Más allá de sus cuestas, sus fachadas desconchadas y sus adoquines, Lisboa es una ciudad que ha sabido convertir el vintage en algo moderno y actual
VALÈNCIA.-Conocía la Lisboa tradicional, la que te enamora con ese fado que suena a media noche, el tintineo del tranvía, las risas de los locales que llenan las calles, los tejados rojos de la Alfama reluciendo al atardecer y esos edificios desgastados con fachadas de azulejos. Y sí, esas aceras adoquinadas ideales para que en los días de lluvia te resbales o te tropieces torpemente cuando te apartas porque viene un coche y es él o tú. Y, bueno, me había olvidado de su orografía, con esas cuestas que me han hecho tener unos gemelos que bien me valdrían para subir un puerto de montaña —ni jartá de vino, todo sea dicho—. Con una de esas cuestas amanecí el primer día, así en la frente, porque al ver la cola que había en el elevador de Santa Justa me decliné por subir andando a Chiado y al Barrio Alto.
Casi con la lengua fuera llegué a la parte alta, a Chiado, y me topé de bruces con el Monasterio do Carmo, que me llamó la atención porque solo se mantienen las estructuras de fuera. Bueno, y una pequeña puerta pegada a unas escaleras medio derruidas que en su día fue una porta real pues conectaba el convento con el palacio real que había en la colina de enfrente...
Dudé dos veces en pagar la entrada —¿cuatro euros por ver las ruinas?— pero finalmente me decidí a entrar. Me alegré porque los esqueletos de los arcos y pilares mirando al cielo impresionan mucho y te dan una idea del tamaño del que fue el templo gótico más importante de Lisboa hasta que el terremoto de 1755 lo dejó en su estado actual. Al fondo está el Museo Arquelógico do Carmo, que te lleva a través de la antigua historia de Lisboa.
Cuesta arriba, llegas a uno de esos sitios plagados de turistas buscando la típica foto: el elvador da Gloria, con un tranvía que sube un desnivel que bien podría ser una pista de esquí... Y al lado tienes el mirador Sao Pedro de Alcantara, desde el cual ves otro de los barrios: la Alfama, y el castillo de San Jorge. Después de callejear por el animado Barrio Alto —por la noche cobra áun más vida— llegué hasta la bulliciosa plaza de Luis de Camoes. Un olor me llevó hasta la pastelería Manteigaria y ahí tuve mi primer flechazo con los pastéis de Belém. Eso sí, también hice la rigurosa cola —parece larga pero en menos de diez minutos te atienden— en la pastelería Pastéis de Belém (Rúa de Belém 84-88), que es la única que sabe la receta tradicional.
En fin, después de volver a saludar a la escultura de Fernando Pessoa en la cafetería A Brasileira y ver que sigue acompañado —¿cuántas fotos tendrá repartidas por el mundo?— y de pasar por la librería más antigua del mundo (Livraria Bertrand) me dirigí hacia el río, pasando por la Rua Augusta y tras cruzar el arco llegué a la Plaza del Comercio. Después de dar un par de vueltas me senté en las escaleras, con el Tajo a mis pies y escuchando a un joven cantar The River (Bruce Springsteen). Un momento único...
El estómago ya me rugía así que me puse en marcha hacia el Mercado da Ribeira para picar algo. Antes, me pasé por la pink street, cuyos bares y locales recuerdan, con redes de pescadores y combinaciones de colores llamativos, el pasado marinero y de burdeles que frecuentó esta zona. Y por fin llegué al Mercado da Ribeira que, aunque me recomendaron Monte Mar y Sea Me para tomar pescado, me decanté por un sándwich de lechal de Casa do Leitao —lo recomiendo con el bolo de caco, el pan típico de Madeira—. Lo acompañé, cómo no, con la cerveza Super Bock y rematé la comida con un travesseiro (hojaldres rellenos de crema de yema, huevo y almendra) y un bica (café).
Después de deambular de aquí para allá y ver un precioso atardecer en la Torre de Belém dejé los trastos en el alojamiento y me fui a vivir la noche de Lisboa. Terminé en el Cheers Irish Pub, con música en directo, y un ambiente increíble.
Bien temprano me levanté para retomar mi visita por el barrio de Belém. Así, después de visitar el Monasterio de los Jerónimos (la entrada son diez euros) y ver a plena luz del día la Torre de Belém y el Monumento a los Descubrimientos, decidí utilizar uno de esos patinetes eléctricos que hay por la ciudad. Nunca había cogido uno pero al ver que mucha gente lo utilizaba pensé... ¿y por qué no? Me bajé la aplicación de Lime, comencé a rodar y no sé por dónde me metí que vi un coche, quise frenar pero aceleré y... ¡piño al canto! Luego fue más sencillo todo, sobre todo porque iba en el carril bici y no tenía el masaje de los adoquines. Pasado el Puente 25 de Abril —al que se puede subir gracias a la Experiencia Pilar 7, por seis euros— aparqué el patinete y me dirigí a uno de esos rincones modernos que no conocía: Village Underground, un lugar con contenedores y autobuses colgantes que acogen desde salas de coworking y estudios de grabación hasta restaurantes.
Por la tarde me encaminé hacia la Alfama que, situado a los pies del Castillo de San Jorge, es un barrio donde sientes que el tiempo se ha detenido, con la ropa tendida sobre las fachadas coloridas, el fado sonando desde una ventana y las mujeres cocinando sardinas a la puerta de su casa. Después de la rigurosa visita al castillo (la entrada son diez euros) y pasear por el pequeño y laberíntico barrio de Santa Cruz do Castelo, con sus casas llenas de flores y fachadas desconchadas, me acerqué hasta el mirador da Graça, desde el que tienes una panorámica preciosa, especialmente al atardecer.
Una vez aquí puedes visitar el parque de las Naciones (aquí tuvo lugar la Exposición de 1998) y descubrir la parte más moderna de la ciudad o cenar un buen bacalao en cualquiera de los restaurantes que hay por el barrio de la Alfama. En mi caso tuve que decir «hasta pronto» a Lisboa.
* Este artículo se publicó originalmente en el número de 61 (noviembre 2019) de la revista Plaza