajo la creencia de ser un elegido del Todopoderoso, tuvo el honor de inaugurar un género antagónico a los epigramas de Oscar Wilde: sus disparatada manera de expresar sus ideas (o las de otros) dio lugar a los ya célebres bushismos.
Veamos varios ejemplos de ellos: “Estoy seguro de que pueden ustedes imaginar el inimaginable honor de dirigirme a ustedes”, dicho ante los líderes agrícolas en la Casa Blanca en 2001. “Me gustaría que todos ustedes saliesen de aquí esta tarde y se preguntaran: ¿qué ha dicho este hombre?”. Oregón, en 2004. “La parte contratante de la primera parte, será considerada como la parte contratante de la primera parte”. No, esa es de Groucho. Pero esta sí vuelve a ser de Bush Junior: “Estamos comprometidos a trabajar con ambas partes para conseguir un nivel de terror aceptable para todos”. ¡Un nivel de terror aceptable para todos! Y la última, por favor: “Mi viaje por Asia comienza aquí en Japón por una razón muy importante; porque hace un siglo y medio América y Japón formaron juntas una de las alianzas más duraderas de los tiempos modernos, y de ahí surgió toda una era de paz en el Pacífico”. Estamos ante uno de los grandes cómicos de las últimas décadas.
La deformación de la realidad que ponía en práctica Bush en cada intervención, funcionaba siguiendo una mecánica similar a la de un chiste: un giro inesperado, una sentencia que niega la verdad de la otra mediante un hábil juego de palabras (en este caso, no planeado), un absurdo, una exageración, una sustitución de un término por otro, un equívoco producto de la ignorancia. El hombre con el dedo sobre el botón rojo más irresponsable de la historia de los EEUU logró convertirse en una figura paródica de un presidente durante su mandato como presidente. Y salió ileso. Pese al odio que muchos le profesaban y le profesan, solo una cosa logró llegar a ponerle realmente en peligro: una galleta pretzel que le hizo desmayarse y golpearse la cabeza con una mesa al caer. ¿La última venganza nazi? Ni Leslie Nielsen lo hubiese hecho mejor ni más gracioso.
¿Hasta qué punto le afectaría? Sabemos, lo cuenta Barba, que vio dos veces la película de Chaplin, en días consecutivos. ¿Se sentiría orgulloso de ser objeto de una parodia porque como se dice en el libro, reír de algo es a la vez darle importancia? ¿O por el contrario se vería de pronto expuesto y encontraría en la caricatura sus más ocultos complejos puestos de manifiesto? “El efecto diabólico de la parodia es que también tiene, en ese sentido, efectos retroactivos: vemos nuestro rostro afeado por la caricatura aquí y en el pasado, gestos que nos parecían legítimos y naturales de pronto nos parecen falsos, las pruebas de amor se vuelven dudosas y quedan impregnadas por una tibia compasión, entendemos el odio y el asco de nuestros enemigos, los silencios se vuelven elocuentes y los desdenes comprensibles”. Así es. Justo así es como ocurre.
Recientemente hemos vivido episodios en los cuales ha salido a la palestra aquello de “los límites del humor”; desde los polémicos tweets del concejal de Podemos Guillermo Zapata, hasta el caso titiriteros. Ambos puede que respondan a ese retroceso en nuestra capacidad para reírnos de las cosas en el que profundiza Barba, ese fenómeno ante el que el autor se pregunta lo siguiente: “¿Somos verdaderamente mejores ahora que tememos reír? ¿Hemos ganado algo? ¿Hemos crecido como sociedad democrática y como individuos al alistarnos colectivamente a la policía del buen gusto, del sentido común, del decoro?”. ¿Por qué ha pasado esto? Casi cualquier mensaje que se emite o se publica últimamente ofende a varias decenas de colectivos que levantan sus airadas voces ante lo que consideran una gravísima falta de respeto hacia sus situaciones, como si la finalidad de la comedia no fuese precisamente esa, el ayudar tomarnos un poco menos en serio a nosotros mismos y a nuestros problemas cotidianos. La cómica Joan Rivers resumió esta idea perfectamente en la contestación que dio a un espectador ofendido por un chiste sobre sordos en su show y que incluye Barba en su libro: “¡Mi madre era sorda, gilipollas! ¡Déjame que de te explique de qué va esto de la comedia: está para hacer reír a la gente y para que todos podamos seguir con nuestra vida, imbécil!”. ¿Estamos de acuerdo? ¿Je suis Charlie, o solo a veces?